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Cuando estaba concluyendo los estudios universitarios, se cruzó en mi vida Loli Ramírez, una de las mujeres más bellas que he cortejado; en su caso, tras varias noches de insomnio dedicadas a repasar sus cualidades corporales. Lo que nunca supe fue su nombre de pila: «Loli» podía esconder a una Dolores, a una Eulalia, a una Lorenza y qué sé yo a cuántas más. Su padre, un ganadero opositor de Yhú, la había confiado a parientes de Villarrica, ciudad que acogía a las damitas de todo el Guairá en colegios donde recibían una educación que las destacaba. Por eso, cuando era presentada a alguien, decía:
–Mucho gusto; Loli Ramírez, de Villarrica.
Volviendo al repaso que me quitaba el sueño, para conocimiento de los lectores diré que tenía la piel muy blanca, el pelo muy negro, ojos maravillosos y cuerpo «hecho a mano». El esposo de su hermana, Chiquito, joven comerciante amigo mío, me la presentó –y entonces escuché su identificación, «Loli Ramírez, de Villarrica», por vez primera–. Culta, hablaba francés muy bien, había estudiado piano y con su música amenizaba más de una reunión de gente joven. Yo, prendado, la visitaba en casa de Chiquito, su hospedaje en Asunción, pues su familia estaba en la estancia del Guairá. Salíamos a cenar o al Intermezzo, night club de la calle España del que era tan asiduo que los músicos tocaban las piezas de mi agrado. Y una tarde, al llegar a lo de Chiquito, me encontré con el padre de Loli, recién llegado del campo.
Mi abuelo materno, que vivió un tiempo en Villarrica como gerente del Banco Mercantil, y que era liberal y apoyaba a Eduardo Schaerer, se le había enfrentado, pues don Ramírez era partidario de su adverso, el coronel Chirife. Para más, por esos días La Tribuna publicó una fotografía en la que aparecía yo rodeado de mis compañeros, que se postulaban para dirigir la Juventud Colorada. Así las cosas, Loli me informó que su padre, al leer el diario, le había dicho: «Pende amigo niko colorado rae», «Había sido que tu amigo es colorado».
Opté por espaciar mis visitas mientras el padre estuviera en la capital, con diversas excusas, y cuando se ausentó insistí en mis arremetidas –cada vez más exitosas, por cierto.
Al cabo de un mes, el padre de Loli volvió a Asunción. En unos días sería su cumpleaños. La audacia me dio una idea para ablandarlo. Como, por mis frecuentes serenatas, conocía a músicos de categoría, «trateé» al maestro Villalba, a quien varias veces había contratado para rondas que solían concluir con Colorado –que los locutores de radio anunciaban como «motivo popular»– y Colorado Retã, polca con versos en guaraní y, con perdón de don Tránsito Cocomarola, muy parecida al chamamé Kilómetro 11. A mi modesto entender, solo los compases de ritmo diferencian ambas composiciones.
El maestro me preguntó:
–Ñamboputapa ñande polka?
Le expliqué que había que adecuar el repertorio a la ocasión, pues el agasajado era liberal. Esa medianoche, Villalba, entre refunfuños, dirigió a su conjunto, empezando con un vals que fue Danubio azul en vez del acostumbrado Desde el alma, de Rosita Melo. Lo siguió la polca Nde mante va’erã, dedicada a José P. Guggiari, admirado por don Ramírez, quien, al empezar la tercera pieza, Pájaro Chovy, salió al portón batiendo palmas: todo el programa era de marcado tinte azul.
Días después, por teléfono, Loli, muy cortés, me contó de la satisfacción de su padre, si bien añadió que al final le había dicho «I jipócrito ko coloradito» («Es hipócrita este coloradito»), por lo que nos pareció conveniente relajar nuestras relaciones.
Por aquel entonces mi madre conformaba con otras damas –algunas, guaireñas y hermanas o hijas de militantes liberales, sumadas a la causa por haber sido compañeras de escuela, en el Guairá, de mi madre, de quien eran muy amigas– la directiva de una obra de beneficencia dedicada a acoger niños abandonados. En esos días muchas instituciones sociales y de caridad solían organizar competencias por el título de miss Paraguay entre las muchachas en edad de merecer, y ese año lo hizo la institución benéfica que ella presidía; los dueños del recién inaugurado cine Victoria cedieron el local para el concurso, en el que ella y sus compañeras de comisión directiva invitarían a las niñas más bellas a participar.
