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El Jardín de las Delicias presenta un tríptico clásico, entre cuyos paneles el más tedioso parece ser el destinado al cielo, dominado por la figura central del Cristo vigilante, autoritario. Los humanos contemplan, de forma pasiva, y no participan del Mundo. Ahí las delicias y lo bizarro, concentrados en el foso inferior del primer panel, parecen ser provincia exclusiva de lo animal. El único exceso permitido aparece en las morfologías animal, vegetal y mineral: amigablemente monstruosas o coreográficamente organizadas.
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La placa central tiene mucho de placer infantil, desvergonzado. Lo primero que me viene a la mente cuando pienso en el Jardín de las delicias de El Bosco es el recuerdo de una exploración erótica que desconocía límites y categorías: una suerte de búsqueda pansexual que erotizaba objetos y fenómenos, como el calor del sol sobre zonas del cuerpo que la mayoría de las veces estaban cubiertas; la textura de los insectos que colectaba en el patio del fondo de una casa en Ciudad del Este; o la de las plantas y las frutas en los labios o por encima de los párpados. Cosas por el estilo. Es como una orgía excesiva esa hoja del panel, pero una orgía feliz. Antes de aprender la vergüenza.
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El infierno del Jardín… nunca me pareció un infierno, una representación de los castigos a los cuales los sujetos entregados al exceso del placer podrían ser sometidos. Pero quizás sea una interpretación mía nomás, una que trate de salvar la composición de su carácter aleccionador: antes bien, pienso en esa tercera hoja del panel como en el contrapunto de la orgía feliz, el reverso siniestro de la orgía alegre, que sin esa antítesis sería una orgía tonta y burguesa, desprovista de la suciedad del mundo: esa que reposa en los darkrooms de la vida.
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Hay un sabor a impostación en la orgía en el desierto de Zabriskie Point de Antonioni –que me parece una de esas citas «ilustres» del Bosco–: como si se correspondiera con ese espíritu burgués que se presenta con cierta compostura. Ya en el plano local, pienso en La capilla Sixtina de Ricardo Migliorisi, que me hace pensar más en ese horizonte infantil, en el cual el propio cuerpo es la primera ludoteca.
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El primer temor que me produce El Bosco es el miedo al placer en público. No tengo una pizca de espíritu exhibicionista. Creo que esa vigilancia del Cristo de la primera hoja del panel representa muy bien eso: no podría, de ninguna manera, tener un orgasmo en público. Y tampoco es que sienta el impulso de correr feliz y desnudo por los jardines. Antes bien, pensaría en esconderme en la oscuridad. Me gusta la luz apagada.
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Creo que hay un pasaje en mi novela Xiru que podría estar inconscientemente inspirado en El Bosco: Antonio y Ceferino tienen encuentros sexuales en un cementerio; revuelven cadáveres y después se revuelcan en un panteón. Por las noches, Antonio llega sucio de tierra a su casa, y la última noche llega medio animal, lamiéndose las piernas.
* Escritor