El arte dice lo que todos callan: la imagen de la madre siniestra en la ficción

“La madre como institución está emparentada con otras: la patria, la iglesia, la virgen –la Madre Patria, la Santa Madre Iglesia, la Inmaculada Madre de Dios–...”

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INSTITUCIONES MATERNAS

Los folcloristas Jacob y Wilhelm Grimm publicaron el primer tomo de Cuentos para la infancia y el hogar en 1812, el segundo en 1814, la tercera edición en 1837 y la cuarta en 1857. Estos cuentos, recopilados, transcritos y anotados con rigor etnográfico y respeto por el discurso oral, causaron rechazo en vastos sectores del público por su crudeza; cuando los eruditos hermanos Grimm, pioneros de los estudios filológicos contemporáneos, que no eran precisamente autores de literatura infantojuvenil, descubrieron su nuevo público de niños, suavizaron sus historias, y en la edición de 1857, por ejemplo, a madres como la de Hansel y Gretel (que condena a sus hijos a perderse en el bosque y morir de hambre, abandonados, para salvarse ella) o la de Blancanieves (que, celosa de la belleza de su hija, la manda matar para que no la opaque cuando crezca) las convirtieron en madrastras. En cambio, en la primera edición, la de 1812, es la madre biológica de Blancanieves la que toma el corazón de jabalí que le lleva el cazador (que ha dejado, por compasión, huir a la niña) creyendo que es el de su hija, y se lo come. Como la idea de una madre malvada era muy dura para los niños, los Grimm se censuraron a sí mismos, y en la versión de 1857 la buena madre muere y el padre se casa con la malvada madrastra: eso evitó trasgredir el culto a la madre impuesto por la moral burguesa desde hace siglos. La madre como institución está emparentada con otras: la patria, la iglesia, la virgen –la Madre Patria, la Santa Madre Iglesia, la Inmaculada Madre de Dios–. Son grandes instituciones maternas y símbolos de la madre idealizada, de cuyas virtudes –abnegación, sacrificio, altruismo, rectitud, bondad, desinterés, etcétera– la consciencia de todo hijo es, «por ética», incapaz de dudar.

Hansel y Gretel. Ilustración de Anton Pieck.
Hansel y Gretel. Ilustración de Anton Pieck.

TERRORES PROHIBIDOS

Pero en el reino interior y universal de la fantasía, los sueños, los temores callados y ocultos, los impulsos y deseos involuntarios, nada está prohibido, ni aun lo que la consciencia se niega a aceptar. Y el maltrato infantil, y las madres malvadas, y los padres peores, y la maldad y el egoísmo generales (salvo, quizá, honrosas excepciones), y hasta el filicidio, existen. Son hechos. Son parte de la vida real, aunque el discurso oficial los calle y la mayoría de las personas elija, a veces involuntaria o inconscientemente, no verlos, ya que además hay violencias casi invisibles y muchas veces tanto verdugos como víctimas le ocultan todo esto a su propia consciencia. La vida de un niño está en manos de sus padres; le aterrorizan porque sabe que está absolutamente inerme frente a ellos, y por eso cuando niños nos gustan los cuentos en los que la madrastra malvada muere, pues alivian angustias sordas e insospechadas. Esos terrores, como todo lo que se niega pero es profundamente real, no solo no desaparecen nunca, sino que, en su vida subterránea, no hacen sino crecer.

El arte y la ficción pintan sin restricciones morales estos terrores. Y eso que pintan para muchos es lo único que les permite enfrentar lo que no son capaces de reconocer que sienten en su interior o que sucede en el exterior. En la ficción pueden, sin culpa, enfrentar y, por un rato, vencer sus miedos secretos, en la mayoría de los casos sin entender por qué esos libros o esas películas les gustan. Así que, ahora que se acerca su día conforme al calendario nacional, vamos a recordar sucintamente a dos o tres inolvidables madres del cine y de la literatura en rápida y aleatoria selección.

Alfred Hitchcock, maestro del suspenso, con los pájaros.
Alfred Hitchcock, maestro del suspenso.

MADRES SINIESTRAS DEL CINE Y DE LA LITERATURA

En La madre de los monstruos, La mère aux monstres, ese espléndido cuento que en 1883, con el seudónimo de «Maufrigneuse», publicó Guy de Maupassant, no hay una madre siniestra, sino dos: la «Diabla», mujer de pobre origen que se enriquece manipulando sus embarazos para dar a luz niños tullidos, retorcidos, grotescos y venderlos a un circo, y una mujer que ciñe su talle para no engordar por la gestación, pues la terrible desgracia a la que condena a sus hijos de por vida no le importa nada al lado de su afán egoísta de ser esbelta. (Un caso que parece ominosamente actual.)

