De la represión moralista al goce postmoderno

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AYUNO MEDIEVAL

En la Edad Media, el ayuno tenía por objeto mantener la pureza del espíritu. La anorexia no era una enfermedad. Eso puede interpretarse como que no es una enfermedad mental en sí misma, ni un trastorno exclusivo de la mujer, sino que su manifestación como enfermedad y como enfermedad principalmente femenina son síntomas de nuestra sociedad, de nuestra época. Por sí solo, el rechazo de los alimentos puede ser parte de muchas enfermedades mentales, sea como falta de ganas de vivir en la depresión, sea como un temor a resultar víctima de envenenamiento en la paranoia, sea como una especie de anticipación de la muerte interior o subjetiva en algunos estados catatónicos, pero en la actualidad es sobre todo una respuesta al empuje autoritario e incesante de una sociedad de consumo que recita: «No se prive de esto ni de lo otro, compre y coma, use y gaste, póngase y luzca, consuma todo, todo lo que quiera, haga y disfrute todo lo que se le ocurra, no dude, no titubee, no deje nada para después, no deje ningún placer para mañana, ¿por qué hacerlo? la plenitud, el llenarse, el apagar todo deseo enseguida, ya, sin tener que esperar, es posible, y si usted se resiste, usted es un fracaso».

GOCE CONSUMISTA «POSMO»

Esta realidad nuestra, frente al deseo interior, profundo, frente a ese deseo de no se sabe qué, o sea, frente a la personal búsqueda del mayor deseo propio, deseo que en el fondo nunca se descubre ni se sacia por completo, ni se puede ni se debe saciar, sino que debe seguir vivo, insatisfecho, para seguir impulsándonos a buscar y a vivir, le responde tratando de enterrar ese deseo, y, con él, de enterrar al propio sujeto deseante, al individuo mismo, completo, bajo una montaña de objetos, hobbies, ofertas, servicios, placeres, bajo pesados y cuantiosos bienes y más bienes de consumo. Tal vez el no comer en ciertos casos –aunque, claro, hoy en día la mayoría de las veces tiene que ver con la presión social por la imagen– sea un intento de mantener vivo el deseo, de no enterrarlo debajo de tantas cosas compradas, consumidas, gozadas, o, en este caso, comidas.

Pero la otra vía es consumir, y quizá sea todavía peor que no comer o no consumir. Parece que hoy lo único que nos queda son dos opciones autodestructivas, suicidas en realidad: hay que elegir entre la anorexia y la voracidad (bulimia, compras compulsivas, adicción a internet, al sexo, al alcohol, al trabajo, a las drogas, a los carbohidratos, al chat, al jogging, al gym, a los suplementos de vitaminas, a los fármacos, al prozac, al azúcar, a la televisión, a la comida, a ir al shopping, a las redes sociales, a estudiar…). Parece que hay que elegir entre consumirse y consumir, entre morirse de inanición y morir enterrado debajo de la toxicidad del exceso de todo ese consumo que no llena, porque no puede llegar a saciar el verdadero deseo secreto y único de cada ser humano, que es una persona compleja y no un simple consumidor.

MORALISMO VICTORIANO

Lacan dijo que sin la reina Victoria el psicoanálisis no hubiera existido, porque la reina Victoria fue la causa del deseo de Freud. Incluso si lo hubiera dicho en broma, sigue teniendo algo de verdad, dado que el psicoanálisis nace muy ligado a una sociedad moralista y represiva, disciplinaria, prejuiciosa, severa y llena de prohibiciones, y sus conceptos llevan las marcas de esa época en la que anteponer el placer, el goce propio, el deseo personal a las normas impuestas socialmente se castigaba del modo más terrible. En ese mundo, la histeria denunciaba la represión del deseo de la mujer, que tenía prohibido hablar de él, y lo expresaba, por lo tanto, sin palabras, con los extraños síntomas típicos de las enfermas histéricas de esa época. Se sabe, por otra parte, que pocas sociedades del siglo XIX fueron tan puritanas y al mismo tiempo tan llenas de perversiones sexuales y de lujuria escondida, es decir, tan hipócritas, como la sociedad europea de aquel momento histórico en general y muy especialmente la sociedad vienesa de la época de Freud.

Pero esto era un asunto general, no solo vienés. Por ejemplo, Anna Karenina, la obra sobre la cual se hizo una reciente película, del 2012 (con Keira Knightley como Anna Karenina y Jude Law como Alexéi Karenin, su esposo; muy buena), novela escrita en 1867 por León Tolstoi, lo demuestra: Anna, la protagonista, es una dama de la alta sociedad rusa, casada, que se enamora del conde Vronski, y al principio se resiste pero luego cede y goza de ese amor prohibido, malo, adúltero, pero, al hacerlo, ella misma se viene abajo cada vez más, hasta que se arroja a las vías, delante de un ferrocarril en marcha, y muere horriblemente despedazada. La sociedad del siglo XIX no podía convivir con un desorden tan grande en su seno como el que representa una mujer, esposa y madre, que viola todas sus normas más sagradas.

Otro ejemplo, en este caso uno tomado de la vida real, no de una obra de ficción, y de la Inglaterra victoriana, fue el del gran dramaturgo y poeta irlandés Oscar Wilde, que se enamoró de lord Alfred Douglas, y que fue correspondido por este joven aristócrata (que le sirvió de inspiración a Wilde para otra novela tan famosa como Anna Karenina, El retrato de Dorian Gray), pero a cambio de esa dicha fugaz tuvo que ver cómo su vida entera, su propia persona, su identidad, su nombre, su obra, sus valores, su dignidad, eran dolorosamente pisoteados por todos, sin la menor compasión, hasta verlos destruidos, hasta verlos quedar aplastados bajo la inhumana furia de la supuesta decencia, de la moral imperante, que él había osado desobedecer.

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