Delante de la Oscuridad, de Victorio Suárez

Desde hace años estamos alertas a las palabras nuevas. Desde hace años percibimos los estremecimientos y balbuceos de nuevas criaturas, y sentimos en nosotros mismos y en las voces mucho tiempo sofocadas de nuestra patria como un tibio aliento de nacimientos: la nueva poesía; así recibimos este libro de Victorio Suárez, como un nuevo latido del arte en nuestro país, como la reafirmación de la voz poética ya consagrada en volúmenes anteriores.

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Sabemos que en ese estrato social que suele llamarse pueblo la risa es más pura, el sufrimiento más vivo, la palabra más sincera; encuentro que Suárez habla para ese pueblo que siente y sufre, recuerda a la gente desposeída a quien ama. Es difícil el oficio del poeta, el único que tiene un sentido y una esperanza.

Los hombres esperan las palabras del poeta, pero no olvidemos que la vida es comunión, que sus versos logran la comunicación con su pueblo, que no es otra que cosa que una mirada compasiva ante su abandono, su miseria, su dolor: “Nació, gateó y perdió su niñez en la basura. Comió, bebió, copuló, engendró hijos también en la basura. Tiene color, cara y sueños de cartón”. (p. 126).

Decimos con Ezra Paund vale más presentar una imagen en toda una vida que presentar obras voluminosas; el poeta Suárez nos entrega una obra en la que va su vida o, mejor, su visión de la vida y de la muerte. Poesía pensada, economía de palabras y secuencia de la frase musical no como un dogma, sino como consecuencia de una larga meditación, en el poema. Este pueblo se lee: “Este pueblo reducido a la mínima esencia/y carcomido por los gusanos del poder,/ es una imagen fantasmal/ una triste y enorme pobreza ahogada/en un estanque de angustia y violencia”. (p. 131).

No emplea una sola palabra superflua ni un solo adjetivo que no sea revelador como en: “Los niños de la calle hablan todos los días/desde sus poros mórbidos,/enfrentan la indiferencia, el desprecio,/las enfermedades terminales y el moho”. (p. 135).

No mezcla una abstracción con lo concreto. No teoriza. No describe, sus versos austeros y ligeros revelan: “Los niños de la calle/ se bambolean con sus sueños anclados/ en alguna esquina de la ciudad/ están tristes como los perros que olfatean la misma soledad”. (p. 135).

Solo la emoción perdura en cada verso como en Vertical: “Sobre el temblor vertical del cielo moribundo/ se dispersan las almas prisioneras/ ignorando la rosa de los vientos”.

Menosprecio hacia la erudición. Su materia la conciencia humana es más complicada que el número y el espacio. He aquí unos versos que ilustran: “Finalmente me ha vencido el tiempo/ Las palabras se resecaron lentamente/ Y mis arterias ya no responden a las emociones”.

Se pueden encontrar en la profundidad y no solamente en alguna novedad superficial. Versos nihilistas como: “En sus alas viajan las almas/ que surcan hacia el sol/ o tal vez /hacia la nada que nunca tuvo huella/ en las bandejas del horizonte lejano”. (p. 31).

Su obra es fiel a la conciencia humana así como a la naturaleza del hombre y la presencia constante de la muerte; que conmueve al lector solo mediante la claridad como en el poema Polvo: “Cuando los ojos mueren,/se fractura el espíritu/y nos convertimos/ en polvo que camina hasta borrarse”. (p. 16).

Sabemos que en los tiempos como el nuestro, en los que acontece una mutación, una afirmación de valores en los que la materia humana y social fermenta como un crisol esperando ser decantada en nuevas formas, Victorio nos sorprende con estos versos: “Ya no me importa mirar ni comprobar/ que hay luz y pájaros en las azoteas./Todo va quedando en este abanico de asfalto/ en el color del cemento que ensucia mis narices cuando respiro”.

Ante una página escrita, olvidamos el ser hombre y que un hombre nos habla. El poeta, el obrero de la fantasía inteligente, debe ante todo, aceptar el destino, estar de acuerdo consigo mismo y esto lo comprobamos así: “Estuvimos anclados en el tiempo /como si este fuera el rincón más cercano, al paraíso…Y la niñez con la adolescencia pasaron como un soplo/vertical de sueños tangibles”. (p. 110).

