El Bimilenario de Augusto, forjador de la Pax Romana y primer emperador de Roma

El 27 de enero del año 27 a. C., Cayo Octavio Turino, sobrino nieto e hijo adoptivo de Julio César, recibió del Senado el título de Augustus. Ese será el nombre de una nueva era, durante la cual, escribe Montserrat Álvarez, «la voluntad de Augusto de forjar un imperio de firme paz y de orden claro y armonioso en las ideas, la política, la cultura y las artes ilustró esa relación de sólida simetría que buscaba entre el mito del poder y el poder del mito».

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LA PAX ROMANA

La batalla de Accio, con la victoria sobre Marco Antonio y Cleopatra, permitió a Augusto convertirse en el primer emperador de Roma e iniciar un periodo de paz que definió el destino de la cultura occidental durante siglos e impuso los valores atribuidos al pueblo romano hasta la caída del Imperio por las invasiones de los bárbaros. Bajo la Pax Augusta, o Pax Romana, florecieron algunos de los principales poetas de la tradición latina clásica: Propercio, Ovidio (quien murió cerca del mar Negro, desterrado por Augusto a causa de una falta misteriosa, escribiendo en la lengua extraña que escuchaba allí), Horacio, Virgilio. Bajo la Pax Augusta, Tito Livio produjo la versión oficial de la historia romana. Bajo la Pax Augusta, Virgilio (con el apoyo material, sabido es, de Mecenas, consejero y amigo de Augusto que supo rodearse de poetas capaces de imaginar un proyecto, un porvenir, un discurso que alimentara la fe de la gente en algo) recibió la misión de crear la epopeya que diera sentido a la gesta política del primer emperador de Roma. Bajo la Pax Augusta, Vitrubio le dedicó a Augusto su tratado De Architectura, y, en fin, bajo la Pax Augusta la voluntad de Augusto de forjar un imperio de firme paz y de orden claro y armonioso en las ideas, la política, la cultura y las artes ilustró esa relación de sólida simetría que buscaba entre el mito del poder y el poder del mito.

Tras las revueltas, las listas negras y la violencia que mancharon de sangre los años que mediaron entre el fin de la República, que se derrumbaba por ambiciones inescrupulosas y en medio de enormes desigualdades sociales, y el inicio del Principado de Augusto, poetas como los citados fueron atraídos por la Pax Romana y le dedicaron la fuerza de su arte.

La causa de Augusto parecía en tal contexto la causa de Roma, de una Roma que se quería inmortal, de una Roma que se deseaba perdurable y que aspiraba a legar a la posteridad su gloria y la memoria de sus hechos en mármoles imperiales y nobles estrofas. Y la forja de Roma como cultura no podía prescindir de los mejores espíritus de su época. Propercio, también del círculo de Mecenas, sabe que es el poeta el que da la inmortalidad a los hechos y los nombres que celebra, o condena a la infamia:

Scribant de te alii vel sis ignota licebit: laudet, qui sterili semina ponit humo. Omnia, crede mihi, tecum uno munera lecto auferet extremi funeris atra dies; et tua transibit contemnens ossa viator, nec dicet «Cinis hic docta puella fuit».

(Escriban de ti otros, o bien desconocida quedes: que te elogie el que arroja su siembra en suelo estéril. Todos tus dones, créeme, contigo en un solo lecho se los llevará en el tránsito final el negro día; y acaso pase el caminante, despreciando tus huesos, y no dirá: «Es ceniza: fue una joven inteligente». Traducción de Julián Sorel.)

IRONÍAS MARXIANAS

Tras el asesinato de Julio César, Augusto había formado el Segundo Triunvirato con Marco Antonio y Lépido. Lépido fue exiliado, Marco Antonio se suicidó tras su derrota en Accio, y Augusto devolvió oficialmente el poder al Senado. Pero en realidad su poder crecía con sus conquistas, y su control de las legiones coaccionaba las decisiones del Senado; fuerte para eliminar la oposición senatorial con las armas, el Senado era dócil ante él.

A los diecisiete años, al final del bachillerato en el Friedrich-Wilhelm Gymnasium de Tréveris, como examen de composición en latín (entonces había unas ocho horas semanales de clase de latín en los tres últimos años del Gymnasium, antes de la universidad), Marx escribió un ensayo acerca de si la época de Augusto fue, o no, una de las mejores de la historia de Roma (An principatus Augusti merito inter feliciores reipublicae Romanae petates numeretur). Concluyó que sí, que fue uno de los periodos más felices de la antigua Roma, pues –el final guarda la gentil ironía– si la República no había podido dar libertad al pueblo, Augusto sí logró darle una ilusión de libertad. Encantador, ¿cierto? Un genio nunca es demasiado joven para escribir bien. «La República libre había fracasado en cuanto a dar libertad al pueblo, así que tuvo que venir un dictador a garantizarle la “libertad” que necesitaba» (de Payne, que lo cita en inglés: The free republic failed to give liberty to the people; it was left to a dictator to grant the “liberty” the people needed. R. Payne, Marx, Nueva York, Simon & Schuster, 1968, p. 38).

