Cuatro siglos de locura

Cuando hablamos de las estructuras que sostienen la representación de la realidad, eso que Dilthey llamaría la «Weltanschauung», ese conjunto de estructuras al que nos podríamos referir con el concepto foucaultiano de episteme o con el kuhniano de paradigma, entre otros aquí oportunos, en última instancia hablamos de lo que ya señalaba Quine al afirmar que, desde un punto de vista epistemológico, eran, a su juicio, equivalentes los dioses griegos y las verdades de la física moderna.

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Esas estructuras son lo que entra en crisis en el tránsito del crepúsculo de la Edad Media a los albores del Renacimiento, y es tal crisis histórica lo que brinda su protagonismo a la locura, en tanto límite de la comprensión de lo real, tanto en la ficción literaria, y artística, en general (así, el auge iconográfico del antiguo tópico de la «stultífera navis»), como en el pensamiento filosófico (y, a mi parecer, también en el teológico, o, más estrictamente, en el demonológico, de otro modo), de la época, y le da en la obra de Cervantes y en la de Shakespeare un lugar tan destacado.

Pues las historias de Hamlet, de Otelo, del rey Lear, del Quijote, del licenciado Vidriera son historias de diversos rostros posibles del extravío de la mente humana: la sombra del padre muerto que cae con todo su peso incomunicable sobre la consciencia del príncipe enajenado para nublarla y perderla irremisiblemente, los persecutorios laberintos circulares que el miedo a la traición erige mediante las figuras pesadillescas de los celos del moro, los obsesivos y arbitrarios recelos del anciano monarca caprichoso y absorto en su furia senil, el delirio desatado por el cual la fantasía, a través de la vida y de los hechos del hidalgo, irrumpe en la realidad y la transforma, la idea caprichosa y sin posible correlato empírico a la que deberá Tomás Rodaja su notoriedad y pasajera fama, así como, en gran parte, sus incómodos aciertos... Es, en fin, la locura.

Es la locura actuando sobre el mundo, aun cuando el espectro del monarca asesinado, en la mayoría de sus apariciones, no sea visto ni oído, ni, sobre todo, creído, más que por su hijo, el príncipe, aun cuando los gigantes no sean sino molinos y aunque la dama sea «solo» una ventera, etcétera; nada de eso importa, puesto que el mundo cambia definitivamente por obra de esas ilusiones, y dado que esos cambios no son ilusorios.

Y no importa, sobre todo, porque en Don Quijote y en Hamlet la locura expresa una verdad que falta en lo evidente, y trata de expresarla con el delirio: es porque todos callan sobre el crimen que lo representa Hamlet, forzando con su penosa actuación un lugar para el muerto entre los vivos; es porque el mundo y sus habitantes no son como los sueños de otros los han querido mostrar sino que tienen una realidad propia que indica el Quijote con sus actos el abismo entre el ideal caballeresco y la vida cotidiana.

Son verdades ocultas, molestas o, de alguna manera, inadmisibles, que solo pueden manifestarse fabulosamente, y por eso el discurso de la verdad y el de la locura se vuelven para ellos uno y el mismo.

En la crisis señalada del tránsito del ocaso medieval al alba renacentista, don Quijote es la patética encarnación del fin de las certezas recogidas en esos libros de los que él lo cree todo: para él, los molinos son gigantes porque así lo dicen sus páginas, y si parte a derrotar villanos, a proteger a huérfanos y viudas y a desfacer entuertos, es porque, según afirman los autores que ha leído, eso es exactamente lo que debe hacer, y tal es el libresco motivo de que, a lomos de su montura, salga, llevando consigo los códigos de honor de una Edad Media que quizás nunca existió del todo o no como él cree pero que en tales libros no solamente es real sino que es lo único real, sencillamente porque es lo único que merece realidad, y es por ello que se adentra, sombra viviente de una fábula, en un mundo nuevo en el cual todo ese heroísmo suyo ya no puede dar más que risa.

Y esta lectura del libro más famoso de Cervantes como metáfora histórica no excluye su más melancólico y vigente aspecto de relato sin tiempo, porque el del Quijote ante todo es el relato de la desilusión. Enloquecer permite seguir viviendo frente a ella, y es por eso que, una vez recobrada la razón, muere el Quijote.

Por la locura, en cambio, Hamlet mata; pero si bien se dice que se simula loco por estrategia, para manipular a su entorno y poder vengar el homicidio de su padre, el antiguo rey, a manos del usurpador del trono, su tío Claudio, el actual monarca, lo cierto es que, aun si Hamlet se finge, en efecto, loco, lo hace a consecuencia de la revelación por él recibida del fantasma de su muerto padre, lo cual, habrá que convenir, no se parece demasiado a la noción habitual de la cordura.

