Compañeros (I)

Primera parte del testimonio de un jurista, catedrático, defensor de presos políticos y perseguido a su vez por sus convicciones políticas, sobre un pasado no suficientemente conocido.

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He tenido numerosas facetas diferentes en mi vida, casi todas sin mayores trascendencias, pero integrantes de una personalidad forjada con cierto esfuerzo con el apoyo de mi padre, que se ocupó muy bien de inculcarme el sentido de independencia, que deslució algunos brillos eventuales de mi incursión en la política en la cual fuera acaso “mi hora más gloriosa”.

Como entre trabajos, juventud, estudios, deportes y los naturales contactos con gente del bello sexo acumulé un anecdotario frondoso, en mis soledades, que llevan a la reflexión, a veces el repaso de mi hoja de vida me sume en risitas evocadoras de momentos gratos, y otras en la melancolía de aquello que abracé siempre con pasión… tanta que a veces alcancé a pensar que mis imperfecciones vitales recibían ya castigo prematuro, pues, como quiero ser optimista, sigo pensando que el Juicio Final aún está lejano y que mis maldades todavía no están juzgadas por el Supremo.

Decía que mis actividades habían abarcado diversos ámbitos y cuando orillaba los veinte años algunas señoras de la sociedad aspiraban a que pusiera mis ojos en sus hijas casaderas por considerarme “un buen partido”: era estudiante aventajado de la universidad, participaba en la vida política a nivel juvenil, hacía deportes con suerte dispar, y esta era una actividad sana, se me veía en los actos del culto, lo que me daba una suerte de “olor de santidad”. Solo que las apreciaciones de hijas y madres no eran precisamente coincidentes…

Era una edad en la que, en los grupos humanos de cada actividad, la coincidencia de intereses, la similitud de afición al deporte, mi afección política al partido de la familia y la admiración por las féminas de nuestra edad hacían que tuviéramos una relación afectiva que se identificaba con la palabra “compañeros”. Alguno de los grandes del derecho, creo que Calamandrei en una de sus sesudas obras, explicaba que la expresión “compañero”, con su poder se acercamiento entre seres que se profesaban afecto, provenía de dos voces latinas, “cum” y “pane”, queriendo significar que el acercamiento amistoso o afectivo hacía que más de una persona “comiera el pan”, alimento básico de la Antigüedad que solo se compartía con personas cercanas a nuestros afectos y esencia del acercamiento que en el orden del condumio iba paralelo, “cabeza a cabeza”, con el vino que engalanaba mesas y fiestas. Solo quiero recordar el episodio de las Bodas de Caná y el milagro primigenio de nuestro Señor para evidenciar la superioridad de su ser ante el resto de los terráqueos.

En mis varias ocupaciones, las serias y las otras, pertenecí a diversos conglomerados de compañeros, uno de los cuales no me fue, precisamente, el de más afortunados resultados: la política. En este quehacer nunca fui entusiasta de ocupar cargos triunfales o “de mando”, lo que me permitió, a la hora de la afeitada, compararme en el espejo con un caudillo del Partido Colorado, José Gill, personaje de la “high” que nunca aspiró al gobierno y que abandonó los salones de la alta sociedad para ser el compañero de la gente de clases desplazadas y montado en un folclórico caballo criollo se embarcó en las montoneras de los menos favorecidos para enfrentar a las huestes gubernativas. Como a él me gustó más señalar con el dedo a aquellos que quebrantaban la moral, la ética, la honestidad y el respeto por los Derechos Humanos.

De allí que, aun con el partido en el gobierno, siempre estuve en la posición crítica que me impidió progresar en el ámbito de la supremacía cívica y naturalmente se me vedó el acceso a la función pública; hoy, con setenta años de afiliado a mi partido, casi siempre gobernante, solamente durante unos cuatro años ocupé diversos sitiales que van desde el Ministerio de Agricultura y Ganadería hasta la más encumbrada posición en el cuerpo diplomático, de donde tuve la dignidad de renunciar a un alto cargo de confianza para poder expresar mi disconformidad por la actitud de Alfredo Stroessner que a quienes postulaban la democracia hacía objeto de tratamiento persecutorio y de un plumazo el 29 de mayo de 1959 disolvió la Cámara de Representantes, símbolo del pensamiento republicano, que discrepaba con su accionar y el de su entorno. Reputados legisladores y políticos de la categoría de jefes republicanos no solo fueron apartados de los Poderes del Estado y otros cargos sino también apresados, maltratados y objeto del más cruel castigo político inventado por la antigüedad griega: el ostracismo.