El reinado de Augusto «se distinguió por la clemencia», aunque había desaparecido toda libertad, puesto que, prosigue finamente el Marx teenager, «los romanos seguían pensando que se gobernaban a sí mismos, en vez de darse cuenta de que el emperador tenía el poder de alterar todas las leyes y las costumbres y que todos los oficios antes desempeñados por los tribunos ahora estaban en manos de un solo hombre. No pudieron percatarse de que el emperador, disfrazado con otro nombre, disfrutaba de todos los honores que antes se reservaban solo para los tribunos, y de que se les había despojado de su libertad. Es, de hecho, una gran prueba de clemencia evitar que los ciudadanos puedan discernir quién gobierna o saber si ellos gobiernan o son gobernados» (de la cita de Robert Payne en inglés en The Unknown Karl Marx, Nueva York University Press, 1971, pp. 44-48; rendidas excusas, no tengo el manuscrito original de Marx in lingua latina). Como se ve, el uso del término «clemencia» en este ensayo de Marx tiene esa comicidad y esa elegancia que uno puede encontrar, por ejemplo, en los momentos más felices de la escritura de Maquiavelo.

PIERRE GRIMAL: EL SIGLO DE AUGUSTO

Con todo, si bien Marx sabía, como se ha visto, que la restauración de la República romana por obra de Augusto no era realmente tal, y que el pueblo romano estaba totalmente a su merced, su composición juvenil asume fría y serenamente esa dictadura como lo más adecuado a las circunstancias históricas, y llama en ese ensayo escolar a la Era Augusta «un consumado modelo de las artes, de las ciencias y del lujo» (…a consumate patrón of the arts, of learning, and of luxury; en: Payne, Marx, 1968, p. 37).

Pierre Grimal coincide con lo que de elogioso hay en esa perspectiva: «El Siglo de Augusto quedó inaugurado justo cuando el olvido comenzó a caer sobre los episodios sangrientos, el día en que el pensamiento romano volvió a encontrar, gracias a la obra naciente, su fe en sí mismo después de la prolongada desesperación de las guerras civiles» (El siglo de Augusto, Barcelona, Crítica, 2011, p. 12). Por otra parte, como señala, también, Grimal: «El Imperio de Roma no habría sido más que una conquista efímera si no hubiese hecho otra cosa que imponer al mundo por la fuerza una organización política e incluso unas leyes. Su verdadera grandeza reside acaso más en lo que fue –y sigue siendo– su expansión espiritual» (La civilización romana, Barcelona, Paidós, 1999). Que abrió en Occidente un vasto campo a mil formas de cultura y pensamiento y permitió seguir vivos y fecundos a las ideas y el arte griegos. No es imposible imaginar un mundo en el que Roma no haya existido, pero, como dice, con otras palabras, Grimal, tal fantasía no haría más que revelar el papel inmenso de Roma en la historia humana.

EL LEGADO DE ROMA

Este próximo martes se cumplen dos milenios de la muerte del primer emperador de Roma, que fue el 19 de agosto del año 14 de nuestra era en Nola, ciudad de la Campania, en Nápoles; según la tradición, su última frase fue Acta est fabula («La función ha terminado»). Augusto dejó al morir un imperio pacificado, con artes y letras notables, y con poetas que, desde el círculo de Mecenas, buscaban dar una identidad a esa civilización, la romana, que marcó la cultura occidental. Augusto amó como ningún otro emperador a Roma e hizo de la ciudad de barro y ladrillo, que halló devastada por los disturbios de fines de la República, una monumental urbe de mármol que maravilló al mundo entero (marmoream se relinquere, quam latericiam accepisset). Para bien o para mal, Roma dejó su huella, y no entenderíamos el mundo de hoy sin la cultura romana. Augusto cambió la faz de su tiempo: profesionalizó el ejército, impuso una recaudación proporcional a la riqueza de cada provincia, creó cuerpos de policía y de bomberos y un servicio de correos, hizo de la propaganda, con el arte y las letras, una herramienta de poder, puso la iconografía al servicio del poder con la escultura y la arquitectura imperiales, pacificó y unificó el inmenso territorio del imperio romano, construyó caminos, levantó faros, hizo acueductos, puentes, dio al mundo civilizado infraestructuras comunes desde Oriente hasta el Finis Terrae, por primera vez en la historia sujetó a todos los habitantes del imperio, ciudadanos, peregrinos o esclavos, a las mismas leyes, estableció una sola moneda y una lingua franca y dio el esplendor de su Edad Dorada a una Roma que, con él, comenzó a ser eterna.

montserrat.alvarez@abc.com.py

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