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Y casi llegando a esa avenida, que hoy se llama Rodríguez de Francia, en la calle Independencia, queda la casa en la que vivimos desde el año 1935.
En ella, hacia 1950, mi familia, una de las más prósperas de esa cuadra en la que comenzaba el Barrio Obrero, era titular de una línea telefónica (la única, aparte de la del doctor Aníbal Delmás, ministro de Educación, cuyo domicilio estaba a unos metros del nuestro). Enfrente vivía don Eliodoro M., contador público de larga familia con hijos dedicados a las más diversas profesiones, desde un piloto naval hasta la menor, que abrazó la medicina y se casó con un compañero de facultad, excombatiente de la Guerra del Chaco.
Esta pareja de médicos también formó una familia numerosa, con unos siete chiquillos, mucho menores que yo, a los que a veces llevábamos a la escuela en auto. Este auto, casi el único del barrio, era producto de la sucesión de un poderoso comerciante de la calle Palma, importador de artículos alimenticios de categoría que le habían permitido redondear una fortuna y casar a su única hija con un paradigmático señor trabajador que alcanzó sitiales importantes en el gremio y en las instituciones sociales de la capital.
Aunque teníamos chofer, después de algunas lecciones rudimentarias que él me dispensó, yo lo alternaba al volante del Mercury de ocho cilindros, y quien llevaba a mi padre todos los días, al terminar la jornada, a visitar a los suyos, mis abuelos, era yo.
El teléfono y el auto eran para nosotros elementos de auxilio a nuestros vecinos, que tenían permiso para ser llamados a nuestro número, en cuyo caso completábamos el circuito de la comunicación convocando a gritos al eventual usuario.
El cariño de mi familia por los niños de la pareja de médicos era mucho, y el afán de sus padres por retribuirlo se traducía en la atención médica gratuita que nos otorgaban. Nuestra madre levantó («ohupi») a la primera de sus hijas en su bautismo, lo que, según nuestro pensamiento, era darle a mamá la condición de madre espiritual de la niña, que recibió el nombre de María Selva.
Cruzando la calle para visitarnos, los «niños de enfrente» compartían con nosotros sus horas de ocio, y mamá se afanaba en prepararles jugos de frutas, chipa piru y galletitas dulces, manjares de los pequeños de nuestra época.
A veces, en una suerte de espontánea antesala del catecismo que ya recibirían en vísperas del jolgorio de su Primera Comunión, mamá los entretenía con historias del niño Jesús, de la Virgen María, de San José, de algunos de los santos más conocidos por los niños, de los Ángeles del Ejército del Cielo y de otros personajes que, sobre todo al acercarse las Navidades, suscitaban su curiosidad, pues eran esos los días del año en los que podían ver y adorar a estas figuras fantásticas de los cuentos materializadas en el pesebre, con el cual se renovaban las narraciones ya escuchadas otras veces de la dueña de casa, que redoblaba también con esmero y abundancia los dulces, tanto como para provocar de vez en cuando dolor de panza a los visitantes, que, al despedirse, agradecían siempre las atenciones con la frase:
–Es muy lindo tu pesebre.
Recorrimos innumerables veces los pesebres también innumerables de nuestra niñez con el grupito de amigos del barrio cuando aún vestíamos pantalón corto, y en cada hogar disfrutamos, aunque más no fuera, de unos caramelos repartidos por los dueños de casa, que recibían de nosotros esa misma frase de gratitud y despedida.
Hasta que un día, en cierto lugar en el cual la generosidad fue soslayada, y el reparto de víveres omitido, uno de nuestros compañeros, en una especie de adelanto visionario de las llamadas «canciones de protesta», al terminar nuestra ceremonia le espetó a la señora titular del pesebre:
–Es muy lindo tu peseco.
Allá por los años cincuenta, en uno de esos días de verano con lluvia y fresco que, por inesperados, suelen ser enemigos de la salud de los pequeños, la madre de María Selva entró a casa a pedir encarecidamente el teléfono para llamar al pediatra de la niña, que, presa de una infección pulmonar, tenía mucha fiebre. La angustiada señora estuvo intentando durante largo tiempo, sin éxito, contactar con el facultativo, que no estaba en su casa ni podía ser localizado en las de otros pacientes.
Ya serían las nueve y media de la noche, y la desesperación crecía, cuando el padre de la enferma subió las escaleras y entró, hallándonos pálidos y llamando en vano al médico, que no contestaba. Los mayores cruzaron a casa de María Selva para tratar de auxiliarla; ya tenía más de 40 grados de fiebre.
A esta altura, mi padre sugirió que yo sacara el auto y fuéramos a buscar al doctor a su casa, cerca de la iglesia de San Roque. Y mi padre, el de María Selva y yo partimos raudamente, mientras mi madre y las demás mujeres que, enteradas del suceso, se habían reunido, rezaban, rosario en mano, la oración por excelencia para combatir los problemas de salud, a veces graves.
Al llegar, tocar el timbre y golpear la puerta con el aldabón, no hubo respuesta. Mi padre, que había divisado en el interior una lucecita filtrada por la persiana de uno de los balcones, me instó a trepar a este y golpear las persianas, con la instrucción especial de hacer todo el ruido posible.
Ante el escándalo producido conforme a mis rigurosas órdenes, en la habitación apareció la dueña de casa, una mujer bella en deshabillé de raso, a la que calmé diciéndole con suavidad:
–Señora, no se asuste, solo venimos a buscar al doctor.
Partió la señora hacia el interior y en menos de un minuto apareció el doctor, a quien, con palabras atropelladas, nuestro vecino informó de la emergencia y del grave estado de la niña, mientras mi padre lo increpaba por el tiempo perdido en nuestros vanos intentos de comunicarnos con él.
Una de las páginas de la Historia Sagrada que mi madre se había esmerado en transmitir a nuestros vecinos, «los niños de enfrente», hablaba de la encomienda que hace el Señor de cada criatura a un ángel de la legión celestial para que la vigile de cualquier mal, por lo que cada uno de nosotros tenía su ángel de la guarda.
Durante nuestro periplo angustioso, y ante la fiebre de la enferma, mi madre, probando como última ratio un tratamiento usado por la gente de menos recursos del interior, ordenó a una de las domésticas que sacara del aljibe un balde de agua fría, con la que empapó compresas en las que envolvió a María Selva, que, a nuestra llegada, tenía menos fiebre y, hablando en forma coherente, llamó a su mamá para que la acunara. En ese regazo tibio y tierno vimos que, entre sus ropas, la niña llevaba una imagen de su ángel de la guarda que mamá le había obsequiado luego de que hubo cumplido sus funciones de custodio en el pesebre.
Nadie se alegró más por el resultado de la feliz intentona de mi madre que el doctor, que aceptó trasladarse a casa a festejarlo con un trago y la felicitó por la acertada ocurrencia que según él había salvado la vida a la niña. Cuando nos vio llegar se aterró, pues en la inspección de la tarde la niña estaba muy mal:
–Por un momento pensé que ya me venían a pedir el certificado de defunción –comentó, ya en medio del general alivio.
Al otro día, al salir como de costumbre rumbo a mis ocupaciones, vi en el vestíbulo de su casa a la niña, en el suelo, acunar al Ángel de la Guarda que, tras seguir los mandatos sagrados, hoy podía dar el consabido parte:
–¡Misión cumplida, Señor!
aencinamarin@hotmail.com