Compañeros (Final)

La memoria es un instrumento civilizador cuando deslegitimiza las injusticias del pasado reciente, como lo hace este testimonio cuya tercera y última parte publicamos hoy.

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De esta oportunidad, tengo un par de historias pintorescas. Una es la de un atardecer en el cual se anunciaba un partido internacional de fútbol, al que al parecer “el Rubio” había decidido asistir. Desde las cuatro de la tarde ingresaban desde la calle empleados policiales “de particular”, iban hasta una mesita instalada en la sombra del patio sobre la cual había esparcidas numerosas armas cortas, y cada uno firmaba una planilla y retiraba una unidad.

Aquella semana estaba como oficial de guardia un oficial de policía de no más de veintidós años, limpio, pulcro y de trato afable, de apellido Lindström, según placa prendida a su camisa, a quien décadas después creí reconocer como la víctima de aquel lamentable episodio de secuestro ocurrido en el norte de nuestro país. Eran notorios su buena educación familiar y su respeto personal por quienes estaban bajo su custodia. A él me animé a preguntarle qué significaba ese movimiento inusitado, y me respondió que al parecer el presidente iba a concurrir al “Defensores del Chaco” a un juego internacional de fútbol y, en consecuencia, el personal de vigilancia debía ser reforzado y munido del armamento que hiciera más eficaz su trabajo de custodia de la persona del mandatario, y de observación de cualquier movimiento sospechoso entre los asistentes al espectáculo.

Conviene recordar que, desde la madrugada del día siguiente, pude observar la maniobra inversa, por la cual “el personal” devolvía las armas que se le habían confiado y en la planilla respectiva se anotaba el regreso de las unidades recibidas el día anterior.

Recuerdo, de los hábitos higiénicos del oficial Lindström, que todas las tardes, alrededor de las 17:00 horas, recibía a un ordenanza que, en una percha, le traía su uniforme bien lavado y planchado. El funcionario, luego de examinar el estado de la prenda, se daba una ducha y se vestía para salir al concluir su horario de guardia.

Aunque parezca extraño, el trato de este funcionario está entre los recuerdos rescatables de esta serie de hechos amargos y perturbadores de mi pacífica vida profesional.

Del mismo oficial de policía recuerdo que, durante varios días, alrededor de las cinco de la mañana, me despertó para indicarme que era mi horario de uso de los aparatos sanitarios, ubicados en la planta baja, a los cuales me trasladaba para cumplir con mis necesidades fisiológicas, darme un baño y cambiarme de ropa, pues la que llevaba estaba mojada por la transpiración.

En uno de estos episodios, al salir del baño, vi que, de una especie de carbonera instalada en un habitáculo cerrado por una puerta de hierro, salía un viejo conocido, Carlos Luis Casabianca (“Lubi”), de familia identificada con la notaría que tres hermanos, después de haber alcanzado sus títulos respectivos, desempeñaban, emulando así a su padre, un reputado escribano público, todos ellos afiliados al Partido Febrerista. Mi observado posteriormente se trasladó al comunismo internacional por su himeneo con una señorita perteneciente a una familia de alcurnia que también abrazó la doctrina del Kremlin.

Algún tiempo después, en épocas de la democracia, me encontré con Casabianca en la calle y, luego de los consabidos abrazos que se dan los “compañeros” con los que se convivieron este tipo de horas, y al recordar el momento vivido en aquella madrugada de baño y desnudez, me contó que él, por su pertenencia al comunismo, guardaba reclusión en la carbonera, todo el día sentado y apretujado por el portón metálico, trato que se dispensaba también a su cuñado, igualmente “bolche”, y creo que debo acotar que los dos eran seres humanos de alrededor de 1,93 centímetros de estatura, lo que da cuenta de la dolorosa posición en la que vivían los “lungos”. Creo recordar que finalmente Lubi y su señora esposa, por intervención de la Embajada de Suecia, consiguieron, bajo su protección, ser trasladados como refugiados políticos al país nórdico.

En la oportunidad que estaba relatando, cuando mi reclusión ya bordeaba la veintena de días, una tarde el oficial de guardia abrió la puerta del recinto donde me hallaba y, para mi sorpresa, hizo entrar a mi esposa, que venía acompañada por una señora de muy buen ver y mejor vestir que se dedicaba a la “alta costura” y que era conocida como “Kiki” Romero. Luego de las efusividades y lágrimas del caso, mi esposa me informó que, siendo su acompañante muy amiga suya, le había contado de su buena relación con el ministro del Interior, Sabino Augusto Montanaro, terrorífico personaje con el cual podía obtener para mi cónyuge una entrevista a la que ella le acompañaría a fin de averiguar cuál era mi destino, y el suyo, pues se hallaba gestando con un embarazo de casi seis meses. Recuerdo que accedí a que fuera a la entrevista, pero a que fuera preparada para rechazar cualquier trato descortés o expresiones hirientes que sin duda se le dirigirían.

