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Cuando tenía dieciséis años y era una muchacha muy solitaria tomé prestado un libro de cierta biblioteca; era el Washington Square (La heredera), de Henry James, que llevé conmigo a clases, que leí por el camino, en el colectivo, en la mesa, en la cama y cuando me sentaba a fumar en la vereda y que terminó muy pronto, por lo cual, en esos días, adopté la costumbre de buscar otro libro de Henry James en cada país al que llegara; en Paraguay pronto encontré The Wings of the Dove (Las alas de la paloma), que me costó leer; entre el primero y ese percibí al principio una marcada diferencia de peso que no respondía solo a la extensión, muy superior, del segundo, sino a una aparente sobrecarga de detalles que por momentos me era abrumadora y en apariencia vana, y desordenada o arbitraria, y que me lo volvía fatigoso, como si por el primero me hubiera deslizado cuesta abajo demasiado aprisa para poder ver bien todo y en este otro, de modo inverso, me costara avanzar entre una casi físicamente impenetrable, de tan espesa, niebla que se me resistía con su exceso de información creciente, si bien pude ver al cabo que sin esa densidad, a ratos exasperante, la resolución, tan diáfana, tan perfecta, hubiera sido menos elegante, y luego me percaté de que en verdad ambos libros de James no solo no eran disímiles, sino que, por el contrario, eran muy afines, y que aquel primer libro que leí de él estaba tan saturado de innumerables datos misteriosos como el segundo.
La diferencia en todo caso estaba en que, de esos datos –expresos unos, insinuados otros y aun otros más, los de un tercer conjunto de realidades meramente posibles, virtualmente infinitos–, en el segundo libro los del primer grupo, el de los datos explícitos, registrados, eran muchos más, pero sin que eso redujera el volumen de los dos conjuntos restantes; no, sobre todo, el del tercero –que, lógicamente, en tanto ilimitado, no podría ser ni mayor ni menor en un libro o en otro–.
Eran, pues, dos abordajes matemáticamente dispares, pero al mismo tiempo equivalentes en lo sustancial, más allá de ese pequeño cambio metodológico, por llamarlo así, dado que en ambos casos –y lo mismo sucedió con los demás libros que posteriormente seguí encontrando y leyendo, aquí y allá, de Henry James– la clave sorda, subterránea, borrosa y vaga, angustiosamente inasible, siempre estaba en lo callado –universo siempre sin contornos y de dimensiones tan imprecisables como el apeiron de Anaximandro– y no en lo dicho, cuyo volumen variaba conforme a su minuciosidad.
Así, no en tales variables, sino en esa larvada constante presentida del magma puro de lo solo virtual se encontraba la incógnita, no despejada nunca, de toda la gran ecuación que conforma la búsqueda, la obra escrita, de James. Pero al leer Las alas de la paloma pesqué también que, fuera lo que fuese lo que buscaba James, no era ni triste ni trágico, como me lo había parecido confusamente en un primer momento, cuando leía Washington Square, sino mucho peor: era lo terrible; James no buscaba un rostro en el espejo, ni un rostro del olvido o la memoria, ni un rostro entrañable o irreconocible, ni ese rostro perdido que retorna como el mismo y a la vez como otro –el rostro del fantasma–, sino un fondo sin rostro que no sé cómo pudo atreverse a buscar, ni cómo pude yo atreverme a leer, aun cuando hubiera yo leído esto tan solo entre líneas y no me hubiera propuesto jamás descubrirlo. Bajo el ropaje de lo velado en los dobles sentidos y alusiones de los juegos sociales por él tan bien observados y descritos, bajo el sagaz análisis detectivesco de los motivos ocultos de cada personaje, bajo los intercambios, ya afables, ya ingeniosos, ya crueles, de los diálogos y de todas las palabras pronunciadas en las historias de sus libros, lo siniestramente animado, lo verdaderamente vivo con una embrujada fuerza propia es en James lo mudo, y lo que persigue su escritura es lo oscuro, es algo tan oscuro que no puede siquiera tomarlo como tema, que solo puede dejarlo habitar rincones mientras la acción ocupa el primer plano: lo importante en su obra se mira de soslayo, se escucha desde lejos como un inarticulado rumor de fondo y no está entre las tramas y discursos que guarda la memoria, porque es algo de otro orden, del orden de los sueños y de las pesadillas, del orden de la muerte.
Muerto ha hoy hace un siglo, el 28 de febrero de 1916, en Londres, ciudad que no existiría sin él, en cierta forma, porque si Londres no es el Londres de Shakespeare, ni el de Dickens, y ni siquiera el de Orwell / Blair ni el de Huxley, sino todos esos Londres pero ya ninguno de ellos, es porque el definitivo Londres perverso que al cabo ha quedado en pie lo pensó James, lo fabuló James, lo lo sospechó James, lo descubrió James, lo destripó y lo desnudó James, lo hizo James, James el confuso, el enmarañado, el inextricable, el subconsciente, el reprimida y secretamente pasional, James el encubierto, el intrigante, el tácito.
Neoyorquino nacionalizado británico, hijo del teólogo swedenborgeano, y periodista, de su mismo nombre, y hermano del filósofo fundador del pragmatismo, y psicólogo, William, John Singer Sargent lo retrató en un famoso cuadro que hoy está en Londres, en la National Portrait Gallery –y James fue, por su parte, uno de los primeros en llamar públicamente la atención sobre el talento de Singer Sargent, con un influyente y generoso artículo en el Harper’s New Monthly Magazine–, Benjamin Britten compuso una ópera sobre The Turn of the Screw, y «No sé», escribió Jorge Luis Borges en un breve artículo publicado en El País el 31 de mayo de 1986, «de una labor más asombrosa que la de Henry James», y también en ese artículo dejó dicho que James, «antes de manifestar lo que es, un habitante irónico y resignado del infierno, corre el albur de parecer un mero novelista mundano». Lo más importante de la obra de James consiste en novelas y cuentos, en su famosa biografía de Hawthorne y sus estudios críticos de Flaubert y Turgueniev, además de su póstumamente publicado epistolario, sostenido con, entre otros, Stevenson y Conrad. Los temas que aborda en esa producción son tan diversos como suelen serlo en toda ópera omnia: la cultura literaria de Occidente, la novela como género con su evolución y sus promesas, el arte de narrar, los americanos en Europa, los europeos en América, lo fatal o el destino, la inocencia, el mal, los espectros, la ausencia, el tiempo, el retorno, las mil figuras de la decepción. James es un poeta de la decepción, con una poética de la decepción. Me he preguntado al leerlo si habrá sido una persona capaz de decepcionarse de todo, no digamos ya solo de la vida, sino hasta del supremo y postrero horror, como cabe fantasear horriblemente si nos guiamos por lo que la novelista Edith Wharton cuenta en A Backward Glance (1934), sus memorias, sobre el final de su viejo amigo Henry:
«El último ataque fue precedido por uno o dos, premonitorios, cada uno de los cuales simplemente dejó un deterioro lo bastante marcado como para que la inteligencia permaneciera consciente y capaz de registrarlo, y el sentimiento de la desintegración debe haber sido trágicamente intenso para un hombre como James, que reflexionaba en ella profundamente a menudo y estaba alerta a sus primeros signos. Se dice que le contó a su vieja amiga lady Prothero, cuando ella lo visitó después de aquel primer ataque, que, mientras se caía (cuando sucedió, se estaba vistiendo), escuchó en la sala una voz, que claramente, al parecer, no era la suya, decir: “¡Así que aquí está, por fin, la cosa distinguida!”».
Se refería a la muerte.
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