El castillo de Enrique Tudori

Francesca está encerrada, grita pidiendo socorro, pega las manos y su boca a los vidrios infinitos de las puertas y de las ventanas ojivales, pero nadie acude. Catalina, Nora, Angélica y María la observan desde el patio de los crisantemos, pero ella no puede verlas, son invisibles a los ojos humanos. Si Enrique no la libera, Francesca las acompañará en muy poco tiempo.

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—¡Qué hermosa casa! ¡Parece un castillo!

—Y usted puede ser su princesa —le había dicho Enrique Tudori la primera vez que la vio.

Francesca había salido de la casa de sus padres para lanzarse al mundo, sin ningún remordimiento. Hermosa, siempre hallaba un lugar donde comer y dormir. Era parte de una troupe de artistas que recorrían el país y actuaban para millonarios esnobs, en sus mansiones. También representaban sus obras en plazas de pueblitos humildes o en salas de teatro incómodas y deslucidas que no habían sido abiertas durante muchos años. En el castillo de Enrique habían presentado un entremés muy antiguo, del siglo de Oro español, y él, sentado en el borde de la pileta —ahora vacía y sucia—, se mesaba la barba pelirroja y le lanzaba guiños de sus crueles ojos verdes.

Francesca ya había decidido dormir con él. Durante la visita guiada, Enrique le había mostrado su dormitorio, inmenso y redondo, en la torre principal. Vio las sábanas de raso, los tapices gastados y valiosos, y tuvo ganas de lujo, de molicie, de sensualidad. Sí. Francesca dijo sí a la tácita invitación del dueño del castillo. En el elenco nadie lo conocía; el productor dijo que era un excéntrico.

Francesca está semidesvanecida, la sed y el hambre la vencen y el sueño es un refugio. Se ve feliz, riendo en el lecho de Enrique. Él hacía preguntas y se impacientaba. ¿Dónde aprendiste eso? ¿De dónde saliste, mujer hechicera?

Después, otra vez la pasión que parecía inagotable y que lo mantenía prisionero de los brazos de esa misteriosa actriz. El cuerpo de Francesca se arqueaba y su piel blanquísima era como un mar de leche que invitaba a Enrique a sumergirse en él. Ella sonaba como un arpa, con tonos delicados y agudos ante las caricias de Enrique que traían placer y dolor a la vez.

—Enrique ¿cómo puedo llegar al pueblo?

—¿Y para qué querés ir al pueblo?

—Para conocerlo, hace casi un mes que vivo aquí encerrada, tengo ganas de salir un poco, quiero comprar cosas que me hacen falta, para teñirme el pelo, champú, alguna sombra para los ojos…

—Hacé la lista de lo que necesitás y Brunilda te va a comprar todo.

—¿Brunilda? ¿La mucama? Pero soy yo la que tiene que elegir el color del tinte y el de la sombra… y el champú… ¿Qué te pasa? ¿Por qué me mirás así?
—Porque sos mía y no quiero que salgas sola.

—Pero…

Un abrazo de oso terminó la discusión y, al día siguiente, las flores, el brazalete, el desayuno en la cama y un estuche de maquillaje silenciaron las protestas.

El otoño iluminó con hojas doradas un árbol bellísimo, fue el único que perdió sus verdes en ese jardín agreste de Enrique. Francesca solía pasear por el jardín, buscando algún ave caída o una flor extraña, pero había pocas. También buscaba alguna puerta oculta, una grieta en la muralla de más de tres metros de altura y con rejas puntiagudas en el tope para impedir la entrada de invasores y también para que nadie saliera sin permiso del amo. El perfume de los eucaliptos le hacía recordar unas vacaciones cerca del mar ¡que lejanas le parecían! Se preguntaba constantemente cómo saldría de allí, no se atrevía a admitir que temía a Enrique Tudori. Lo había intentado todo, con cariño, con besos, con razonamientos, pero Enrique siempre respondía lo mismo: “Sos mía y no quiero que salgas”, y cada vez lo decía con mayor fastidio, como indignado porque ella quería algo tan natural como su libertad para ir donde la llevara el viento.

Fugarse sería muy difícil, pero tendría que intentarlo. No sabía dónde estaba. En el castillo, con sus salones y galerías, no había visto un teléfono. Francesca pensaba y pensaba, estaba segura de que la solución saldría de su ingenio.

Enrique trataba de hacerla feliz a su manera, autoritaria. Una tarde, al verla sentada en la terraza que miraba al Sur, inmóvil y con expresión triste en el rostro, le dijo:

—Francesca, vení; decidí hacerte un regalo muy importante para cuando vuelvas al teatro. Estoy seguro de que te servirá de mucho.