Curiosamente, por entonces ocupaba un cargo de privilegio en la Embajada de Paraguay en Buenos Aires y por un azar me tocó descifrar el telegrama en clave con el cual el Ministerio de Relaciones Exteriores informaba de los sucesos de la política y las decisiones del gobierno. No menos curioso es que en ese momento estuviera en tratativas de suscribirse un convenio de cooperación económica con el vecino país hallándose una delegación nacional en Buenos Aires, integrada por el viceministro de Relaciones Exteriores de Paraguay, Dr. Luis María Ramírez Boettner, que, ante un aviso del personal inferior de la llegada de un cable cifrado, cuya clave estaba en mi conocimiento y cargo, creyó necesario que fuera a la embajada, vertiera el telegrama en clave a la lectura comprensiva y se lo llevara a enseñar al señor embajador y al subsecretario de Estado reunidos con la delegación nacional en el Hotel Nogaro; leído el texto pedí al viceministro tuviera a bien informar al señor canciller de la República mi inmediata decisión de renunciar al cargo. Todos los superiores presentes, y eran varios, intentaron disuadirme pretendiendo darle solamente la categoría de una reacción temperamental, por lo cual finalmente opté por el silencio.

La Cancillería tardó cinco meses en aceptar mi renuncia y, según los chismes, fui sostenido en ese lapso por tres grandes bonetes que sostenían la diplomacia paraguaya: mi maestro, el Dr. Raúl Sapena Pastor, el Dr. Juan Plate, embajador del Paraguay ante Estados Unidos, y el Dr. Luis María Ramírez Boettner, quien con el tiempo me contó que por entonces yo estaba por ser trasladado y ascendido como embajador alterno ante la OEA; con la parte lógica de mi mente, desde luego, no esperaba ser aplaudido al llegar a casa, pero una de las cosas que me ocurrieron y despertaron más de una risita intima fue el modo como, a veces esperando el tranvía en una esquina, pasaban muchos que fueron beneficiarios de atenciones en Buenos Aires y fingían una distracción para mirar algún suceso de la vereda de enfrente y no verme, ni mucho menos invitarme al transporte en su auto, y una niña a la que solía visitar me transmitió un día que su padre me hacía pedir que cesara la relación amistosa con su hija “porque le comprometía”.

Tiempo después dejé de ser ignorado por los mandamases, a excepción de quienes dirigían la Policía de la Capital y el Departamento de Investigaciones dependiente de la misma: la historia empieza una madrugada de verano de una fecha de la década de 1960 o 1970: A las 02:00 am el timbre y el portón de calle sonaron en forma inusitada, y aunque tenía el pie derecho inflamado por una luxación de tobillo, como único hombre de la casa salí a la puerta de la calle donde, para mi sorpresa, de una “caperucita roja” salió una media docena de hombres comandados por una persona vestida de pantalón y camisa, que luego supe que era un funcionario policial de apellido Decoud, hijo del Dr. Luis Ángel Decoud, abogado y una bellísima persona a quien nunca hubiera imaginado vinculado con esos menesteres.

Decoud me dijo: “Dr. Encina, está detenido, el jefe de Investigaciones quiere hablar con usted”. Contesté con la clásica salida de que mi pie inflamado me impedía acompañarlo, pero que al día siguiente me presentaría a la entrevista que se me requería. Soltó una risa: “Está equivocado, debe venir ahora” y, abriendo el portón de la calle, dejó entrar a varios integrantes del pelotón. Apenas tuve tiempo de gritar una explicación a mi madre y a mi esposa embarazada, cuando dos esbirros me empujaron dentro de la camioneta, que partió rauda hasta la calle Chile con rumbo a la ribera del río. En esa calle había un conocido establecimiento, el Bar de los Choferes, colmado de noctámbulos en mesas sobre la vereda. Decoud ordenó a uno de sus subalternos que bajara a comprarle una caja de cigarrillos rubios y, mirando por la ventanilla, identificó a un cliente que enfrentaba un “bife a caballo”, bien vestido, elegante hasta en el manejo de los cubiertos, y dijo: “Humm, miren al amigo Velázquez Alemán” (a quien yo conocía).

Seguimos hasta el Departamento de Investigaciones, en Presidente Franco, a metros de Chile. Ahí, cumplido el “fichaje”, subimos por una escalera a un piso superior donde, en una amplia habitación, sentados a una larga mesa en dos incómodas sillas, estaban los correligionarios Dr. Rubén Acosta Fleitas, médico y dueño de una conocida farmacia que atendía día y noche en el centro, y el Dr. Gerardo Herrero Céspedes, un personaje partidario un poco más viejo que nosotros, vestido con un traje de brin blanco, impecable.

