Compañeros (II)

Los conflictos entre el poder y el derecho prosiguen en esta segunda entrega del testimonio de un jurista, catedrático, defensor de presos políticos y perseguido a su vez por sus propias convicciones durante la dictadura.

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Luego de un par de meses casi sin clientes en mi escritorio, un atardecer recibí la “visita” de dos personas de particular que me dirigieron la consabida frase: “El jefe quiere hablar con usted”, y me condujeron de vuelta al local de la calle Presidente Franco. Tras la balacera del cine Splendid, que motivó cambios radicales en la Policía, instalándose el coronel Duarte Vera en la Jefatura y Pastor Coronel en Investigaciones, fui con algún miedo, pero confiado en mi amistad de infancia con el segundo. Mi padre fue apoderado del dueño de Puerto Rosario, donde el padre de Pastor era jefe del Resguardo. Más o menos de la misma edad, por las tardes los chicos jugábamos “partidi” en la Plaza de los Héroes, frente a la oficina administrativa del puerto, en esa pequeña población donde todos se conocían.

En Investigaciones, luego del repaso de mi fichaje, fui conducido al segundo piso, a una oficina amplia, sin puertas y sí cerrada por un enrejado, con un cartelito que decía “Sección obrera”. Ya estaban ahí tres presos de los que conocía a dos: Carlos María Ríos Alvarenga y un militar retirado de apellido Ortellado que pasó un tiempo confinado en Puerto Rosario, punto de aterrizaje de una línea aérea (TAM) que funcionaba comercialmente de Asunción a Puerto Casado, con escalas en el lugar. Ortellado había encontrado un oficio productivo en recoger a los pasajeros y llevarlos desde la pista hasta sus casas en Villa del Rosario o en el Puerto, a unos cinco kilómetros. Me saludaron cordialmente y me ayudaron a instalarme, entreteniéndonos en largas conversaciones que siempre giraban sobre la averiguación de la razón que nos había conducido al lugar, si bien Ortellado era hermano del capitán del mismo apellido que, con el capitán Napoleón Ortigoza, había sido objeto de privación de libertad en condiciones a veces infrahumanas, y a que el capitán, recluido en el Departamento Central, era un personaje notorio por su casamiento con la deportista María Digna Escurra Coll, autora de la proeza de haber unido a nado Concepción con Formosa, a quien yo también conocía.

Cerrado el portón con candado al amanecer, desde nuestra improvisada atalaya vimos en la vereda de enfrente abrirse los balcones y ventanas de los pisos superiores del Ministerio de Hacienda, a los que a media mañana asomaban las funcionarias, algunas de las cuales nos conocían y saludaban con pañuelos colorados…

La vida era monótona, salvo por los periódicos que mi familia me remitía, en algunos de los cuales se informaba de mi detención, dada mi condición de docente universitario. Pasé unos doce días en esta reclusión que solo me sirvió, por un oficial que cursaba Derecho (había sido mi alumno) y que me transmitió el chisme, para enterarme de que se decía que el ministro Sabino Augusto Montanaro era responsable de mi detención, gesto de amistad del secretario de Estado hacia un belga de apellido Mentem cuya extradición estaba tramitando yo en representación del gobierno europeo. Este señor arrendaba en el Departamento de Itapúa el Hotel El Tirol, donde algunos personeros del gobierno que solían pasar allí sus días libres (que, por supuesto, no pagaban) ganaban la amistad del dueño, que retribuían con su “protección”. Mi actividad profesional ponía en riesgo el extrañamiento del belga a su país, donde se lo requería por algunos delitos comunes, y el ministro del Interior le otorgaba su ayuda dificultando, apresamientos mediante, mi trabajo persecutorio.

Satisfecho por lo que había averiguado a costa de mi libertad, no le di mucha importancia al episodio, que, una vez más, mermó el prestigio de mi escritorio profesional, por entonces engrosado con otros profesionales como el Dr. Raúl Codas, el Dr. Carlos Franco Croskey y la Dra. Ibelisse Barrios, quienes se afanaron por obtener mi restitución y recuperar algunos clientes que se habían alejado con motivo de la mala fama que así se creaba a mí alrededor. Saldo: tres “compañeros” más de este ámbito policial.

Más o menos por esa época, sin buscarlo yo, un día, en horas de la siesta, fui nuevamente requerido y conducido al mismo local de siempre; para mi sorpresa, en el consabido primer piso encontré al entrar a otro “colega”, un abogado de apellido Patiño, oriundo de San Lorenzo, que, por supuesto, había sido mi alumno durante su carrera universitaria y que, según me relató, hacia bastante tiempo que estaba recluido, tanto que era una especie de “preso de confianza”. En efecto, ese día súbitamente entró en nuestro habitáculo el oficial de guardia, que, apartando a Patiño, conversó con él en voz baja y ambos bajaron hacia el zaguán de salida, dejándome solo en el lugar de reclusión. Minutos después escuché un diálogo en voz alta y, como a la hora de la siesta nadie estaba, pude llegar hasta la escalera para escuchar más claramente lo que se hablaba.

