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«Hay un camino verdadero, y otro falso, para orillar el Más Allá: el verdadero camino, es el cuerpo de la muerte; y el falso camino, es la muerte del cuerpo»
Jaime Saenz, Los cuartos
«Por qué alguém suicidando-se ao longe não me mata agora?»
Gilberto Mendonça Teles, Sintaxe Invisível
Dos decenios atrás, el director británico canadiense David Cronenberg estrellaba contra las pantallas grandes del planeta su film más impactante. Pesadilla lúcida cual quimera onanista de noche de sábado, con ocio bastante para procrastinar sabiamente sus efectos, Crash (1996) se presentaba como una rigurosa ficción gráfica engendrada por un padre cineasta a partir de la lectura de la más lacerante entre las novelas del escritor británico J. B. Ballard.
Crash, el libro (1972), fue, así, el antídoto exacto y oportuno para los terrores domésticos y las mal disimuladas ansias mortíferas y castratorias de ese otro apareamiento noratlántico por el cual el film La naranja mecánica (1971) de Stanley Kubrick prolongó la novela de Anthony Burgess (1962). Si los esmeros esteticistas de estos dos los volvieron el Walt Disney de la distopía pop para adultos occidentales cool, aquellos, desentendidos del buen gusto en lengua e imagen, serían los Hannah Barbera, más arriesgados y experimentales, menos seguros de su éxito pero también menos atentos a él en cada plano y en cada suspiro cronometrado.
Veinte años después, Crash sigue siendo un film que llevó el cine hasta uno de sus extremos. La crítica sigue escribiendo sobre él, y sigue siendo exhibido, vendido en copias digitales, y, sobre todo, accedido en plataformas digitales por públicos mundiales que no pueden o no quieren pagar por él: una obra que nadie quiere robar y llevarse, o que se usa en secreto, o es un fracaso, o es un clásico. Las que siguen son veinte tesis sobre el film que vimos en diversos países y circunstancias durante dos décadas que lo envejecieron todo menos nuestro interés y que acaban de cumplirse puntual, fatal, violentamente.
1. El rito. Cronenberg rueda Crash en un mundo futuro que ha convertido la crisis en oportunidad los peligros mortales de su desarrollo técnico en rito de exaltación corporal y sexual.
2. Crash, crack y boom. Los accidentes automovilísticos causan mutilación, pero también transformación y orgasmo: en el universo Crash, hombres y mujeres buscan la más eficaz escenificación del crash, que no es crack sino bombástico boom. El rito es lo contrario del dinero: no se gasta con el uso, sino que crece.
3. El mito. En La naranja mecánica, el abandono de los viejos mitos culturales nos arrojaba al mundo doloroso del sinsentido y de la ultraviolencia porque sí. El esteticismo de Kubrick tenía una explicación mítica para cada toma: si mostraba a Malcolm McDowell desnudo, era porque aprobaba estéticamente su pene. Si Cronenberg nunca nos da esa imagen de James Spader, es porque busca que los espectadores la reclamen, aunque callen. Ni compartimos los criterios anatómicos de Kubrick, ni nos deja alelantes Cronenberg, pero queda claro quién ha puesto su fe en mitologías ready-made, pret-à-porter.
4. La iniciación de los catecúmenos. En el universo reglado de Crash, todos viven su deseo en una puesta en escena que actúan con vergüenza pero sin renuencia. También los espectadores están invitados a una iniciación. Deben despojarse de toda credulidad en las convenciones recibidas.
5. El escarmiento de los infieles. Impugnar de antemano la gramática de Crash vuelve su ritualidad absurda, aburrida, demencial, malsana. Y sirve de poco: a menos que huya de la sala, el espectador vivirá una ordalía de una hora y media (que parecerá eternidad y media).
6. El paraíso de los creyentes. Si místicos y aun meros ascetas renuncian al ego y se funden con el Todo Inefable a través de un sacrificio extraordinario, ascetas y aun místicos son los personajes de Crash: olvidan los valores mundanos, superan el yo por la fusión epifánica con el otro, resignifican la vida individual en un ideal superior común. Adeptos de una doctrina antinómica, extienden ad infinitum el dominio de la lucha por el placer sexual: nuevos objetos inalcanzables, impensables sin volvernos nuevos sujetos.
7. El fluido humor. El buen humor de Crash es infeccioso. En cualquier otra combinación, sus formas y contenidos resultarían chocantes. Del tratamiento natural (o de la exaltación) del morbo y el ritual destila un humor kafkiano (tanto hilaridad espiritual como matérico fluido corporal) renovado, releído con tendenciosa maestría.
8. La música de las esferas. Los delirios de Crash de Ballard invitaban a dejar atrás las marionetas y monstruosidades de Videodrome, Naked Lunch o eXistenZ como meros bocetos. Contra expectativas y estereotipos, Cronenberg eligió una forma naturalista de encarar el plano. Y, para lograr el trance visionario que construye la novela, apostó por una banda sonora acaso sin parangón en la historia del cine. Con un brillo tan sensual como estremecedor, Howard Shore da música a la subjetividad apoteósica, delirante y visionaria de los personajes: savia y sangre de la poesía del relato, y de su belleza rica y extraña.