El teatro, su vuelta al teatro… el corazón le comenzó a latir sin descanso y trató de usar su voz de manera que pareciera indiferente: —¿Qué es?

—Es una sorpresa, te va gustar mucho, además vas a conocer la otra parte de mi castillo, nunca te llevé ahí todavía.

Cruzaron el jardín y caminaron hasta el pabellón que siempre estaba cerrado, con telarañas espesas tejidas en los ángulos de las puertas grandes y pesadas. Enrique tomó un manojo de llaves de su bolsillo y abrió las dos hojas. Un olor a humedad y a algo indefinible los recibió. Caminaron por un pasillo ancho, flanqueado por varias puertas cerradas, en medio de la oscuridad, solo aliviada por la luz de una linterna que Enrique llevaba. El sitio semejaba el pasillo de una cárcel y las puertas de los costados eran, para Francesca, puertas de celdas. Trató de calmarse, tenía miedo, aprensión. Se detuvieron ante una puerta angosta pero maciza, Enrique la abrió y entraron a una habitación grande. El dueño de casa iba dando luz al cuarto cuyo único mobiliario eran las lámparas apoyadas en el alfeizar de la ventana alta también cerrada, que enfrentaba la puerta.

—¿Ves bien ahora?

—Sí, veo bien. ¿Qué es esto?

—Es un antiguo vestidor —y en tanto hablaba iba abriendo las puertas de armarios ubicados a los costados, cubriendo las dos paredes.

—¡Mirá, mirá cuánto vestuario, mirá todos los vestidos y abrigos y sombreros! Elegí lo que quieras, todo es para vos, mi mujercita.

Francesca, con los ojos desorbitados veía las ropas llenando los placares, las faldas multicolores, los abrigos de piel. Le parecían muy antiguos. Estaba muy sorprendida.

Este fue el vestido de María Antonieta, lo estrenó en una fiesta de carnaval, en Versalles, y este lo usó Nora, la de Casa de muñecas. Y esta es la túnica de Helena de Troya…

Él se exaltaba a medida que iba sacando los vestidos y los arrojaba al piso.

—¿Viste todas esas obras? ¿Cuándo se representaron aquí?

—¿Obras? Ja, ja, ja…

—Nunca dije que vi esas obras, estas ropas fueron de ellas, de verdad, las conocí a todas. Todas eran infieles, traidoras, todas murieron como se merecían ja, ja, ja…

Francesca se agacha para tomar un vestido que parece leve, de gasa blanca con pequeñas flores estampadas. Le parece que es un canto a la primavera. Lo alza y descubre en el talle una mancha, grande, de tono marrón oscuro. En el lugar de la mancha la tela se ha puesto dura.

—Que pena que tenga esta mancha, es tan bonito este vestido.

—Sí, es una pena, pero la sangre se borra con agua y jabón.

—¿Quién era la dueña? ¿Qué le pasó?

—Era Ana, Ana Bolena.

De pronto Enrique abre otra puerta del armario y le muestra una túnica de color blanco, muy transparente.

—Con este atuendo murió Desdémona —lo tiende hacia Francesca, como forzándola a ponérselo. Ella trata de fingir que no siente miedo y con tono de broma dice: —¿Otelo también murió, verdad?
Enrique la mira y ella no entiende la expresión de sus ojos, ya no hay en ellos pasión ni amor, parecen un lago turbio con algo muy maligno moviéndose en el fondo, ella no ve casi nada, se imagina que él trama algo, pero se siente indefensa.

Enrique tira las llaves al piso.

—Te dejo las llaves, podés elegir tranquila la ropa que quieras. Yo salgo de viaje.

—Pero ¿cuándo volvés? ¿No podés llevarme?

—No, no sé cuándo volveré. Si querés te podés quedar aquí o si no en el ala principal.

Las lámparas se iban apagando y la oscuridad ocupaba la habitación, Francesca se colgó del brazo de Enrique.

—Quiero quedarme allá, donde vivimos.

—¿No te gustó ni un vestido? ¿No vas a volver a actuar?

—No, yo quiero que me lleves contigo, Enrique.

—No puedo.

Las llaves dieron varias vueltas encerrándola en el salón principal del castillo. Enrique se ha ido hace tiempo, pero el sonido de esas llaves encerrándola persigue a Francesca, resuena sin parar dentro de su mente. Hace días que está sola, sin comida, sin agua, esperando el final. Las otras, las de antes, saben que ya falta poco para que se reúnan todas, ingrávidas, leves…
Lambaré, 28 de diciembre de 2010.

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