Pesqué, más o menos, una voz extraña a la que Patiño contestaba: “Sí, mi Coronel, yo lo conozco a usted, soy colorado y sé que está al mando de un regimiento de la Caballería”; la voz extraña, airada, respondió: “Mire, oficial, vengo por mi hijo, ese músico que dice que fue detenido por difundir músicas de protesta, subversivas y contra el Gobierno. Absurdo, si yo soy un jefe importante de la Caballería, no me explico cómo él estaría perturbando el orden”. Entendí que Patiño le contestaba: “Si por mí fuera, mi coronel, le entregaría inmediatamente a su hijo, pero no tengo esas facultades porque yo no soy personal de esta oficina policial. Yo hace como veinte días que estoy preso”.

En ese momento llegó el oficial de guardia, que aparentemente había ido al sanitario y que dada su confianza instaló mientras tanto en su mesita escritorio a Patiño; la voz extraña repitió más o menos lo que ya había escuchado, y añadió: “Y si tiene que pedir permiso a alguien, hágalo. Dígale que yo vengo a retirar a mi hijo”. El oficial de guardia le dijo: “Voy a hablar por teléfono”; pude entender que hablaba con un superior y luego, dirigiéndose al coronel Medina, le pidió pasar a una salita aledaña, diciéndole: “El jefe del Departamento de Política y Afines estará aquí en diez minutos para resolver el problema, y entre tanto le ruega aguardarlo en su despacho, que es más fresco y donde, si quiere, le voy a servir un cocido”. Me replegué silenciosamente a nuestra habitación; llegó Patiño, muerto de risa, relatándome el episodio, y más o menos un cuarto de hora después Santi Medina, que dormía plácidamente la siesta, fue despertado con orden de bajar con todos sus equipajes y colchón para ser puesto en libertad. Parece un chiste pero es la verdad verdadera del suceso vivido…

No quiero prolongarme más sobre este trabajito que me ocasionó tanto perjuicio al mermar mi prestigio profesional y transmitir el perjuicio a la familia que como jefe tenía la obligación de alimentar tres veces al día, educar en establecimientos de buen nombre y solvencia, preservar su salud y otras cosas de costo que no podía atender sin trabajar para solventar la existencia familiar. Sin embargo, tengo algunas cosas que, si bien no sirven para otorgarme ninguna clase de brillo, son tan pintorescas que es bueno transmitirlas a los que no conocieron este tipo de penurias. Una mañana, al llegar al Tribunal’i, en la calle Benjamín Constant, dos personajes me tomaron uno de cada brazo, me informaron: “Nos tiene que acompañar al Departamento de Investigaciones”, y me condujeron a un vehículo entre la protesta de varios colegas, a los que ahuyentaron con exhibición de las armas que llevaban en la cintura, tras lo cual fui a dar a ese edificio que ya me estaba resultando conocido.

Al llegar al mismo y ser conducido al ya célebre segundo piso, con sorpresa me encontré con el entonces director del Hospital de Clínicas, un joven y afamado médico, el Dr. Torres Salinas, con su chaquetilla profesional blanca, con quien tenía amistad por transitar los mismos caminos del pensamiento político. Creo que intercambiamos la misma frase: “Eh… ¿que haces acá?”, y la respuesta habrá sido la misma: “estamos detenidos”. Nos llevaron a guardar reclusión en una habitación donde funcionaba el consultorio odontológico de la institución. De puro “canchero” me senté en el mueble más cómodo, el sillón de los pacientes. Durante el resto de la mañana intercambiamos pensamientos, la mayoría sobre la posible causa de nuestra detención; notando preocupación en el rostro del facultativo, traté de desvanecerla diciéndole que estos episodios solían ser breves, pero Torres Salinas me contestó, con tono profesional, que en ese momento tenía a su cargo la atención de un paciente que se encontraba delicado.

Pasado el mediodía y cuando ya habíamos compartido el almuerzo que me hiciera llegar mí familia, atiné a preguntarle a mi “compañero” quién era el paciente que le afligía, y me contestó: “El señor Juan Abdo”, refiriéndose al padre del secretario privado del presidente de la República. Sin poder contener la risa, le dije en jopará: “Etonces ja pará que salís antes de que anochezca, tu paciente estará más preocupado por tu desaparición que vos mismo”, y él pensó que solo lo decía para darle ánimo.

