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Me recibieron cordialmente, como siempre, el cacique-chamán, el maestro y los demás miembros de la comunidad. Nos conocemos desde hace mucho tiempo; el cacique-chamán es sabio y atento a los acontecimientos de su comunidad y de la sociedad circundante. No tienen energía eléctrica, así que no hay televisión, heladera, ventilador, aire acondicionado, lavarropas, microondas ni nada parecido. Simplemente una vida sana y genuina.
Era ya la tardecita; el sol había pasado a su descanso nocturno, y el gran fuego con perfume a palosanto exhibía sus elegantes llamas en medio de las chozas dispuestas circularmente en torno a él. Era una noche fresca, con brisa sureña, agradable. En mi hamaca, colgada rápidamente entre los árboles, cerca del fuego, me relajé fumando la pipa con el chamán y el maestro. Una bocanada cada uno, respetando los turnos como se hace en la ronda del tereré.
–¿Qué quieres comer? –me preguntó el chamán con mucho cariño, como si estuviésemos en un restaurante de lujo.
–Lo mejor que tengas –le respondí. Y ambos nos reímos, sabiendo que allí apenas hay una comida de subsistencia compartida con alegría.
El cacique desapareció en el bosque con otro joven y el maestro se me acercó con una pregunta embarazosa:
–¿Qué pasa en la Universidad Católica?
Este maestro fue mi alumno en la Universidad Católica de Asunción y se recibió el año pasado con el Diploma en Educación Intercultural Bilingüe. Asistió durante dos años a los cursos impartidos en la sede central de Asunción. Cuando se recibió, junto con otros treinta maestros y maestras indígenas, lució como todos ellos en la colación la toga universitaria y las correspondientes insignias; recuerdo que al intervenir en los discursos oficiales, este maestro manifestó:
–Este es el día más lindo de mi vida; es la primera vez que treinta indígenas se reciben en la Universidad en Paraguay; el hecho es insólito y nos emociona hasta las lágrimas.
Seguimos conversando sobre los últimos acontecimientos de la Universidad Católica. A pesar de estar a setecientos quilómetros de Asunción, gracias a una pequeña radio a pilas los indígenas reciben noticias nacionales e internacionales y se enteraron detalladamente de lo que se siente, se opina y se propone para la Universidad Católica.
Mientras tanto, el cacique regresó triunfante con un animalito del monte que fue a parar sobre el fuego con alegría de los niños, que se dispusieron alrededor, esperando su deseada porción alimentaria.
El maestro lamentó los bloqueos ideológicos de ambas partes de la Universidad Católica: de los dirigentes académicos institucionales, rector, consejo y obispos, por un lado, y de los estudiantes y docentes, por el otro.
–Así no se va a ningún lado –sentenció el chamán–. Parece que ningún grupo está buscando sinceramente el bien común. Se necesita más humildad por parte de los directivos y menos legalismo. Y los estudiantes deberían encontrar instrumentos de lucha más eficaces. Sus objetivos son loables pero los procedimientos son estériles, no conducen a soluciones viables.
–La Universidad Católica y la misma Iglesia Católica lamentablemente están perdiendo credibilidad –añadió el maestro.
Yo, desde mi hamaca, escuchaba atentamente mientras observaba los diseños que el humo de mi pipa formaba al subir hacia las estrellas, numerosísimas aquella noche. Finalmente el animalito asado se repartió con mandioca y todos pudimos comer equitativamente: niños, niñas, hombres, mujeres, y hasta sobró para los perros. Fiesta para todos.
Por el cansancio y por la pizca de canioja (flor chaqueña con propiedades terapéuticas tranquilizantes) añadida al tabaco de la pipa, entré plácidamente en el reino de Morfeo. En el sueño, fui llevado a la sede central de la Universidad Católica de Asunción. En el patio interno, donde está ahora el Aula Magna, había un moderno edificio de diez pisos con una cantidad impresionante de alumnos que frecuentaban las nuevas aulas, todas provistas de pizarrones digitales, proyectores, computadoras y otros Tics de última generación. Encontré estudiantes y docentes conversando cordialmente entre sí, con el rector, y con otros directivos en el patio. El rector era un médico internacionalmente reconocido por sus investigaciones en el tratamiento de células cancerígenas; en el consejo de gobierno estaba un economista, Premio Nobel 2016; el decano de filosofía era un PhD recibido en Harvard, autor de ocho libros traducidos a los principales idiomas del mundo; todos los docentes eran doctores en sus respectivas áreas y con publicaciones en revistas indexadas.
En la Universidad Católica del sueño, las investigaciones ocupaban un lugar prominente. No era una escuela nocturna meramente repetidora de contenidos. El énfasis estaba en la producción de conocimientos y en la participación de todos los componentes universitarios. La Universidad Católica de Asunción ocupaba el quinto lugar en el escalafón de todas las universidades de América. ¡Qué alegría!
–¿Cómo llegaron a todo esto? –pregunté al rector.
–Simplemente, aplicamos en la Universidad Católica lo que dice el Concilio Ecuménico Vaticano II en el artículo 10 de la Declaración Gravissimum Educationis –respondió él–: «Como las ciencias avanzan sobre todo por las investigaciones especializadas de mayor importancia científica, en la Universidades y Facultades Católicas han de fomentarse al máximo los Institutos cuyas finalidad primaria sea la promoción de la investigación científica». Así que en todas nuestras Facultades e Institutos hacemos investigaciones, que consisten en buscar la verdad sobre los objetos de estudio: o sea, lo que es, lo que no se conoce, lo que debería ser, su utilización, su conexión con otras áreas del saber e incluso sus riesgos y peligros. Partimos del presupuesto de que nadie es dueño de toda la verdad y todos pueden y deben aportar algo para ensanchar y fortificar lo que es verdadero y justo. Esto vale para todas las ciencias, de las biológicas a las filosóficas, de las ciencias duras a las ciencias sociales y a las ciencias religiosas.
Me desperté cuando el sol ya se había levantado y el chamán estaba a mi lado con el mate matutino.
* Antropólogo