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«Hace ocho años moría en Moscú el gran poeta Vladímir Maiakovski. Se suicidó de un tiro, por desengaños amorosos», comenzaba la nota. «Conmemoramos aquí al gran demócrata y al ferviente antizarista», concluía. No había cómo tratar con ese joven, Monteiro Rossi: sus obituarios y efemérides eran todos así. Hubiera debido tirarla a la papelera, pero, sin saber por qué, la guardó en la carpeta de «Necrológicas», sostiene Pereira.
Pereira no parece coincidir en nada con su redactor de obituarios, el joven Monteiro Rossi, pero están más cerca de lo que cree. Tanto que, cuando la policía asesina al muchacho, él, Pereira, director de la página cultural del diario Lisboa, burla la censura y denuncia el crimen en ese diario que apoya al régimen. Dice así Pereira la verdad en las narices del poder, desde el interior del monstruo, con un impacto mucho más universal que si lo hubiera hecho en un medio de izquierda, donde sería previsible y nada nuevo diría a sus lectores, pero corre también mucho más peligro y paga mucho más caro hacerlo. No era la muerte, sino, a través de la muerte, frente a la muerte, contra la muerte, la defensa de la vida lo que unía a Pereira y Monteiro Rossi. Ya con la denuncia, ya con el fraterno reconocimiento, Monteiro Rossi escribía obituarios de hombre vivo que amaba la vida, y, cuando fue muerto, con la misma enérgica reivindicación que rebosaban los obituarios escritos por ese filósofo metido a periodista, y asesinado, fue que Pereira escribió el suyo.
Pereira había rechazado la nota de Monteiro Rossi sobre Lorca porque hablaba de las oscuras circunstancias de su muerte, y ahora él, en el obituario de su joven redactor, señalaba a los sicarios del gobierno como asesinos. Pereira le había dicho a Monteiro Rossi que Lorca era un subversivo, y ahora él, en el obituario de Monteiro Rossi, denunciaba a la policía por homicidio. Y Pereira publicaba ese póstumo, incendiario homenaje a su joven escritor de obituarios en Lisboa, en 1938, en los años terribles de la dictadura de Salazar, y en aquel diario que apoyaba al régimen.
Entiendo un poco a Monteiro Rossi: también seguí filosofía, no periodismo, también llegué al periodismo para pagar el alquiler, también recibí, ya trabajando en un diario, este tipo de encargos –escribir obituarios– sin buscarlos, desde el día en que inesperadamente murió un gran escritor y nadie, al parecer, fuera de mí, lo había leído, tampoco yo sigo, sensu stricto, las normas habituales en el subgénero de los obituarios, también a mí me gusta llenarlos de futuro. Ni él ni yo los elegimos ni los inventamos, pero yo también descubrí que en ellos, como en todo, puede haber poesía. También soy muy distinta de Monteiro Rossi, que murió de modo horrible en plena juventud y que escribía sobre todo obituarios, mientras que en mi caso no es cierto ni lo primero ni lo segundo.
Lo segundo, sin embargo (quién sabe por qué secretas frustraciones o tristezas), me entero, por azar, de que se me atribuye con fines insultantes, lo cual, lamentablemente, afecta al oficio, y aunque no sé ni pienso saber los detalles de tales insultos, no los necesito para defenderlo. No quisiera ser motivo, ni aun involuntario, de que se reste dignidad al trabajo de los verdaderos –yo no lo soy– escritores de obituarios.
Si Monteiro Rossi hubiera vivido en Paraguay, sostiene Pereira, también lo hubiera atacado la policía: los malos escritores, que harían chistes fáciles y malos cuentos –las mentiras no son lo mismo que las ficciones: con ficciones sí se hace buena literatura–, etcétera, etcétera, sostiene Pereira.
También entiendo algo a Pereira. Los pocos artículos (no sé si son obituarios, sensu stricto) sobre seres memorables inesperadamente desaparecidos que he escrito los he escrito mucho más por amor que por deber, o por algo que es amor y deber al mismo tiempo, sentimiento poderoso que hace que Pereira decida convertirse en prófugo escribiendo el obituario de su redactor de obituarios, «Asesinato de un periodista»:
«Se llamaba Francesco Monteiro Rossi, era de origen italiano. Colaboraba en nuestro diario con artículos y necrológicas. Escribió textos sobre los grandes escritores de nuestra época, como Maiakovski, Marinetti, D’Annunzio y Lorca. Aún no están publicados, mas quizá un día vean la luz. Era un muchacho alegre, que amaba la vida pero a quien se había encargado escribir sobre la muerte, labor a la que no se negó. Y esta noche la muerte vino a buscarle. Mientras cenaba en casa del director de la página cultural del Lisboa, el señor Pereira, autor de este obituario, entraron a la fuerza tres hombres armados. Dijeron ser policía política, pero no mostraron documentación. Se debería excluir que en verdad lo fueran, porque iban de civil y porque suponemos que la policía de nuestro país no usa estos métodos», empieza. «Los dirigía un hombre bajo, flaco, de bigote y perilla, al que llamaban comandante y que llamó a los otros dos por sus nombres. Si no eran falsos, se llaman Fonseca y Lima», sigue. «Mientras el hombre delgado y bajo reducía con su pistola a quien esto escribe, Fonseca y Lima arrastraron al dormitorio a Monteiro Rossi para, según declararon, interrogarle. Quien escribe oyó golpes y gritos sofocados. Luego dijeron que habían hecho su trabajo. Los tres dejaron rápidamente el domicilio de quien escribe amenazándole de muerte si divulgaba el suceso. Quien escribe fue al dormitorio y solo pudo constatar la muerte del joven Monteiro Rossi. Apaleado con saña, los golpes, con una porra o la culata de una pistola, le hundieron el cráneo. Su cadáver se encuentra en el piso dos de la Rua da Saudade número 22, en casa de quien esto escribe. Monteiro Rossi era huérfano y sin familia. Estaba enamorado de una muchacha bella y dulce cuyo nombre no sabemos. Sabemos de su cabello cobrizo y su amor por la cultura. Si nos lee, reciba nuestro sincero pésame y afectuoso saludo. Invitamos a las autoridades competentes a vigilar atentamente estos casos de violencia, que a su sombra, y tal vez con la complicidad de alguien, se están perpetrando hoy en Portugal.»
Si la pequeñez produce tedio, también hay, por fortuna, nobles y grandes obras de buenos escritores, como Tabucchi, a quien hoy hemos citado tanto y que supo hablar de los obituarios con generosidad y con belleza.
No me avergüenza decir que admiro a los grandes escritores de obituarios. Tampoco creo que ese género deba ser excluido de página cultural alguna.
Contra la muerte, que separa a los que callan de los vivos, que levanta un muro de frío y de silencio entre los que aún somos y los que ya no son, la memoria, pese a todo, por amor se dirige a la posteridad. Esto es cultura.
Contra la muerte, que interrumpe el diálogo entre las personas, que separa la existencia de la nada y a los vivos de los muertos, la memoria desafía al tiempo y al olvido para seguir conversando y para llevar consigo al otro rumbo al porvenir. Esto es cultura.
Desde el más antiguo desamparo, desde el misterio de la falta de un miembro de la tribu en la profunda noche paleolítica, la palabra, que nombró al ausente en torno a la hoguera para así devolvernos su presencia, sigue saludando para siempre al otro más allá del ser.
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