No puedo dejar de contar que durante la mañana se apersonó en el consultorio un conocido nuestro, a veces infiltrado en nuestro grupo político como “compañero de ruta”, un odontólogo de apellido Grassi que “con grado policial y todo” se desempeñaba como dentista del personal de la entidad. El Dr. Torres Salinas trató de hablar con él, diciéndole: “¿Te puedo dar un mensaje para mi familia?” El sacamuelas le dio la espalda, me echó una despreciativa mirada con la cual me significaba su incomodidad al verme sentado en su sillón profesional, y, sin hablar, se dio vuelta y llamó al oficial de guardia; tuvieron un breve pero notoriamente desagradable coloquio y el policía, que, sin duda, sería su superior, le dijo: “Yo tengo órdenes de ubicar a estos señores en un lugar cómodo, y este consultorio es el mejor…”

“Sin otra novedad”, como rezan los partes policiales, el día transcurría con la lentitud de estos casos hasta que a las cinco y media aproximadamente el doctor fue llamado por el oficial de guardia que le comunicó que recuperaba su libertad (a pedido de alguna autoridad importante), ante lo cual no pude menos que decirle: “Ya ves. Te gané la apuesta…”

En otra ocasión de presencia involuntaria, un día de invierno escuché fuertes voces entre las que distinguí: “Contra la pared, contra la pared”, y por algún agujero pude divisar que en el patiecillo embaldosado un individuo de muy mal aspecto, vestido con ropas deterioradas, pantalón y camisa de color caqui, barbudo, era manguereado contra la pared; un soldadito le alcanzó un ladrillo de jabón amarillo, diciéndole: “Lavá también tu ropa”; los golpes de agua lo mantenían apretado contra la pared, y escuché que desde la pieza de la planta baja en la que estaba detenido el fallecido Dr. Eduardo San Martín le gritaba al oficial superior en ese lugar: “¡Oficial! Deje de maltratar al detenido. Él no es objeto de la diversión de ustedes”. El funcionario contestó: “Doctor, por favor, no se meta, yo tengo orden de bañar a este puerco”.

Tiempo después supe que, por esos días, un grupo de palestinos refugiados, a costa de muchos dólares, habían sido timados por un canalla que les ayudó a escapar ¡a Paraguay! Concretamente, a Asunción, donde los alojó en una especie de casa de pensión en la calle Independencia Nacional entre Humaitá y Haedo, no sin antes incautarse de sus pasaportes.

Entiendo que la señora que dirigía el establecimiento tendría amistad con algún personaje resguardador del orden, al que informó de la novedad luego de una semana en la que la decena de “refugiados”, no muy afectos a la higiene, habían impregnado la casa de un olor insoportable que hacía que otros clientes se quejaran. Como ni la dueña ni los palestinos hablaban ninguna lengua en la que pudieran comunicarse, la señora contó esto a su amistad policial, que condujo a los refugiados al Departamento de Investigaciones, donde también transmitieron su insoportable hedor, hasta que don Pastor Coronel, cortando el problema por lo sano, embarcó en una lancha a los diez olorosos, que fueron cruzados a Clorinda y que, intérprete mediante, recibieron la orden de no volver a territorio paraguayo.

Parece que alguno de los más despiertos del grupo de expulsados tenía dólares entre su ropa, y así consiguió que se lo devolviera a Asunción, donde, sin conocer la ciudad, echó a caminar “evocando” la calle Presidente Franco, hacia el norte, yendo a parar, lógicamente, a la cuadra del Departamento de Investigaciones, donde un guardia lo identificó, lo detuvo y lo integró a la casa de detención, dentro de la cual algunos presos políticos protestaron a gritos ante el olor oriental. Nadie sabía su nombre, pero, conocida su procedencia, todos le llamaban Al-fatah. Como recuperamos la libertad en momentos diferentes, nunca más lo vi ni pude saber cuál fue su paradero. “Cosas Veredes, Sancho”…

Muy optimista, pensé por el correr del tiempo que ya se habrían olvidado de mí cuando a fines de 1969, creo que el 28 de diciembre, me enteré de que mi amigo, ex compañero de colegio y facultad, e integrante de la misma cátedra en la Facultad de Derecho, el Prof. Dr. Gerónimo Irala Burgos, político afiliado al Partido Demócrata Cristiano, del que llegó a ser presidente, había sido detenido y remitido vía aérea a Bella Vista Norte, una minúscula población aledaña a la frontera con Brasil, confinado. Me alarmé al recordar que meses atrás, respondiendo al pedido de sus padres, la totalidad de los miembros de la cátedra de Derecho Procesal Penal de la cual era titular una de las figuras más relevantes de la enseñanza universitaria, el Dr. Víctor B. Riquelme, habíamos asumido la defensa de varios líderes estudiantiles implicados en una revuelta universitaria: el Dr. Juan Félix Bogado Gondra y los alumnos Guido Rodríguez Alcalá, Ticio Escobar y otros más, a quienes se sometió a proceso y se recluyó en la Penitenciaría Nacional. El hecho había disgustado profundamente a las autoridades del gobierno.

Tras conocer la medida contra Irala Burgos, a dos días de la festividad del año nuevo, ya no me quedó sino ir preparando el magro equipaje que se permite llevar al que se le anuncia: “El jefe de Investigaciones quiere hablar con usted”. De este modo, el 3 ó 4 de enero de 1970 se cumplió mi premonición y fui nuevamente conducido al local de la calle Presidente Franco, donde era el único “preso político”.

aencinamarin@hotmail.com

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