El búnker del fin del mundo (21 de diciembre de 2012)

Ya tenemos las semillas para el huerto hidropónico subterráneo: zapallos, lechugas y legumbres. Los alimentos enlatados y el filtro para agua ya están en sus lugares correspondientes. En cuanto a los balones de oxígeno, están preparados para cualquier emergencia, en especial para cuando tengamos que cerrar las tomas de aire en el momento en que sobrevenga la nube tóxica que habrá después de la explosión.

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De todas maneras, tenemos que pensar —ahora que todas las comodidades están dispuestas— en la parte espiritual (o cultural) que tendremos que elegir para el largo periodo (años, tal vez) en que tendremos que sobrevivir, bajo tierra, cuando llegue el Apocalipsis del cual hablan las profecías.

Ya estamos en el refugio la familia completa: yo, mi mujer y mis dos hijos (Carlos y Helena), quienes invitaron a sus mejores amigos, incluyendo al perro (caniche) de la tía Roberta, que no quiso bajar con nosotros. Ella dijo que prefería ver el fin del mundo con sus propios ojos y ver a los ángeles vengadores de los que habla la Biblia.

Ella cree que, en el momento de la catástrofe, aparecerá (en medio de su frente) la marca sagrada que diferenciará a los justos de los pecadores y, por tanto, se salvará de la masacre. Es muy religiosa y se cree libre de pecado, como todas las beatas del barrio. Ojalá que tengan piedad de su alma. Nosotros solo confiamos en la ciencia y tenemos en un armario los trajes de astronauta a prueba de gases tóxicos y de radioactividad. En cuanto a las armas, también están preparadas para el posible enfrentamiento con las hordas de depredadores que merodearán en las inmediaciones del refugio cuando falten el agua y los alimentos a los que no se prepararon para la hecatombe. Tenemos un arsenal completo, desde hachas y lanzas hasta bazucas y granadas.

Los alrededores del búnker están minados y hay trampas “cazabobos” por toda la circunferencia de este sótano de cemento. Nuestra arma secreta son los robots (androides), que estarán listos para subir a la superficie y repeler los ataques transformándose en terribles bestias de presa.

El problema que se planteó, desde el comienzo, era qué libros sobrevivirían para que la especie humana pudiera recordar su historia y releer las grandes obras de la literatura occidental: Cervantes, Shakespeare, Dante, Virgilio, Homero, Milton, Borges, Roa Bastos, Ocara Poty Cué-mí, Canto secular,
etcétera.

La elección era difícil —por la falta de espacio— y porque no podían ser grabaciones electrónicas; tenían que ser los propios libros originales. Decidimos que cada quien propusiera diez libros y que, en total, no pasarán de cien títulos la biblioteca de la nueva “Babel”. Alguien propuso La Biblia, otro los “Upanishads”, otros El Corán. Yo sugerí que no se trajeran libros religiosos, porque no quería que la futura humanidad (si se salvaba) volviera a las guerras ocasionadas por el fundamentalismo de los dogmas y que tanto sufrimiento produjera en el pasado. Desde luego que en el interior de nuestra cueva nos regiríamos por las leyes básicas de la civilización (la ley contra el incesto, el canibalismo y el asesinato, por ejemplo) y, por sugerencia de mi hijo Carlos, revivir las leyes del Código de Hammurabi, el más antiguo de la humanidad. Seguramente que, cuando volvamos al mundo exterior, tendremos que crear leyes para las nuevas circunstancias posapocalípticas.

No sabemos si las leyes sobre el incesto y el canibalismo seguirían vigentes. La historia nos ha enseñado que en tiempos de gran miseria, hambruna y genocidio, se ha recurrido al incesto y al canibalismo primigenio.

Ya han pasado muchos años y no hemos podido regresar a la superficie. Los medidores de radiación y gases tóxicos indican que no podríamos sobrevivir. Los pronósticos hablan de un periodo de siglos. Es como aquellas épocas de hibernación del periodo glacial. Tendremos que reproducirnos aquí abajo, como topos, y practicar un control de la natalidad sistemático (porque el espacio es reducido y el alimento muy escaso).

Hoy ha muerto uno de los amigos de Carlos. No pudo soportar la angustia que le producía su claustrofobia. Tendremos que comerlo, lo antes posible, antes de que su cuerpo se descomponga. No hay lugar para enterrarlo y no podemos desperdiciar las proteínas, que ya escasean.

Nos estamos pintando el cuerpo para el banquete totémico y ya hemos comenzado a cantar la antigua canción fúnebre de los guaraníes, nuestros antepasados. “¡Que los dioses se apiaden de nuestras almas!”.

No pudimos ver el resplandor. Sí sentimos cómo temblaba la tierra y subía la temperatura ambiente. El sismógrafo comenzó a enloquecer y la alarma contra incendios ululó como una ballena varada. Subí rápidamente el periscopio y contemplé espantado el remolino de fuego que se acercaba como aquel huracán que destruyera a Sodoma y Gomorra; después solo vi a los ángeles con sus espadas flamígeras y a mi tía, que se paseaba entre ellos.

Luego sentí como una puntada en el pecho. Se oscureció la visión del espanto y el búnker explotó como una bomba. Espero que los otros hayan sobrevivido. ¡Que los dioses se apiaden de nuestras almas!

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