Las mujeres, que solo estaban autorizadas a sostener una conversación de diez minutos conmigo, se marcharon y, para mi sorpresa, volvieron al anochecer, más o menos dos horas después. Mi mujer, con signos evidentes de haber llorado, me informó que al entrar en el despacho del ministro, que recibió agradablemente a la señora Romero, y serle presentada, el funcionario, sin siquiera pasarle la mano le espetó: “¡Su marido es un impertinente!”, a lo que ella contestó: “Siento decirle que no sé de qué se trata, pues solo lo conozco como un caballero correcto y bien educado”, y que el secretario de Estado replicó: “Qué va a ser caballero ni educado. Es un badulaque que vive molestando al gobierno con actividades escandalosas y de peligro. Mire, en homenaje a su amiga, que le acompaña, van a volver a entrar en Investigaciones para que usted le consulte a Encina si prefiere ir confinado al interior o exiliado al extranjero. Buenas tardes”. Y, dirigiéndose a su amiga, le dijo: “Gracias por tu intervención”.

Tras escucharla, le expresé estas reflexiones: “Mirá, el que sale exiliado ya es para no volver nunca más. En el extranjero, uno se reúne con gente igualmente castigada y, si tiene oportunidad, se involucra en cualquier acto de violencia o resistencia a la dictadura. Por tanto, le dirás que prefiero el confinamiento en algún punto del interior del país donde pueda trabajar, o, de lo contrario, en la estancia de mi asociado, el Dr. Raúl Codas, ubicada en un lugar a trasmano, cerca de Caraguatay, donde hasta el contacto familiar me sería difícil”.

El ministro ya no aceptó recibir a mi señora y se enteró de mi respuesta por intermedio de la señora Kiki Romero, a quien al parecer dijo que aceptaba mi opción. Dos días después, el oficial de guardia, también estudiante de Derecho, me contó, como si fuera un chisme, en guaraní: “Ejepreparáke, profesor, amalisia resêta”. Naturalmente, le pregunté si era en libertad, a lo que respondió con una sonrisa: “Nooo, lo único aikuaáva resêtaha ko asajépe”, y se retiró, muy nervioso.

A cada rato me asomaba al corredorcillo ubicado a lo largo de mi alojamiento, desde el cual se divisaba el tercer piso del edificio del conocido Lido Bar, donde vivía, en la dependencia más alta, el propietario del inmueble, un ciudadano sirio o libanés de nombre Francisco David, y en una de mis audacias coincidí con la aparición en el lugar de mi hermana mayor, a quien, con señas que pretendían ser ingeniosas le expliqué que saldría del país de un momento a otro y que carecía de mi cédula de identidad y de dinero. Mi hermana se afanaba por entender lo que le decía con señas y por saber la hora de la salida. Totalmente vestido con pantalón y camisa de mangas cortas, transcurrió toda la mañana, y al comenzar la siesta no puede casi almorzar la comida que me hacía llegar mi familia.

Cerca de las dos de la tarde, escuché un cruce de órdenes y contraórdenes en voz alta y, finalmente, se me ordenó salir con todos mis bártulos. Al llegar al zaguán de la calle Presidente Franco, donde se hallaba estacionada una camioneta familiar Volkswagen modelo Variant, observé que, con un cerco de personal policial, estaban mi madre, mi hermana mayor y el profesor Víctor B. Riquelme, y otros dos notorios detenidos, ambos abogados, el Dr. San Martín y el Dr. Albino Moreno Guppy.

Los policías abreviaron toda conversación entre nosotros y nuestros familiares, y solamente a uno se le escapó que seríamos remitidos al Brasil, y a empujones nos introdujeron a los tres presos en el vehículo. Un oficial de policía se sentó al lado del conductor; era el encargado del operativo. Y partimos raudamente, marchando por la ruta número 2 “Mcal. Estigarribia”.