El ritmo del verso que usa el poeta surge con la visión que tiene con la experiencia poética que va a expresar y su uso no es una decisión enteramente voluntaria. En poesía, en arte, no hay fondo y forma como pretenden los críticos al estilo Menéndez y Pelayo, a lo más sería posible hablar de visión y expresión, compenetradas ambas en un todo que es el poema. Así, Victorio Suárez no es como esos poetas que se recrean y se satisfacen en su propia pena, llenos de lástima para con ellos mismos, aunque el dolor, el desengaño, la desilusión estén detrás de sus versos, lo decisivo es el gesto de valor, gesto en el que tampoco hay reto ni desafío al mundo, porque se aligera al peso sentimental con la expresión. Él escribe: “Llega el cansancio como extraña fatiga que mata la piel. Después de leer la réplica de luz/ se va el alma con síntoma descolorido. Uno ya no quiere contar los días. El cuerpo se va tumbado. Después de tanto arrastrarse sobre pedazos de ilusiones y sueños que murieron. Es penoso creer pero la vida/ dobló en la última esquina de los años que pasaron”.

Para Luckacs, la literatura no existe fuera del realismo y si examinamos la obra de Victorio Suárez mucho más que cualquier formalismo, nos llama la atención su visión del mundo, su afán de radical sinceridad lúcida, implacable frente a todas las hipocresías y convencionalismos, pero este libro de Victorio rebasa lo puramente sociológico que ve la obra fuera de su creador como un hecho aparte, social o colectivo. Me interesa afirmar que lo individual se yergue para reflejar al yo interior abismal y si se pretende penetrar en la entraña de la obra misma, en sus últimos reductos, en los más misteriosos secretos de su génesis, nos encontramos con el poeta, nos encontramos Delante de la Oscuridad, ¿será el secreto? ¿será el abismo? No, es la muerte, la nombrada en diversas formas, la que convive con el hombre, con la vida, con el verso, con el poeta e invade el mundo oculto de la conciencia y de la inconciencia, de los sueños fugitivos, los recuerdos olvidados, los amores traicionados, el presentimiento del silencio definitivo cuando solo Dios permanece.

Ya Manrique decía: “El poeta que no tenga muy marcado el acento temporal estará más cerca de la lógica que de la lírica: Victorio con su mirada incisiva sobre el cartonero de Cateura o a su país, el Paraguay, que se debate en el ‘lodo de la miseria’ o el pueblo de los vendedores ambulantes, el chiperito, el pueblo sin hospitales con manicomios poblados de enfermos; esos son los signos de su tiempo que leemos en sus versos”.

Es el poeta que canta a la muerte, el de los sueños rotos, el que increpa a su pueblo por no saber elegir a sus gobernantes, el que nos recuerda a todos que somos responsables de lo que sucede y nos dice: “Nadie se salva, seguimos igual/y nunca aprendemos/elegimos lo mismo, comemos lo mismo/nos plagueamos lo mismo/y sin darnos cuenta/siempre animamos el festín”. (p. 134).

El libro es muy rico, dividido en tres partes bien diferenciadas; sin perder el acento intimista en la primera parte en Crepúsculo certero, reflexivo y filosófico en la segunda parte en Manos que se esfuman, y una mirada crítica de denuncia en tercera persona en la tercera parte Vidriera de difuntos. Creo que con estos poemas Victorio Suárez liberó a los fantasmas que lo habitan, convive con la idea de la muerte, y reflexiona amargamente sobre el destino de la patria y de su gente.

Concluyo: este es un libro importante que nació para situarse entre las obras más destacadas de la poesía de nuestro país; es poesía que perdura, sus poemas permanecerán, son para la gente de su pueblo, y digo con el poeta porque el compás del tiempo irá trazando círculos en sombras diferentes para las nuevas generaciones que mirarán otros espejos del alba.

Editor: Alcibiades González Delvalle - alcibiades@abc.com.py

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