Acosta Fleitas se interesó por mi pie descalzo e inflamado, preguntándome si había sido maltratado. Le expliqué cómo había sido arrancado de mi hogar. El encargado de conducirme al lugar, al escucharnos, salió de la pieza, regresó unos minutos después, me dijo: “Dr. Encina, venga a otro lado porque con estos individuos se comprometerá aún más”, me llevó a un habitáculo sin muebles del piso inferior, me indicó: “Permanezca allí” y se retiró dejándome recostado contra la pared hasta que al no soportar más me tendí en un rincón de bien lustradas baldosas donde permanecí acostado hasta el amanecer, sin dormir, dado que había un ruido como de agua por una cañería, que mi imaginación y mi inexperiencia en estas cosas asociaban a la carga de la “pileta”.

Nada pasó, sin embargo, salvo que un rato después vi pasar al señor Velázquez Alemán llevado a otra repartición. Tratando de atar cabos, llegué a la conclusión de que el undécimo mandamiento era comer públicamente a la madrugada un bien servido “bife a caballo”, con su acompañamiento de dos o tres huevos fritos, papas y cebollas, puesto que, dadas las apariencias, este señor bien vestido no habría estado cometiendo ningún tipo de delito común ni político a esa hora de la madrugada y en un lugar tan transitado.

Alrededor de las 4:30 o 5:00, tras el largo sonido de un timbre eléctrico, comenzó el movimiento laboral del Departamento de Investigaciones, y de la habitación de enfrente comenzaron a brotar detenidos, entre los cuales el primer conocido que distinguí fue el exmilitar, ya identificado como líder comunista, de apellido Chase Sardi, por entonces mimetizado como dueño de la florería Boheme, que me dijo: “¿Qué hacés acá?” De inmediato dio cuenta de la prototípica organización de las agrupaciones de izquierda y me indicó un cajón con hielo, botellas de leche y un termo con jugo cuya propiedad reivindicó a la vez que me habilitaba su uso cuando tuviera algo que mantener frío. El segundo fue un estudiante de Derecho que había sido mi discípulo, Marcial Valiente Gómez, hermano de un distinguido oficial joven del ejército, poco después imputado de conspirar contra la dictadura instalada en el gobierno y defenestrado. Al ver mi pie hinchado, me ofreció su colchón. Pude corresponder el gesto en junio, cuando se le denegó dar examen en la Facultad “por falta de asistencia”, falta que palié otorgándole un certificado de que habíamos compartido la detención en el Departamento de Investigaciones. Estos fueron los primeros miembros de un nuevo grupo de “compañeros” de raigambre política…

Al atardecer de ese día fui llamado al despacho del señor jefe de Investigaciones, por entonces el inefable José Alberto Planás, quien con el índice de la mano derecha me señaló una silla frente a su escritorio y cuyas primeras palabras fueron: “Dr. Encina, ¿no cree que todos los paraguayos podemos vivir armónicamente dentro del territorio nacional?” Le contesté: “Naturalmente, creo que es imprescindible este modo de pensar en un gobierno democrático”. Alzó la voz: “¿Y por qué entonces se reúne con esos grupos revoltosos del comité central de la juventud colorada?”. Respondí: “Creo que está mal informado, señor jefe. El grupo en el que milito, fundamentalmente por mi edad, no se dedica a ninguna actividad revoltosa de orden político, menos si somos colorados y se dice que este es el partido del gobierno”. Al parecer se molestó, pues levantó aún más la voz y se despachó con diatribas contra quienes comandaban a la gente joven y al estudiantado colorado, indicándome con nombres y apellidos que nuestro comportamiento nos convertía en traidores a los postulados republicanos. Advertí que estaba airado y decidí hablar lo menos posible; a la media hora, aunque suavizado ya, me dijo: “Retírese”, y volví a la habitación que se me había asignado. A las once de la noche, para mi sorpresa, un funcionario se acercó al lugar donde ya estaba acostado en la colchoneta que me habían mandado de mi casa y me dijo: “Dr. Encina, tome sus cosas y váyase, está en libertad”. Enrollé la colchoneta y, con un bolso de ropa en una mano y un termo en la otra, fui a la puerta de salida. Me llamó la atención que el oficial de guardia me preguntara con gran amabilidad: “¿Cómo va a ir a su casa?”. Le dije “Y… caminando nomás, pues vivo a pocas cuadras.” Se rió: “No puede ser, le voy a llamar un taxi”. Le manifesté que no llevaba dinero por la sorpresa de mi detención y, como si adivinara mi intención de exhibirme con mi equipaje ante la multitud que colmaba el Lido Bar, me volvió la espalda y pidió un taxi por teléfono. Durante todo el viaje, el conductor me dirigió preguntas que obvié responder en la convicción de que el hombre, como todos los de su oficio, era un “pyrague”.

aencinamarin@hotmail.com

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