9. Identidad de género. ¿Ciencia ficción? ¿Pornografía? ¿Terror? ¿Comedia negra? ¿Thriller psicológico? Clasificar Crash a partir de un género nos retraería de las posiciones radicales de Cronenberg sobre lo que debe (o puede) ser el cine. La travesía exuda el Zeitgeist del doble vacío, metafísico y sexual (¿todas las calamidades juntas?). La distancia emocional entre las personas es mediada por el choque brutal de la materia con la materia. Rozamiento y percusión encienden una chispa de empatía, despiertan un brote de sentido.
10. Canto de mí mismo. Antes que narrativa, Crash es un poema audiovisual que el siglo XX canta a un siglo XXX. Cadencia, paleta, sonido y luz, cuerpos y voces, diálogos y silencios, todo confluye en la enajenación poética, el arrebato, y, aunque cueste admitirlo, el júbilo.
11. La profecía. Una sexualidad que la tecnología impulsa en vez de limitar, un renovado ego nacido de las bodas del hombre con el hombre y con la máquina, una libido fantasmática cuyo deseo crece por la insatisfacción en el exceso, el enfriamiento de las relaciones sentimentales egoístas, el vértigo de una vida sexual sin modelos que seguir o rechazar, el vacío y la base de todas las metafísicas… Nada de esto falta en el cielo de hoy, delineado al borde de la carretera por el profeta de Crash, Vaughan (alias Elias Koteas alias James Ballard alias David Cronenberg).
12. Coreografía, carrografía, cuerografía. Hoy es difícil ver en el cine velocidad, acción, automóviles y sexo sin montajes frenéticos de videoclip fastandfurioso y pirotecnia barata de millones de dólares malgastados. Como si la ecuación choque=purificación por el fuego retuviera un atisbo de poesía o realidad más allá del fangoso y sanguinolento lugar común, cual vampiros infectados de modernidad bailando una danse macabre gótica los autos en Crash siguen un ritmo tan irresistible como quirúrgico es cada corte: velocidad e impacto resultan del montaje puro. No hay plano de más en esas secuencias. Literalmente, ¿quién te quita lo bailado?
13. Historia de nunca acabar. La gran «masa media» se preguntará si trama y estructura en Crash han sido incitadas por la forma narrativa del porno. Cabe recordar que en los noventa medraban los filmes pornográficos: largometrajes, algunos notables, de desarrollo habitualmente morfológico antes que histórico, consistente en alternancia de variables: ella sola, él solo, ella con él, él con ella, ellas y ellos y ellas y ellos, todas y todos. En Crash, el fetichismo tecnológico y futuro de la disfunción automovilística violenta acicatea estas operaciones combinatorias, que ni menosprecia ni relega…
14. El tiempo perdido. La magia porno concretó una utopía narrativa, una dinámica de lo eterno antes que de lo temporal: cada plano valía tanto como el posterior o el anterior, era primigenio y final en igual medida. La ciencia de la narratología, central en la crítica literaria y la semiótica del siglo XX, inerme, no podía levantar sus herramientas. Crash es una obra abierta en un sentido peligrosamente cabal: carece de desenlace porque carece de origen. Más grave, más feliz: fin y principio, demuestra el film, son irrelevantes para el sentido del relato.
15. Cicatrices. Cronenberg es una cicatriz en el tejido conceptual de los historiadores del cine. Aunque corona el edificio simbólico del mad scientist canadiense, Crash sigue siendo excepcional. Nunca se habrá hecho una meta-reflexión tan honesta, brutal e inteligente que cuestione la belleza desde las entrañas de la belleza, pieza por pieza, órgano por órgano, aparato por aparato.
16. El hecho social. Como el cine, el automóvil conoció una expansión inédita en el siglo XX. Extremando, se podría decir que son los medios de esa centuria. Como todos los dispositivos y utensilios insertados en la médula espinal de la cultura, el cine y el automóvil han innovado nuestros sueños y pesadillas por sus cualidades indudablemente mitológicas.
17. El accidente sustancial. Legisladores, científicos, ingenieros, médicos, pedagogos, políticos, policías, etcétera, trabajan para erradicar los accidentes automovilísticos, que, sin embargo, como siguiendo una oscura ley natural, son parte del pulso de las grandes ciudades. ¿Hay alguna racionalidad detrás de todo esto? ¿Una astucia de la razón?
18. (No tan) larga vida a la nueva carne: El mutante engendrado por el demiurgo de Crash, tan ajeno al universo Marvel, suerte de inmolación frankensteiniana que unifica creador científico y criatura a base de topetazos a alta velocidad, es un zombie tanto en su forma de actuar –de autómata– como de andar –que recuerda, escalofriante, no tanto la muerte del cuerpo como el cuerpo de la muerte.
19. The Big Crash Theory. Como símbolo, el Big Bang es la hipóstasis cultural del principio monoteísta elevado a idolatría meta-metafísica. Quizás el inicio sea la colisión violenta: el choque, recuerda Crash, no solo destruye, sino que también genera.
20. The Fire Next Time: Si estas reflexiones no bastaron para introducir Crash al potencial espectador, solo queda repetir, sin perder las esperanzas: «...may be the next one, may be the next one…»
Alfredo Grieco y Bavio desde Porto Alegre
Diego Loayza desde La Paz