Crónica de una temporada de música y de alegría

Eran los primeros años de la segunda mitad del siglo XX. Presidencia alegre de don Federico. Apenas pasados los carnavales, el Teatro Municipal experimentó uno de sus frecuentes acicalamiento mediante refacción y pintura de sus instalaciones desde la calle Presidente Franco hasta los fondos del escenario. Era evidente que se venía algún espectáculo de jerarquía, que la gente intentó adivinar, hasta que en el hall aparecieron los carteles que anunciaban nada menos que una infrecuente «¡Temporada de operetas y zarzuelas!» a cargo de la compañía de don Luis Sagi Vela.

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El llamado «género chico» no era desconocido en el Paraguay, y el nombre del director del elenco, tampoco; un tiempo antes, su padre, don Luis Sagi Barba, había organizado una serie importante de espectáculos de este orden, que promovieron la curiosidad primero, y el aplauso después, con un lleno completo del entonces llamado Teatro Nacional.

La primera voz masculina del nuevo elenco, la de don Luis Sagi Vela, era, pues, la del hijo del anterior director, don Luis Sagi Barba, cuya garganta había impresionado a nuestro público y aún suscitaba el asombro y la alegría de los que habían gozado con las voces españolas en aquella primera presentación en nuestro principal teatro.

A los pocos meses, la propaganda se extendió a los periódicos y se renovaron los carteles. Estos llamaban la atención desde el frontis del teatro. Destacaban que, además de Sagi Vela, actuaría otro cantante que había sabido ganarse la simpatía del público: el tenor Reyes Millán. Los dos alternarían en las funciones. Y promocionaban a la soprano Victoria Sportelli, una dama que, al decir español, tenía «todo lo que hay que tener».

La refacción del teatro nos recordaba a una señorita que había tenido poco éxito en Asunción y vivía en una casa de balcones en la calle Estados Unidos casi Aquidabán (hoy Manuel Domínguez), por donde pasaba el tranvía de la línea 2. Cada atardecer se prodigaba en afeites (como el Teatro Municipal) y se asomaba a uno de sus balcones, desde el que saludaba a todos los caballeros, ya fueran pasajeros del tranvía, ya fueran meros viandantes que iban o venían por esa arteria, que en la esquina de Aquidabán recogía a los numerosos pacientes de un reputado odontólogo allí instalado. Ambos, la señorita y el teatro, con frecuencia se daban una capa de pintura, para satisfacción de quienes atendían a la novedad que cada uno presentaba con sus polvos y coloretes.

Apenas se habían secado los carteles de la última tanda de propagandas cuando, en una última renovación, se avisó que la semana siguiente se iniciaría la temporada de zarzuelas y operetas con una pieza del primer género, eminentemente española: La del soto del parral. Antes de comentar individualmente cada obra presentada, creo que debo hacer dos acotaciones. Primero: que en medio de los tres o cuatro actos bajaba una especie de telón supletorio con los versos del coro, que ya habían sido cantados por actores y actrices, en letras de molde, con lo cual se invitaba al público, a su vez, a cantarlos. Y la otra, que destacaban en la platea los alumnos de los dos importantes conservatorios de la ciudad: el de Sofía Mendoza, antes integrante del Teatro Colón de Buenos Aires, y el de la princesa Nadine Tumanoff, esposa de un alto jefe de la Marina Rusa, exiliado, por su condición de miembro de la nobleza de su país, de la Madre Rusia, convertida por la revolución socialista en la URSS. El príncipe Jason Tumanoff se enroló en el ejército paraguayo y sirvió con solvencia y altura en la guerra con Bolivia. Las voces cultivadas de las alumnas de estas dos escuelas de canto sobresalían entre las de toda la concurrencia cuando se cantaban los coros.

No sé si era solo mi impresión, pero me parece que el contenido de las obras iba subiendo de tono, desde La del soto del parral hasta la que ocupaba algo así como un décimo lugar, ya muy picaresca: La corte del faraón, en la cual las actrices inclusive aparecían ligeras de ropa, para satisfacción de la concurrencia masculina.

