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EN LOS OCHENTA SUCEDIÓ ALGO RARO
Que en los ochenta le sucedió a Panero algo raro y definitivo (no sabemos qué) lo decimos, entre otras cosas, por este testimonio de Luis Antonio de Villena: “Era un chico raro”, pero “normal en lo demás: culto, no mal parecido, desequilibrado por la bebida o la grifa pero también porque algunos de sus modelos culturales tenían que ver con el malditismo”. “Para mí el último gran libro poético de Leopoldo fue Narciso en el acorde último de las flautas (1980). O quizás un librito un tanto clasicista, Dióscuros, de 1982”. Y aquí está lo raro: “Entonces”, sigue Villena, “hizo un viaje a París y volvió cambiado. El breakdown había sido muy fuerte: olía mal y mojaba croissants en el arroyo”.
“Dicen”, señala, “que su madre autorizó a que lo llevaran al psiquiátrico de Ciempozuelos en Madrid. Creo que era 1983. Desde entonces empezó su destrucción...”. Y algo duro (uno prefiere la piadosa idealización de la locura): “Fue lentamente deviniendo un monstruo fruto de la enfermedad más que del aparente malditismo”. Y concluye Villena: “Creo que el ‘monstruo’ final, muy desdichado, vale menos que el joven atrevido y procaz del inicio. Leopoldo es un grande, pero no por su biografía, ni mucho menos”.
QUEDA LO MÁS REAL
En 1974, en El desencanto, su viuda y sus hijos hablan del poeta Leopoldo Panero. Luego uno de los hijos, Leopoldo María, se roba el filme. Habla el Leopoldo María creado por Leopoldo María; los otros aprueban o discuten; Chávarri corta y edita; nosotros vemos y juzgamos: no es una visión directa de lo real: es un montaje. Ellos actúan, el director edita, uno juzga. Y queda lo más real, el Leopoldo María personaje, el héroe de la locura, el maldito, el quijote nacido en esa soledad que es la familia.
En El desencanto, Felicidad Blanc, Juan Luis, Leopoldo María y Michi parecen vivir de recuerdos, a veces inventados, en un clima de espejismos. Los tres hijos son afectados. Todos hablan de todos sin ocultar su asco por los otros. A nadie parecen importarle los insultos. La madre es elegante, culta, hasta bella, en su vejez, y falsamente inocua. Juan Luis, muy pedante, apartado del resto, está clarísimo que no los puede ni ver, que sobrevive a base de alcohol (tradición familiar) y de mitos personales. Michi, falsamente inocente, algo hipócrita, es el que se lava las manos y sin duda es el más sano mentalmente, aunque represente un papel de locura y extravagancia.
Leopoldo María llega a mitad del rodaje. En gran medida por él, ese drama privado, de familia, se vuelve universal, un áspero análisis del alma, que angustia y entristece oscuramente. El poeta por antonomasia de esa familia de poetas, el cerebro por antonomasia de esa familia de intelectuales, el fin de una estirpe que tal vez haya existido solo para gestarlo a él, con su obra justifica las vidas y las fallidas tentativas artísticas y literarias de los suyos. Redención de la estirpe, mejor fruto de su sangre, hace que esas vidas y obras, en sí mismas incompletas, por haber llevado a él, cobren sentido retrospectivamente. Con su fin en marzo de este año muere esa estirpe y nace la posteridad de sus poemas.
EL MONSTRUO Y UNO MISMO
Volviendo a lo que Villena llamó su breakdown, sito en algún lugar de los ochenta, la metamorfosis de Panero esconde e indica ese enigma que su testigo señala. La decadencia de Panero, si se observan los retratos fotográficos que quedan de él a lo largo de sus sesenta y cinco años de vida, es más que decadencia. Es como si hubiera mutado. La obra y la vida de Panero, de Leopoldo María Panero –Panero a secas en adelante, el Panero por excelencia de un linaje de Paneros más o menos notables todos–, su cara destrozada, su degradación física, la destrucción de su belleza, niega todas las posibles aspiraciones de bienestar de cualquier sociedad decente. Esa imagen material, como las imágenes verbales de sus poemas, trastorna todos los sistemas de valores estéticos y éticos posibles, que suponen oposiciones, dicotomías, jerarquías, exclusiones de segmentos de la realidad, humana y no humana, y cuestiona así las fronteras que separan lo horrible de lo hermoso, lo bueno de lo malo, al prójimo del monstruo, al monstruo de uno mismo.