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Dos líneas dominan la filosofía que desde el siglo XX piensa el cuerpo: la biopolítica y la fenomenología, y sus autores centrales serían Michel Foucault y Maurice Merleau-Ponty, respectivamente, pero, ya por nuestras conversaciones con amigos, ya por los debates de los que tenemos noticia, la presencia de Foucault y la biopolítica parece mucho mayor que la de Merleau-Ponty y la fenomenología, y suscita mucho más interés, y, fuera de los contenidos, tan replicados y citados, las marcas del léxico y el discurso foucaultianos son más evidentes en las producciones del mundo cultural y académico que los de Merleau-Ponty. Por cierto, justo por eso, que un artículo reciente preguntara, en este espacio, frente a las lecturas del cuerpo como «mero efecto del poder, como “constructo” arbitrario»: «¿Es el biopoder el relevo metafísico de la vieja noción de alma?» (José Duarte Penayo: «La banalidad de lo continuo», El Suplemento Cultural de Abc Color, 24 de julio del 2016), a contracorriente en nuestro clima, marcado por la impronta foucaultiana en general, y por el interés en la biopolítica en particular, es un desafío que instaura un debate. Quiero aportar por hoy una mera glosa introductoria para ayudar a todo lector interesado a situarse más fácilmente en esta escena, una de las más fascinantes y difíciles del pensamiento actual.
EN ESTA ESQUINA, FOUCAULT
Intentaré ilustrar brevemente los aciertos de la biopolítica como herramienta de análisis. Para Foucault, el control del cuerpo bajo formas históricas de castigo o terapia, lo hace, o lo crea –crea un cuerpo–, disciplinado y acorde a los fines del poder: un cuerpo útil. El término «biopolítica» designa «lo que hace entrar a la vida en el dominio de los cálculos explícitos y convierte el poder-saber en un agente de transformación de la vida humana». En el punto de acceso del poder al cuerpo se centra la investigación biopolítica foucaultiana, punto en el cual «lo biológico se refleja en lo político», «umbral de la modernidad biológica» de auge decimonónico e inicio dieciochesco, pues es en el siglo XVIII cuando los hallazgos de la ciencia biológica sitúan al ser humano dentro del mundo viviente como especie dotada de cuerpo. Que la valoración del cuerpo es paralela al asentamiento de la sociedad burguesa «lo atestiguan las obras tan numerosas publicadas a fines del siglo XVIII sobre la higiene del cuerpo, el arte de la longevidad, los métodos para tener hijos saludables...» El valor del cuerpo burgués no lo dan la cuna, la pureza de sangre ni la nobleza de los linajes y alianzas; la burguesía deberá darse un valor –«darse un cuerpo», dirá Foucault– con otros recursos: «la descendencia y la salud de su organismo» (así, contra la tesis de la represión sexual, «el sexo», dirá Foucault, «fue la “sangre” de la burguesía»). El cuerpo burgués será «un cuerpo de “clase”, dotado de una salud, higiene, una descendencia y una raza».
Decía que la biopolítica es una herramienta de análisis con visibles aciertos –al menos, eso creo; o, si se prefiere, a mí me es útil–. Por ejemplo, que la afirmación del cuerpo es una de las formas de la conciencia de clase para la burguesía desde el siglo XVIII podemos verlo hoy: es indecente no ir al gym; y poner mucha sal en tu plato, en un lugar público signado por la tendencia inconsciente a la supervisión generalizada y recíproca, como la cantina de una empresa, suscita, cuando no críticas abiertas o consejos, miradas de extrañeza contra tu cuerpo indisciplinado, sordo a los imperativos que los demás acatan sin percatarse, y que defienden del mismo modo.
Además, huelga decir que, si yo fuera una mujer «inculta» –según las nociones vulgares de «cultura» e «ignorancia»–, como –siempre de acuerdo a esas nociones–, por ejemplo, una quinielera o una vendedora de chipa o de yuyos o un ama de casa o una secretaria o una cocinera, o dueña (o ambas cosas), de un copetín o un quiosco, etcétera, esas miradas de extrañeza o desaprobación no existirían, pues del cuerpo trabajador o proletario, siguiendo a Foucault, solo interesa la reproducción, no la conciencia y el cuidado de sí que se esperan, en cambio, del cuerpo burgués: los modos de control difieren según los mundos.