En su novela Psicosis, Psycho, de 1959, llevada al cine en 1960 por Alfred Hitchcock, con Anthony Perkins como el trastornado ente trinitario «Norman- Normal-Anormal», el miembro del «Círculo de Lovecraft» y colaborador de Weird Tales Robert Bloch creó a la protectora y ubicua señora Bates, que no deja a su hijo vivir libre de ella ni después de muerta: él la alberga como una parte de sí mismo que sin embargo no es él, que le es ajena, y cuando se convierte en ella, aparece el asesino. Su madre controladora y destructiva que desde el fondo del sótano de la casa –que en esta geografía del terror es metáfora del fondo de la mente de Norman– le obliga a matar, cosa que él hace mientras imita la voz de la difunta cubierto con una peluca, repitiendo compulsivamente la imagen maligna de su progenitora en una vida que no podrá ser nunca realmente suya.

Anthony Burgess
Anthony Burgess

En la antiutopía de 1962 La Naranja Mecánica, A Clockwork Orange, del áspero y brillante Anthony Burgess, que Stanley Kubrick filmó en 1971 con Malcolm McDowell como Alexander De Large, Sheila Raynor encarna a la madre de Alex, mujercita pequeña y santurrona, de voz quebradiza, bajita, tierna, de aire frágil, que despiadadamente se deshace de su inadaptado hijo, lo entrega a una institución del Estado para que experimenten o hagan con él lo que quieran, lo olvida y, siempre pensando ante todo en sí misma, su seguridad, sus necesidades y su merecido bienestar de sacrificada y santa madre, sin esperar el regreso de Alex le da su habitación a un extraño al que acoge como hijo solo porque la adula y porque, se deja entrever en el filme, o bien la complace sexualmente, o bien simplemente halaga su vanidad y su monstruoso afán de acaparar atención, cuidados y afecto: mucho más vil y muchísimo más hipócrita que su criminal hijo Alex, tal mujercita es, por esta semejanza con él (que casi siempre pasa desapercibida) uno de los elementos que dan su fuerza ciega y su vibrante tensión a la novela y a la película.

Hay muchos más ejemplos, pero sería imposible enumerarlos todos hoy. Fuera de lo que añade el remake del 2013 de Kimberly Peirce a la progenitora fatal que encarna Julianne Moore en esta última versión, está la original madre de Carrie White en la novela de Stephen King de 1974 Carrie, llevada al cine por vez primera por Brian de Palma en 1976, con Piper Laurie como Margaret White, la madre posesiva, la lectora de un solo libro (la Biblia), la secretamente cruel fanática religiosa que encierra a Carrie (Sissi Spacek) en el armario «por su bien» y que le dice que la menstruación es el castigo por sus pensamientos impuros.

Malcolm McDowell en La naranja mecánica (Stanley Kubrick, 1971).
Malcolm McDowell en La naranja mecánica (Stanley Kubrick, 1971).

O la versión cinematográfica del personaje histórico real de Joan Crawford, interpretado por otra actriz no menos notable que ella, Faye Dunaway, en la película de 1981 de F. Perry Mamita querida, sobre las memorias de Christina, la hija adoptiva de Crawford.

O esa Mary que en la película de Lee Daniels de 2009 Precious no solo maltrata a su hija, sino que se ahorra problemas «mirando a otro lado» cada vez (un caso especialmente común en las páginas policiales de la prensa, por cierto) que el padre la viola.

O esa Erica Sayers que Barbara Hershey interpreta en El Cisne negro, The Black Swann, la película de Aronofsky del 2010: una madre que controla e invade tanto la vida de su hija, Nina (Nathalie Portman) que entra hasta en los sueños y alucinaciones de esta, y aparece para quebrar sus deseos, sus fantasías y aun sus encuentros eróticos (reales o imaginarios), hasta que Nina logra escapar de ella –y así escapar también (lo que en este tipo de casos viene a ser lo mismo) de la desintegración final de la locura– al saltar por la última salida de emergencia que le queda abierta aún: la puerta que da a la muerte.

En fin, son unos pocos ejemplos de estos personajes aterradores que exorcizan el terror; la contrapartida tenebrosa, e igualmente exagerada, de la nívea versión sin sombras que acepta nuestra consciencia como única definición posible de la madre en general y de la nuestra en particular, pues inevitablemente el arte, la ficción, la fantasía dicen siempre lo que callamos todos.

montserrat.alvarez@abc.com.py

 Jacob y Wilhelm Grimm
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