También en el caso de Hamlet la realidad procede de una fuente ajena a lo que todos toman por realidad y es, por ello, la puerta de acceso interna a ese tipo radical de soledad que es la soledad asociada al desvarío, don o maldición que llega inesperada y fatalmente, marca al que toca y lo separa de todos los demás, del universo que hasta entonces compartía con los otros, como si le estampara un sello trágico. En un mundo que niega estas verdades profundas del espíritu a las que no cabe renunciar, la locura es también el ruido y la furia de los que habla Macbeth en el famoso y terrible monólogo del quinto acto:

«Life’s but a walking shadow, a poor player

That struts and frets his hour upon the 

stage

And then is heard no more: it is a tale

Told by an idiot, full of sound and fury,

Signifying nothing».

(«La vida no es sino una sombra andante,

un mal jugador

que apuntala y realza su hora en el

escenario

y después ya no es oído: es un cuento

narrado por un idiota, lleno de ruido y de

furia,

y que no tiene sentido»).

Locura compleja, ambigua del justiciero que no acepta callar lo que todos callan, locura del exceso de buena fe del crédulo que solo busca hacerse más digno de sus sueños, que son los sueños de otro que tal vez ni siquiera existió realmente, que quizás mintió, sin saberlo, con más belleza de la que pretendía, locura de Hamlet y locura del Quijote que, con sus extrañas alternancias de sensatez y de ceguera, interviene en el destino general y la memoria de todos, y que trágica y cómicamente se entremezcla con la actuación insensata de los cuerdos: todo cuanto en este ámbito será después lugar común está ya ahí, y más que eso. «Adiós, adiós, no me olvides, acuérdate de mí», le dice al príncipe, como despedida, el fantasma de su padre, el difunto rey, y desde ese momento Hamlet, trastornado, duda de todo, lo cuestiona todo, finge, representa, fastidia, incomoda, actúa y sufre porque han caído todas las certezas y se obstina en recordarles a todos lo que todos olvidan o quieren olvidar: que el mundo en el que viven se sustenta en la impostura, en la ilegitimidad, en la farsa, en el robo, que moran en un tiempo de asesinos en el que ser (o no ser) cómplices debiera ser cuestión que perturbara la paz en Elsinore y el universo entero, en contra del olvido y de la mentira, y más allá de la muerte. Alonso Quijano, en cambio, jamás duda, pero es de lo leído y fabulado de lo que se alimenta su certeza; es tan solo lo que le han enseñado los libros lo que Alonso Quijano no olvida jamás, por más que a cada paso lo desmienta lo presente: es la memoria irreal de un sueño nunca cumplido, pero para él, a pesar de eso, o quizás justamente a causa de eso, mucho más vivo que todo el universo. Contra las derrotas de aquello que fue y de aquello que debió haber sido se alzan, así, gemelos en su locura, el guardián de los secretos que está prohibido nombrar pero que, por ello mismo, él busca decir a voces, el príncipe de Dinamarca, y el modelo y secuaz de un ridículo y anacrónico ideal, el hidalgo manchego. Decepcionado de los suyos por la revelación del crimen que fuera perpetrado en el núcleo mismo de lo familiar, enajenado por ende de lo propio, vuelto de pronto irreconocible, extraño, y arrojado fuera de su centro a una verdad que le muestra que su lugar en el mundo desde siempre fue ilusorio, Hamlet ya no tiene nada que perder porque, sobre todo, no tiene ya nada que recuperar, fantasma también él a su modo y para siempre en medio de los otros. Asido a la ilusión vuelta locura a los ojos de un tiempo que se obstina en rebajarla y en rebajar todo cuanto se le ha enseñado a reconocer como valioso, y sabedor en el fondo de que la lucidez sería la muerte, el Quijote no puede sino perderse a sí mismo, extinguirse, apagarse en tanto fruto e imagen de un engaño luminoso, pero no por luminoso menos falaz. En el umbral de la Modernidad, en un tiempo de transición y crisis, ambos delirantes cargan con el peso de la derrota histórica, una derrota que, a cuatro siglos de distancia, hoy, lejos de haber quedado atrás, crece hasta convertirse en el gran agujero negro de los destinos frustrados y las ideas proscritas, en el espacio tremendo e ineludible donde caben todas las esperanzas destruidas, todos los sueños rotos y todas las promesas traicionadas.

montserrat.alvarez@abc.com.py

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