Y EN ESTA, MERLEAU-PONTY
Creo que la escisión sujeto / objeto, correlato del par de opuestos consciencia / cuerpo (lo que se es / lo que se tiene), nunca ha sido tan clara y central, tan desembozada y obsesiva como en el pensamiento cartesiano. Creo que en las palabras de Descartes tiene el dualismo su más arrojada y desenfadada expresión. Y es en el contexto de esa tradición en Descartes tan nítida, que hemos de entender esa lectura de la teoría del biopoder como posible continuidad del dualismo –dualismo que es tan clásico, tan griego, en última instancia, como la oposición psiché / soma– que José Duarte, en su antes citado artículo, nos propone al preguntar: «Esa forma de describir al cuerpo, omnipresente en los trabajos que retoman el legado foucaultiano, ¿no da cuenta de una complicidad oculta con las coordenadas fundamentales de la ontología cartesiana? En oposición a la conciencia como sede de la libertad y del sentido, la tematización del cuerpo como material inexpresivo del poder, ¿no termina ratificando una caracterización del cuerpo como res extensa, disponible, divisible, carente de toda potencialidad propia?» (José Duarte Penayo, op. cit.).
¿Qué podría oponer la perspectiva fenomenológica a ese dualismo? Sabemos que una de las ideas quizá más perfectas y más luminosas de Merleau-Ponty es (adelanto excusas por la involuntaria simpleza de mi versión) que la representación del cuerpo no puede ser como cualquier representación de un objeto, porque el cuerpo no es como cualquier objeto, y porque en realidad ni siquiera es como un objeto, ya que es parte de mí, que soy sujeto y que, en tanto sujeto (que no puedo dejar de ser), no me puedo ver desde un «afuera» de mi subjetividad, o sea, de mí mismo –que es, en principio, y etimológicamente , como de sobra se repite, el modo de ver los objetos como tales: desde afuera–, sino que solo puedo verme desde mí.
Así, contra la ingenuidad de cierta concepción de la ciencia, malentendida, o no aceptada, como instrumento del conocer, sino como su única forma admisible, como el único modo lícito de conocimiento, el cuerpo propio es incognoscible.
Desde esta perspectiva, una lectura de nuestro artículo de referencia es que cabe cuestionar la biopolítica como estudio del cuerpo en tanto objeto –objeto político u objeto del poder–.
RING
Si el discurso foucaultiano sobre el cuerpo como fenómeno sociohistórico lo vuelve objeto del conocer prescindiendo de la dimensión subjetiva cuya insoslayabilidad subraya Merleau-Ponty; y si el cuerpo, en Foucault y desde Foucault, es objeto de análisis sistemático mientras en el análisis fenomenológico solo puede fundar un abordaje por definición y siempre ya inconcluso, entonces el debate sobre el cuerpo como lugar o como blanco del pensar pone hoy sobre el tapete paradojas que, tan antiguas como la filosofía misma, ante la actual –aunque dispar– vigencia de ambas corrientes ofrecen aristas nuevas. Sirva este esquema para situarnos en el contexto más general de la cuestión y como primer aporte al diálogo abierto por el artículo sobre «La banalidad de lo continuo», que glosa.
«Las mujeres, los jóvenes, el cuerpo, cuya aparición después de milenios de servidumbre y de olvido constituye en efecto la virtualidad más revolucionaria y, por lo tanto, el riesgo más grave para cualquier orden establecido, se presentan integrados y recuperados como “mito de emancipación”».
Jean Baudrillard: La sociedad de consumo. Sus mitos, sus estructuras, Madrid, Siglo XXI, 2009, 255 pp., p. 168.
Bibliografía
Michel Foucault: Historia de la sexualidad, volumen 1: La voluntad de saber, Madrid, Siglo XXI, 1984.
Maurice Merleau-Ponty: Fenomenología de la percepción, Barcelona, Península, 1975.
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