De cuando la bohemia se mudó a Teniente Fariña

Corrían los años cuarenta y el empedrado llegaba un par de cuadras al sur de la avenida Amambay, cantada alguna vez por Ortiz Guerrero en Paraguaýpe, que estaba a dos cuadras de la calle Teniente Fariña, arteria importante porque por ella corría la vía del tranvía o «tranguay», como lo denominaban nuestros inmediatos ancestros, que viajaban en ese vehículo de tracción eléctrica instalado por los ingleses y movido antes a impulsos animales, cuando los vagones eran tirados por mulas. La CALT presidida por el ingeniero Carosio prescindió de los nobles burdéganos e hizo auténtico el nombre de la «Compañía de Luz y Tracción».

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Precisamente por Teniente Fariña corría la línea 2 del tranvía, que nos permitía viajar a los colegiales de la zona a los institutos de enseñanza más cotizados de los alrededores de San Roque: Las Teresas, el San José, el Colegio Alemán (después Goethe)... Y, cuando fallecía algún «rico», arrastrar su carroza fúnebre hasta el Cementerio de la Recoleta, con los deudos y amigos del muerto en dos vagones más hasta el final del viaje recoletano, del que volvían merced a un boleto que se les entregaba a la ida usando los servicios de otros vehículos eléctricos de la línea 9, que iba desde Colón y Palma hasta Villa Morra.

Por eso, periódicos argentinos como La Razón y Caras y Caretas publicaban caricaturas con leyendas como «En el Paraguay los muertos van en tranvía». Los que no habían vivido en las calles que recorría el vehículo eléctrico eran traídos desde su morada familiar hasta la vía «a pulso» por hijos, hermanos y demás allegados, como rezaban las esquelas mortuorias que daban cuenta del óbito e invitaban a acompañar a quien había pasado «a mejor vida».

En Teniente Fariña, además del recorrido del tranvía, había un buen servicio de luz, que permitía que los amigos de la noche asistieran a alguna función nocturna de cinematógrafo o se dieran el lujo de un bife a caballo o una milanesa en El Triunfo, en Estrella y 15 de Agosto, a algunos metros del Granados y el Splendid y a tres o cuatro cuadras del lujoso Teatro Nacional (hoy llamado Municipal).

La bohemia dio sus primeros pasos en la calle Teniente Fariña súbitamente, cuando un señor de apellido Villalba abrió, en una casa modesta, en la vereda de enfrente de la vía, un amago de parrillada, amenizada por conjuntos musicales entre los que brillaron guitarristas y cantores como Eladio Martínez, o el arpista Leguizamón, y se lucieron jóvenes cantantes como «las Hermanas del Cerro», Dora y Elba, que años después difundían sus voces en discos de 78 rpm. Por muchos años fue el único recinto donde se podían degustar los grasientos asados acompañados de churas que hoy integran las «parrilladas completas». Mucha gente importante iba al recinto gastronómico-musical de don Villalba, que finalmente se mudó a zonas lejanas a las que lo siguieron otros colegas, allá por la avenida General Santos, a pocas cuadras de Eusebio Ayala, zona de fácil acceso en los entonces llamados «camiones» de la línea 6 por un módico pasaje muy inferior a los dolorosos 2.400 guaraníes de hoy.

Cuando todavía brillaba en la noche asuncena La Calandria, el negocio de don Villalba, a dos cuadras, en la esquina de Yegros, y siempre sobre la arteria tranviaria, se instaló un local más «caté», regentado por una rubia impresionante apodada «Muñeca», atractivo especial del negocio, donde se servían, aparte del bife equino, diversos platos «a la carta», muestras de un amplio buffet. Amenizaba la presencia de mucha gente de alto copete una orquesta típica que bien podría ser la del maestro Alarcón o la de Francisco Parisi, y cuyo repertorio iba más allá de las polcas y las guaranias para incluir valses y tangos importados del Río de la Plata. Cuando promediaba la noche y disminuía la concurrencia, algunos varones se animaban a invitar a Muñeca a trazar en una pequeña pista alguna «cortada» o un «ocho» que motivaban el aplauso de la mesa del audaz bailarín.

Conviene acotar que, entre los audaces que iban a bailar con Muñeca, altos funcionarios de la administración pública bajaban de autos oscuros que destacaban su alto coturno, y, en autos escoltados por una nutrida guardia, llegaban, de uniforme, jefes de la policía y los comandos de los regimientos de las unidades militares de los alrededores de la capital, quienes, si bien coincidían en sus opiniones políticas, se disputaban los favores de Muñeca.

Más adelante, sorteando el prestigio del cine Fox (en la esquina de Paraguarí), Muñeca le dio la titularidad de El Gato Negro a un señor de apellido Recalde, que le cambió el nombre por La Campana; creo que el señor Recalde era un militar retirado que mudó el negocio a una casa de la esquina de Estados Unidos y –siempre– Teniente Fariña.

Lo que mudó de género gramatical y se llamó El Campana, si bien perdió el atractivo de su dueña, ganó la solidaridad de los excombatientes de la Guerra del Chaco, particularmente solidarios con su camarada, quien variaba el menú y los conjuntos musicales aunque no siempre se bailara en el recinto. Tengo entendido que en ese lugar aparecieron conjuntos «de primera», como el de los hermanos Larramendia, dirigido por Agustín «Rubito» Larramendia, y el maestro Alarcón, y también otro músico igualmente «maestro», el maestro Villalba.

Fueron muchos los años de brillo de las noches de Teniente Fariña y del uso del tranvía de la línea 2, cuyo último vagón circulaba hacia el centro a medianoche.

Después… La bohemia se mudó hacia barrio Pinozá. Los músicos paraban en Panuncio, llamado así en honor a su dueño, don Panuncio Espínola; ahí los noctámbulos enamorados los contrataban para llevar serenatas que empezaban siempre con el vals Desde el alma, de la santaniana Rosita da Silva Mello, cuya nacionalidad se disputaban los tres países del Río de la Plata. Más allá, ya casi en la cancha del Guaraní, funcionó durante mucho tiempo una parrillada que creo que se llamó al principio Aborigen, pero a cuyo dueño un traspié le obligó a buscar mejores horizontes más tarde, por lo cual pasó a llamarse El Fugitivo, nombre tomado de una de las primeras series pasadas por la televisión.

En la esquina de General Santos se instaló un oriental que, naturalmente, denominó a su parrillada El Chino. Era padre de varias hijas, y los basquetbolistas del Guaraní, cuyos nombres barajo después de más de sesenta años –los hermanos Sosa Gautier, la estrella de Cúcuta, José Emilio Gorostiaga, Alfredo «Coquito» Ré y otros miembros del Equipo Universitario, que, con «Neneco» Gómez Zelada a la cabeza, defendió los colores del legendario– paraban en El Chino a devorar los primeros panchos de la ciudad.

Pronto le hizo la competencia a Pinozá un cúmulo de parrilladas en la Avenida Quinta, y la pugna entre los recintos bohemios fue tremenda.

Esta ya es otra historia. La bohemia dejó de ser privativa de una calle o de un barrio. Hoy nos damos el lujo de cambiar de locales y de zonas hasta llegar al circuito «fifí» de Senador Long, y los años nos hacen olvidar el tránsito fugaz de estas actividades por la calle Teniente Fariña.

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