El adiós a André Glucksmann

El filósofo francés André Glucksmann, que decidió enterrar el Mayo del 68 para repensar el espectro político moderno, acaba de morir el martes a los setenta y ocho años de edad.

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BASTA DE MAYO

A fines de la década de 1960 lo encontramos en el seminario sobre Hegel que dirigía Louis Althusser en la Escuela Normal Superior de París. Absurdo flequillo a lo Moe de The Three Stooges y vaquero. Sentado en la mesa para evitar el protocolo, con el desenfado progre de la época. Pero se lo recordará mejor por su irrupción en la escena intelectual europea de la siguiente década, la de los setenta, con otros treintañeros desencantados, mediático grupo de jóvenes cuyas críticas a las derivas totalitarias del marxismo tomaron por asalto primeras planas de diarios, tapas de revistas y platós televisivos, enfrentados a la generación anterior, la de los grandes, la de sus maestros –como Sartre, como Aron.

André Glucksmann, muerto el martes de cáncer a los setenta y ocho años, decidió enterrar el Mayo del 68, vuelto a su juicio un fetiche, y, como tal, un ídolo intimidatorio para las nuevas generaciones. Libros como La Cuisinière et le Mangeur d’Hommes. Réflexions sur l’État, le Marxisme et les Champs de Concentration (París, Editions du Seuil, 1975) y Les Maîtres Penseurs (París, Éditions Grasset, 1977) lo hicieron célebre en una época en que la crítica al marxismo no era necesariamente popular entre la juventud universitaria francesa.

Crítica airada, escrita tras la lectura de El Archipiélago Gulag, de Solzhenitsyn.

LA SOMBRA DE LA GUERRA

En ese giro radical desde sus posturas de izquierda, el joven y desengañado Glucksmann afirmó que el verdadero anhelo del marxismo no era la libertad, sino el control; que quienes odian la anarquía del mercado no la odian, en el fondo, porque esté asociada a explotación alguna, sino porque realmente es eso mismo, anarquía, y pasó así a engrosar las filas de los renegados o desertores de sus posiciones primeras y más «idealistas» (como se interpreta habitualmente este tipo de viraje).

Nacido en Boulogne-Billancourt (Hauts-de-Seine) el 19 de junio de 1937, en una familia de refugiados judíos, bajo la larga sombra proyectada sobre Europa por la Segunda Guerra Mundial, pasó su niñez escondido de los nazis, su padre murió en la guerra y su madre se unió a la Resistencia. Tras publicar Le Discours de la Guerre. Théorie et Stratégie (París, Editions de L’Herne, 1967), se desató el Mayo del 68 y Glucksmann, que era asistente de Raymond Aron en la Sorbona, participó activamente, como casi todos los intelectuales de la época. Cercano al inicio al Partido Comunista Francés, se volvió tempranamente maoísta y defensor de la Revolución Cultural China.

LA METAMORFOSIS

Pero la publicación, en 1974, de El Archipiélago Gulag, de Aleksandr Solzhenitsyn, lo hizo cambiar de dirección. Cambio que se concretó, en 1975, en gestos claros: ruidosa ruptura con el socialismo, denuncia de la tragedia de los balseros que intentaban salir del Vietnam comunista, y publicación de La Cuisinière et le Mangeur d’Hommes, antes citado libro que compara el nazismo y el comunismo y que, con afirmaciones como aquella de que «el marxismo no produce solamente paradojas, sino también campos de concentración», cayó cual pedrada en el rostro de una intelectualidad francesa en su mayoría aparente o realmente –según cada caso, digamos– marxista.

A decir verdad, las críticas de Glucksmann y de los «nuevos filósofos», críticas fundadas en una suerte de identidad atemporal entre «totalitarismos» de todo signo, y que equiparan a Platón, Hitler y Marx, para oponerlos a un ideal democrático, si me permiten opinar, me parece, personalmente, poco original (por mi parte, la he leído ya en Russell, en Popper, en muchos autores) y, en parte por ello mismo, poco profunda –ahistórica, ante todo–, pero creo que lo políticamente incorrecto siempre es refrescante y necesario, y estas ideas lo fueron en vastos e influyentes círculos en su momento. Por otra parte, tratándose de estas «diferencias ideológicas», es bueno recordar, en honor a la ocasión fúnebre, que, en 1977, Glucksmann logró convencer al mentor de la izquierda francesa, Jean-Paul Sartre, y al liberal Raymond Aron, de que marcharan con él al Eliseo a tratar, entre los tres, de convencer al presidente, que era Valéry Giscard d’Estaing, de que ayudara a los refugiados vietnamitas. No deja de ser un bonito y curioso souvenir aquella imagen.

LES NOUVEAUX PHILOSOPHES

Rotulado como uno de los «nouveaux philosophes» –con Bernard-Henri Lévy, Guy Lardreau, Jean-Marie Benoist, Pascal Bruckner, Christian Jambet, etcétera– que cual rockstars surgen en la Francia de fines de los setenta, Glucksmann rompe con lo que se diría (sea esta lo que fuere, que no me parece algo, en absoluto, claro) oficialmente «la izquierda».

(Observación interparentética: En una entrevista en el 2007, cuando apoyaba a Sarkozy, dijo que su voto era por el candidato «más a la izquierda», lo que no significaba que fuera «un candidato de izquierdas», y añadió: «A los dieciocho vi a los socialistas mandar a medio millón de soldados a la última guerra colonial en Argelia, y luego vi al Partido Comunista aprobar la represión de Budapest. Desde entonces, qué es o no de izquierda me lo dice mi conciencia. Hoy Sarkozy da las soluciones más eficaces a la miseria». Glucksmann, en fin, siempre se consideró… ¡de izquierda! Lo cual no simplifica precisamente las cosas. Pero las pone más interesantes. Cierro el paréntesis.)

Las posturas de Glucksmann llegaron a ser, con perdón, extrañas, por decirlo de una manera suave. Así, su apoyo al intervencionismo (la intervención contra la Serbia de Milosevic en defensa de la minoría kosovar durante la guerra en la antigua Yugoslavia, o la intervención posterior de Estados Unidos en Irak), o el recién mentado apoyo, en las elecciones presidenciales de Francia en el 2007, al señor Sarkozy, un ser que no necesita adjetivos. Pero como perder un interlocutor nunca es perder poco, y como, además, acertara o no, Glucksmann se pasó la vida jugando a la prueba y el error, y eso merece respeto, dicho todo lo anterior haré un pedido, en su nombre y en el de todos los demás filósofos que en el mundo han sido. Que, incluso ante sus más extrañas posturas, no lo juzguemos precipitada ni tendenciosamente. Sobre todo porque juzgar de esa forma parece ser algo cada vez más impune, más frecuente y más fácil para (sea, encore, esta lo que fuere, que tampoco lo tengo, en absoluto, claro) la «opinión pública».

juliansorel20@gmail.com

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