La primera obra tenía un fondo un tanto inocente: el romance de una niña aldeana cuyo amor se disputaban dos jóvenes trabajadores de la tierra, que sostenían serias disputas. Al bajar el telón que lo reproducía, la asistencia cantaba el coro con entusiasmo desde las diversas instalaciones del teatro: Platea, Preferencia, Palcos, Tertulia y Paraíso, llamado también jocosamente «Gallinero» porque en él se apiñaba la concurrencia que pagaba las entradas de menor costo y, por supuesto, también de menor comodidad. La concurrencia de Plateas, Preferencia y Palcos eran generalmente los miembros de la clase «bien» de Asunción; no solo paraguayos: también un nutrido grupo de españoles de las muchas casas de comercio que iban desde Mariscal Estigarribia y Palma hasta Estrella y 25 de Mayo, zona que tenía como extremos a México y Colón; ellos solían estar abonados a todas las funciones, desde la primera zarzuela hasta la ultima opereta: el embajador de España, don Miguel Teus y López, cuya elegancia admitía en verano trajes blancos de tela inglesa sin duda adquirida en la casa Alegre Hermanos, sita en el «Palacio Alegre» de la esquina de Chile y Palma, frente a reparticiones del Poder Judicial instaladas a su vez en el ex Club Nacional construido en la época de los López y donde Madame Lynch organizaba suntuosos saraos en los que se ejecutaban las músicas de moda en las capitales de Europa. La gente del pueblo participaba de las fiestas a través de la gran cantidad de ventanas que daban a la calle Palma y recogía los compases europeos para convertirlos en música que hoy integra el folclore nacional, música a la que, según don Juan Carlos Moreno González, accedieron por el medio llamado «a través de la ventana»; verbi gratia, Londón Karape, traducción del nombre inglés Little London.

Luego de esta digresión, y volviendo a la lista de asistentes a la temporada de Sagi Vela, debemos recordar a los hermanos Angulo Jovellanos: don Nicolás (Nicolasito), que acudía con su bella hija adolescente María Elisa, felizmente casada luego con Fernando Zavala; don José María Angulo, que concurría con su elegante consorte, doña Doddy Pérez Recalde, y, naturalmente, don Jesús Angulo Jovellanos, solterón y novio consuetudinario de todas las solteras en edad de merecer, cuya elegancia disimulaba sus facciones poco agraciadas pero de una simpatía profunda, quizás adquirida en sus largos años de diplomático en Madrid, donde, en tiempos de la Guerra Civil, protagonizó más aventuras que Hemingway y salvó muchas vidas, tanto de uno como de otro bando, a las que concedió asilo.

Otro ibérico asiduo a la temporada era don Genaro Escudero Pérez, dueño del Hotel Colonial, sito en el bien cuidado y coqueto palacete de un hermano del mariscal López, donde hoy funciona el Ministerio de Relaciones Exteriores. Don Genaro concurría luciendo la belleza singular de su esposa, doña Maruja Prieto, que a sus dotes personales, de por sí fuera de serie, unía su arte en el maquillaje, todo lo cual movía a envidia a las otras damas. El matrimonio acudía a las funciones con su no menos dotada hija mayor, doña Carmen, que estudiaba en la facultad de química y farmacia y cuya elegancia era bien cuidada por sus padres.
Era también habitúe la familia Giralt, entre cuyas elegantes hijas la menor, Chichí, que solía lucir un refinamiento de encajes, arrastraba a las funciones a su candidato de largos años, que, aunque no era de raigambre ibérica, mostraba una gran afición por la zarzuela y estaba firme en muchas funciones.

Por separado, aunque estuvieran unidos comercialmente, cada cual con su familia, asistían los vascos Etchegaray y Raúl Díaz de Espada, estos últimos con su bella y simpática hija doña Sara (Beba) y su hijo Raúl, que por su estatura sobresalía entre los presentes de la Platea, todos ellos resaltando por su bien vestir, y las damas, por glamorosas y agraciadas.

Y para no alargar más esto, sin exámenes personales, ya solamente menciono a Pedrito Jorba, don Pedro Marés y los Marsal y Pallarés, sin olvidar a la guapa señora de Puigbonet, que a la muerte de su marido mantuvo la más prestigiosa librería de Palma, entre Chile y 25 de Noviembre, donde su gracia atraía a mucha gente, entre ellos a mi padre, que también me hizo cliente y asiduo lector.

Prosiguiendo con la temporada del Teatro Municipal, desde La del soto del parral y Agua, azucarillos y aguardiente, el ritmo y la picardía aumentaban con La verbena de la Paloma, de música ágil y versos con mucha gracia, cuya historia giraba en torno a una verbena famosa que se celebra hacia el 15 de mayo en la zona del Madrid viejo, donde está la capilla en la que se venera una imagen de la Virgen María que tiene en las manos al ave de color blanco que destaca la pureza de la Madre de Dios.

El argumento trata de una chica simpática del barrio de la Virgen de la Paloma, rodeada de muchos pretendientes celosos y deseosos de acompañarla a la verbena. El coro nos presenta a la niña acompañada de un señor de alguna edad; la pareja se cruza, en los alrededores de la verbena, con el novio de la joven, momento en el que luego, con el apoyo del «telón literario», se cantaba una copla que quedó como muy conocida en nuestro medio:

Dónde vas con mantón de Manila

Dónde vas con vestido chinés…

Pero de aquella copla y de otras coplas más, seguiremos conversando el próximo domingo.

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