En una conversación, le hice saber mi opinión; ella no conocía a Loli, por lo cual una tarde de sábado las invité a ambas y a una de mis hermanas a tomar el té en la sala de la confitería Vertúa; creo que mamá quedó impresionada por su belleza y sus delicados modales, pero que su decisión de invitarla se esfumó cuando, intrigada por no ubicarla, habiendo pasado su infancia y parte de su juventud en Villarrica, me preguntó sobre su prosapia y yo no fui más allá de «Es la hija de un ganadero del Guairá». Sin embargo, mi hermana mayor, quizás por halagarme, «hinchó» tan calurosamente que Loli fue incluida entre las postulantes. No obstante, mamá indagó entre las damas guaireñas de la comisión directiva y se enteró de que don Ramírez era un viejo caudillo político de cruenta actuación, de que era motejado «Barbarito» Ramírez y de que fue adversario de los scheristas de la zona del Ybytyruzú, uno de cuyos más bravos capitanes fue mi abuelo materno. Mi madre, cada vez que recordaba a Ramírez, lo hacía por su apodo («Barbarito»).
Llegó el día y las postulantes desfilaron por el escenario del cine Victoria, en trajes de una pieza para paseos capitalinos, en trajes largos de noche (el de Loli era azul eléctrico), en «vestidos de cóctel» para la media tarde, y finalmente en malla; mi candidata vestía una de color negro que arrasó con la competencia. Tras un paréntesis más o menos prolongado, el jurado, en el que eran mayoría los miembros de la directiva de la institución, dio a conocer el veredicto: triunfó una niña que representaba a un prestigioso club social, rubia, alta y con tipo de actriz norteamericana. Loli quedó tercera, lo que desató el rechazo del público, que había aplaudido a rabiar cuando sonó su nombre; era la evidente preferida de la gente, que había llenado la platea a tal punto que muchos estaban sentados en el suelo, sobre las rojas alfombras. El repudio al fallo del jurado fue notorio; se registró hasta un pugilato. Yo hice «mutis por el foro» intentando no cruzarme con el señor Ramírez y su familia, que, escuchada la resolución, ardían de rabia.
En casa, mamá y yo suspendimos por varios días nuestras relaciones, pese a los intentos de ella, que además soportaba las protestas telefónicas de muchos que habían elegido como número uno a la guaireña. Dejé que se aplacaran las aguas con los días, haciéndome sentir por teléfono, si bien la dueña de mis fantasías siempre acortaba el diálogo, probablemente acosada por el clan. Fui a visitarla, pero «había ido al médico» o «al odontólogo» y al fin un día me informaron que sus padres la habían llevado a Yhú. En eso, recibí una beca del Instituto Paraguayo de Cultura Hispánica para doctorarme en Madrid y, como viajaría por agua, tenía solo veintidós días para partir. Por intermedio de Chiquito, intenté hacerle llegar una carta a Loli. Pero nunca tuve respuesta.
Me embarqué en Buenos Aires, en un año y unos meses concluí el curso, presenté mi tesis doctoral y volví a Asunción con ilusiones disminuidas pero no extintas. Pregunté a Chiquito cómo encontrarla; él, con tono fúnebre, me informó que estaba formalmente comprometida con un ganadero del Guairá, que su matrimonio era cuestión de meses y que ya ni asomaba por Asunción ni por su casa.
Cuando me repuse y puse mis ojos en otra fémina, busqué al maestro Villalba para llevarle serenata. Él me recibió muy serio y me dijo: «Si querés que llevemos serenata, el repertorio lo voy a elegir yo». La «serenata azul» a don Ramírez le había hecho creer que yo había «arrugado» políticamente. Me costó convencerlo de que no, y de que durante un año y pico no lo había buscado solo porque estaba fuera del país. Menos mal que mi candidata esta vez era hija de un colorado, de modo que la música que tocaron Villalba y los suyos se adecuó perfectamente a las circunstancias.
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