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Políticos, estudiantes, empresarios, futbolistas, locutores, contadores, despenseros, amas de casa, niños, abuelos, periodistas, gentes de todo tipo y pelaje se exhiben ante nuestras narices persiguiendo sin descanso en los recíprocos likes de Twitter, Facebook, Instagram, etcétera, la confirmación de sus correspondientes visiones ideales de sí mismos, de sus denuestos de otros, de sus deformaciones de lo propio y lo ajeno, masivamente solos, buscándose a sí mismos, con los ojos vendados, a tientas sobre la muda y fría superficie de un gran espejo.
No sería lógico que engañaran a nadie, pero engañan a todos; logran connotar inocencia, naturalidad, candor infantil y todas las cualidades necesarias para volver invisibles el absurdo, la malevolencia o la maledicencia (que en un contexto menos manicomial y delirante serían inocultables) de sus discursos, que son los de miles de millones de usuarios de las redes sociales.
Los mecanismos para atenuar la natural resistencia a creer en lo infundado y facilitar la aceptación social de estos espejismos narcisistas tendrían que ser evidentes, no digo para cualquier ser humano, sino para cualquier gato en su sano juicio, pues llegan a ser tan burdos como emojis o mayúsculas; y, sin embargo, no se perciben como lo que son, sino que se aceptan como lo que pretenden ser –efusiones inocentes–, en una especie de ceguera generalizada tan inquietante y macabra que espero por el bien de todos que, si alguien habla de esto en el año 2977, nadie le crea, y que los historiadores del futuro (tan demorado) al estudiar este fenómeno tengan que mojarse la cara con agua fría para asegurarse de que están despiertos.
Asignarse cualidades que otros querrán compartir para lograr aprobación apelando a su vanidad, hacer afirmaciones cuya realidad no le pueda constar a nadie –o acusaciones: acusar de odio al coreano, de plagio al vecino, de atropello al primo–, insultar de forma velada –decir, por ejemplo, que si uno fuera conformista / adulador / corrupto / imbécil / obsecuente tendría… (rellenar el espacio con algo que uno no tenga pero que aquel o aquellos a quienes quiere rebajar indirectamente sí: un trabajo, unos amigos, una chipa argolla, no importa qué)–… En fin, deslizar indirectamente mensajes implícitos sobre la propia superioridad de estas y mil otras formas no tendría que engañar a nadie, pero es una práctica que se aplaude con pasmosa incondicionalidad.
¿Por qué? ¿Cómo explicar este misterio?
Un pacto social inconsciente podría explicarlo: la generalizada credulidad se debería a que todos hacen la vista gorda a la farsa ajena porque los mismos engranajes de los que esta se vale les permiten a su vez creer, y hacer creer, la propia. Los diversos procesos de utilización de uno mismo, de la propia personalidad, como espectáculo forman un, no nuevo, pero sí renovado orden de la apariencia, en el cual el sujeto es un signo que se comunica a sí mismo con cualquier pretexto o tema. Un orden sostenido por contratos que tienen que ser invisibles y, sobre todo, negados por quienes los suscriben, es decir, inconscientes, pues, de otro modo, la magia que permite a todos vivir estas ilusiones sobre lo especial que es cada uno desaparecería dejando al descubierto el prosaico truco que sustentaba la fantasía.
La incesante idealización y exhibición de la propia persona, de la propia experiencia, de la propia vida, marca las comunicaciones virtuales en la sociedad actual y, a través de estas, deja su impronta en todo, virtual o no, incluida la subjetividad. Una red de operaciones semióticas cotidianas, automáticas ya, hace del propio emisor el verdadero contenido de sus mensajes, en constante conexión con destinatarios invisibles, emisores a su vez, espectáculo que se ofrece a ese vacío y que define una cultura en la cual la imagen ideal que alimenta de sí mismo y proyecta ante los demás en las redes cada sujeto se construye en parte sobre el alarde y en parte sobre la agresión abierta o velada, crasa o sutil, contra otro u otros.
Poco lugar hay, en un espacio de esta naturaleza, no digo ya para la parresía, ni para la dialéctica, sino ni siquiera para la franqueza, para la simple y grata honestidad. Algunos nos hastiamos o nos asqueamos de las maniobras de estos conventillos 2.0; otros, los mejores, ni siquiera las prueban –quiero creer (creo) que no lo necesitan–; muchos, tal vez los más, parecen haber nacido para ellas.