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Uno de los diversos deberes paternales es orientar a los hijos cuando llegan a la edad de elegir una profesión u oficio. En esa orientación influye el hecho de que la capacidad de dar al vástago una carrera universitaria que le permita ser llamado «Doctor» –tratamiento que, tradicionalmente, elevaba socialmente al diplomado y a sus descendientes– ha sido un índice de progreso económico y social desde tiempos relativamente remotos. Así, por ejemplo, un compañero mío, sobrino de uno de los más grandes médicos que ha tenido nuestro país, médico que no tenía un hijo varón, recibió de la familia la encomienda de mantener el prestigio de su celebrado tío. Por mi parte, al terminar el bachillerato, yo, precedido por tres generaciones de abogados, opté por esa profesión. Terminé mis estudios, por cierto, en menos tiempo del acostumbrado, mientras que mi amigo, en cambio, que había elegido la medicina «para ser como su tío», el mítico «Profesor Doctor», no soportó los rigores de tales estudios y antes de aprobar el segundo curso decidió que no era ese su fuerte e ingresó en la facultad de derecho.
Mi bisabuelo paterno, don Agustín, escribano público, en algún momento del mandato de don Carlos Antonio López era una suerte de escribano mayor de gobierno, toda vez que sin resolución, ley, reglamento ni decreto custodiaba la fe pública de los actos instrumentados de las actividades gubernamentales, refrendando las firmas del Presidente de la República y de algunos de sus ministros al pie del acta resolutiva. Cuando llegó la Guerra de la Triple Alianza, y con ella el exterminio de la población y la ruina de la ganadería, la industria y el comercio internacional de nuestro país, se enroló como teniente de Caballería, según lo atestigua la fotocopia de mi despacho, con la firma del mariscal Francisco Solano López el 3 de mayo de 1866 en el cuartel de Potrero Rojas.
El escribano, y ahora teniente, Encina, participó en reiterados y cruentos encontronazos con las fuerzas aliadas hasta que una bala de cañón lo privó del brazo izquierdo. Los cirujanos le salvaron la vida, pero a costa de amputárselo, lo que no le impidió seguir combatiendo en un cargo de confianza, allegado al comandante del arma, el general Bernardino Caballero. Por eso estuvo en el reducido grupo de este general en la última misión que les encomendó López: ir a rescatar alguna tropa vacuna para paliar el hambre de los miembros del batallón presidencial en las proximidades de Cerro Corá.
El regreso a Cerro Corá fue tardío. El pequeño contingente que intentó defender al Mariscal y su familia no pudo ganar fuerzas con la tropa de novillos que había conseguido Caballero en un golpe de mano sobre el ganado perteneciente a las tropas imperiales.
Según muchos, la ausencia, debido a su misión, de Caballero no fue una casualidad, sino un gesto visionario del Mariscal, que preservaba la figura del comandante de la Caballería para la posguerra, y que lo alejó para que no cayera a su lado en un exterminio ya presentido por él.
La muerte de López bajó el telón, y Caballero y su ayudante, mi bisabuelo Agustín, fueron enviados a Río de Janeiro. Allí, la fama del general les valió un trato privilegiado –por sus vínculos con la masonería, según algunos–. La capital del Imperio de don Pedro II, a modo de una especie de prisión domiciliaria, les permitía largos paseos por sus calles.
Una de esas tardes en las cuales los prisioneros recorrían las «rúas» cercanas al mar, el teniente comenzó nuevamente la exposición de sus preocupaciones por tener que volver a Paraguay en condiciones de inferioridad física para trabajar como escribano, único oficio que conocía. El general Caballero, sin contestarle, seguía paseando, probablemente cansado de los plagueos de su interlocutor, pues su personalidad y su valor no le permitían a él ni siquiera un lamento por la catástrofe con que había concluido la guerra.
Así, siguieron ambos su paseo, mientras el general, en silencio, observaba los escaparates de las tiendas, hasta que, súbitamente, Caballero se detuvo frente a un negocio, le dijo a su acompañante: «Che ra’arõmína ápe» («Espérame aquí»), y entró. Al cabo de unos minutos, salió con una bolsita que le dio al teniente, diciéndole: «Na’ápe rerekóma remyengovia, haguã nde jyva. Jarerekóma la ndéve ofaltáva rejokohaguã nde kuatia. Ko’ága ikatúta remba’apojey nde oficiópe» («Acá tenés el reemplazo de tu brazo. Ahora podrás trabajar en tu oficio»).
El teniente Encina abrió la bolsa y encontró una semiesfera de grueso cristal de Murano en cuyo interior había incontables trocitos de tela, como banderitas, inmóviles por la presión con que había sido cerrado al salir de la fragua.
Al teniente, de regreso en Asunción, el obsequio del general le sirvió para atajar los papeles sellados de su protocolo, despertando la admiración y la curiosidad de los visitantes por la joya encristalada.
Con el tiempo, su hijo, también notario y escribano público, tomó a su cargo el presente que aquel día recibió su padre, y que siguió maravillando a su clientela en un modesto escritorio de la calle Chile N° 115, frente al actual Ministerio de Hacienda (entre las que hoy son las calles Palma y Eligio Ayala).
Don Roque mantuvo su escritorio abierto durante sesenta y dos años, al cabo de los cuales transfirió el obsequio del general a su hijo mayor, escribano y abogado, que también tenía su nombre y que, para diferenciarse, se denominaba Roque Encina (Hijo). Este señor, mi padre, desde mi infancia hasta casi concluido el bachillerato, siempre me impulsó a estudiar medicina, cual si se hubiera propuesto cumplir el sueño de llamarme, como dice el título de la obra teatral del uruguayo Florencio Sánchez, «M’hijo el Dotor».
Pese a ello, cuando, concluyendo la segunda enseñanza, estudiábamos en el sexto curso, según el programa, tanto Anatomía y Fisiología como Derecho Usual y Economía Política, una voz interior me instaba a desobedecer esos consejos. Así, un atardecer, al regresar a la casa paterna, me apersoné ante él para manifestarle que no quería estudiar Medicina. Se sorprendió, pero, en forma incisiva, me dijo: «¿Y qué vas a hacer, quieres trabajar?» A lo que respondí: «No: quiero ser abogado, como tú». Su emoción se trasuntó en un fuerte y emocionado abrazo…
Fallecido mi padre, mi madre me transfirió todos los elementos de su mesa escritorio, su pluma fuente Parker, su colección de monedas extranjeras y, por supuesto, el pisapapeles de cristal, que hace casi un siglo y medio engrosa los trofeos de la profesión y el patrimonio familiar por la generosidad del entonces jefe de la Caballería, y que custodio para recordar a mis ascendientes, que me lo legaron.
Una vez, un cliente curioso, impresionado por su belleza, me preguntó qué era, y no se me ocurrió nada mejor que responderle:
–Es el brazo izquierdo de mi bisabuelo.
aencinamarin@hotmail.com