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«Y por fin esas gruesas alas negras, con su mancha como un ojo vidrioso en cada una y un tinte púrpura sobre los curvados extremos anteriores, aspirando finalmente muy hondo bajo el impulso de una dicha íntima, subyugante, casi humana». Vladimir Nabokov: «Navidad».
Lambaré, Funky Town
Mi recuerdo bergmaniano de infancia es una imagen navideña, perdida y vuelta a recuperar por fragmentos manteniendo su enigma, su magia. El descubrimiento de la linterna mágica es para el cineasta sueco la escena crucial de su infancia, según su autobiografía. Yo, más modesto, les hablaré de mis días de infancia navideña (y de su tesoro oculto) en un pequeño barrio de Lambaré. Es, en el fondo, un recuerdo, más que bergmaniano, sandormaraiano; un recuerdo guardado hasta hace muy poco que de repente eclosiona en la conciencia y desestructura el piso sobre el que basamos nuestra existencia y visión del mundo.
De mediados de los setenta a inicios de los ochenta (recuerdo alguna Nochebuena en la que sonaba Funky Town) se extiende el marco temporal de esta peregrinación sin fin visitando pesebres navideños. Tiempos de Navidad aún no imperialista, aún no yanqui, sin los pinos de plástico ni la caliente ropa roja de Papa Noel que hoy delatan su decadencia total. Casi cada vivienda del barrio Santo Domingo de Lambaré erigía su pesebre, modesto, algunos apenas una miniatura de pasto y terracotas, otros de tacuara y melones y sandías, todos con su Niño, siempre de dimensiones ultrahumanas con respecto a los coprotagonistas del magno evento planetario. Estos generosos hogares que abrían sus puertas ofreciendo su don navideño esperaban la reciprocidad de las visitas, sobre todo de los niños, a quienes intentaban ganarse con señuelos de los más ingeniosos y conmovedores. Regalaban a la visita, una verdadera troupe infantil, con clericó hecho de naranjas exprimidas, gaseosas a veces, y frutas en rodajas… con mucha azúcar. La infaltable sopa paraguaya salaba a veces la reunión, ¡la única sopa sólida del mundo! Y el niño de la casa en cuestión desafiaba a un ñembokapupara guasu; el arsenal siempre incluía ajitos, buscapiés, cebollitas y, la joya de la corona, bombitas explotadas con la hondita zumbante contra cuanta pared bien encalada hubiese a mano. Una casa, frente a la casa de los Verdún, los herreros del barrio, ofrecía un pesebre singular, preparado por una pareja de ancianos solitarios, sin hijos. Allí les quiero hacer entrar con mis letras y recuerdos dubitativos hoy, víspera de Navidad, queridos lectores posmodernos (para aliviarlos de la saturación de la horrible estética del realismo capitalista en el que flotamos, zombis, sin pena ni gloria).
La casa de los muñecos mecánicos
La casa que habitaba la pareja de ancianos, habitualmente, en días profanos, era una carbonería. Uno iba allí con su bolsita y compraba carbón por kilo, uno o dos kilos, para cocinar puchero en el brasero de hierro. Apenas cruzaba más palabras con el anciano-artista, carbonero-mago replegado estoicamente en su mutismo de trescientos sesenta días al año. Ese espacio se convertía, se trasmutaba, en tiempos de fiestas navideñas, en una especie de granero o pesebre auténtico, invadido en esos días sacros por muñecos mecánicos. Diríase que los duendes o geniecillos del hogar adquirían vida en esa época y tomaban la casa a su antojo. Aunque se adivinaban, e incluso se vislumbraban entre el disfraz de los muñecos mecánicos, los caños que los movían en su coreografía anual, la impresión, para un niño recién desvirgado por el satanismo de la tevé en blanco y negro, era maravillosa. Oh, ¡qué belleza sin par el cristianismo barroco!
En el país «futurista» del stronismo (el Manifiesto Futurista propiciaba la demolición de los museos, precepto que el stronismo cumplía a rajatabla sin tener conciencia de su vanguardismo), ese país entonces sin museos, estas peregrinaciones navideñas equivalían a una verdadera iniciación estética. Mi defensa, sin embargo, se limita a este maravillarme de los repliegues de la memoria; nunca, hasta ayer, hubiera imaginado que en las abisales profundidades del cerebro incubara tal vivencia. No llego a plantear, como el filósofo yanqui-australiano McKenzie Wark (autor de General Intellects. Twenty-one Thinkers for the Twenty-first Century, 2017), una defensa de la navidad nórdica de árboles de pino y regalos para niños. Es más, Wark sueña con sustituir el arte (hoy en manos de vulgares mecenas que solo buscan, como el Ebenezer Scrooge de Dickens, la rentabilidad inmediata desoyendo la bella tradición de los auténticos mecenas, como los faraones egipcios, como el papa León XIII, a los que nunca preocupaba verdaderamente a qué proyectos iba su patrimonio) por el ritual de la Navidad. Un arte del que todos participemos como autores y espectadores. He aquí algunas de sus tesis: «Que la crítica de la Navidad como “consumismo” es una pseudo-crítica se demuestra fácilmente. El arte es Navidad. El arte no es de signos, sino de rituales. El camino más difícil para el arte sería abolirse a favor de la Navidad».
Attacus
El niño del cuento «Navidad» («Rozhdestvo», 1925), de Vladimir Nabokov, renace, retorna, como la gran mariposa nocturna Attacus india.
Mi Attacus que renace es esta memoria, verdadera mariposa navideña incubada por los pliegues infinitesimales de mi cerebro sin mi consentimiento. Mi navidad es una navidad nostálgica, no, como la del filósofo yanqui, contemporánea. El niño que renace es el recuerdo que fulmina nuestro presente con su comparescencia, hasta ayer nomás impensada.
Notas
(1) McKenzie Wark: «On Scrooge and His Art Collection: A Little Xmas Offering» («Sobre Scrooge y su colección de arte: Una pequeña ofrenda de Navidad»), en: Public Seminar, 3 de diciembre del 2013.