Al llegar al pueblo de Eusebio Ayala, entramos hasta la comisaria del lugar, donde se le ordenó al Dr. Moreno Guppy quedar “a cargo” de la unidad del orden, y los demás continuamos nuestro viaje. Ya en la zona cuasi fronteriza, en un lugar conocido como Iruña, alcancé a ver, parado a un costado del camino, al padre de mi esposa, don Fernando Pérez Veneri, que se hallaba en el lugar contratado para armar un aserradero y a quien sagazmente mis familiares le habían informado telefónicamente de todo lo acontecido. Igualmente, pude advertir que mi suegro y algunos obreros empleados subieron a otra camioneta que se desplazó detrás de nuestro vehículo hasta que, al trasponer la mitad del Puente de la Amistad, me dirigí al oficial en voz alta, diciéndole: “Bueno, oficial, ya estamos en territorio brasileño, y usted no tiene autoridad sobre mi persona. Pare, que yo me debo bajar acá”. El oficial, sereno y sonriente, me dijo: “Yo tengo órdenes de entregarle a la policía del Brasil”, por lo cual, en tono aún más airado, le dije. “¡No, señor, pare o voy a empezar a gritar!”. El puente estaba atestado de peatones y vehículos que iban hacia uno u otro extremo. El oficial ordenó al conductor detener la marcha y el Dr. Eduardo San Martín y yo descendimos. Apenas se alejó la camioneta policial, subimos al vehículo de mi suegro, que había dejado correr un trecho llegando hasta Foz de Yguazú, donde había conseguido alojamiento. No obstante lo ruinoso y sucio del hospedaje, se adecuaba por su precio a mis posibilidades, aunque antes de salir los míos me habían entregado mi documento de identidad y una regular cantidad de dinero, sin duda producto de una apurada colecta familiar.

Pasando los días, los numerosos exiliados colorados de Foz de Yguazú se turnaban para llevarme a conocer diversos lugares de la ciudad, o para llevarme a tomar un baño en uno de los arroyos cercanos y, así, hacerme pasar el tiempo largo y triste que ocasiona este tipo de emergencias.

Una tarde, al regresar de un momento de distracción en un arroyo cercano, entré al hotel y le pregunté al propietario “qué novedades tenía”. Me contestó: “Y nada…”. Y luego, como recordando algo, me dijo: “¡Ah! Estuvo por aquí el gobernador”. Sorprendido, le pregunté: “¿El gobernador? ¿Del estado de Paraná?” Él, corrigiéndose, dijo: “¡Nooo! Quiero decir el delegado de Presidente Stroessner”. Le pregunté: “¿Y qué dice el coronel Oddone Sarubbi?”, a lo que me respondió: “Dejó un mensaje para usted: dice que no reciba tantas visitas”. Entonces estallé y le dije: “Pero ¿no estamos en territorio brasileño? Es la primera vez que oigo que un militar paraguayo les da órdenes a estos bandeirantes”.

Tras una reflexión, mientras me cambiaba de ropa, capté que había un control sobre mi persona, y de inmediato me dirigí a la casa de don Aníbal Abbate Soley, un exiliado de mucho tiempo que ejercía gran influencia en la ciudad brasileña, habiendo llegado a ser presidente del Rotary Club y del Club de Leones de Foz. Quizás por su progreso en el comercio y su capacidad de ayuda a los extrañados del Paraguay, tenía una suerte de jefatura sobre quienes habíamos sido arrojados del territorio nacional. A este señor le consulté sobre el significado de lo ocurrido y le pregunté si podría hacerme pasar a la Argentina, donde conseguiría trabajo y me liberaría del odioso control. Me dijo que tenía razón, que sería mejor alejarme del lugar en secreto y que él mismo me haría pasar al día siguiente al vecino país, y a tomar un avión que me condujera a la capital argentina.

A primera hora del día siguiente, pagué mi cuenta del hotel, desconcertando al propietario, y en unos minutos llegó Abbate con su vehículo. Me llevó a Iguazú (Argentina), obteniendo al cruzar una tarjeta de turista inmigrante, para con ella conseguir que me vendieran un pasaje vía aérea a Buenos Aires.

Al mismo tiempo, hablé con un hermano de mi padre radicado en la ciudad porteña, el Dr. Rubén Encina, y le pedí que me aguardara al día siguiente en el aeropuerto. La influencia de Abbate en la zona salvó todo obstáculo, y al día siguiente aterricé en Ezeiza, donde mi tío me recibió con los brazos abiertos.

Desde el día siguiente a mi llegada, traté de contactar con algunos colegas argentinos a quienes conocía desde junio del año anterior por haber coincidido en un Congreso Mundial de Criminología al que había concurrido en representación de nuestro país. Varios de estos conocidos tenían prestigiosos bufetes o cargos en la magistratura o en la docencia. Todos fueron muy gentiles en sus casas, pero ninguno me ofreció un lugar en ellos, y al cabo de unos días fueron sinceros y me dijeron que la dictadura militar por entonces gobernante en su país tenía una especie de pacto con varios gobiernos, entre ellos el de Paraguay, al que a veces habían devuelto algunos exiliados a disposición de la policía de nuestro país, cuando intentaban renovar su visa, que vencía cada tres meses.

Por aquellos mismos días, mi tío, propietario de un laboratorio de análisis clínicos, me contó que la semana anterior había fallecido el administrador del laboratorio, y, ante mis dificultades, me ofreció el cargo que había quedado vacante, con alojamiento y sueldo, lo que acepté sin vacilar. Me instalé en una habitación libre del establecimiento y, en un par de días, tomando el salvavidas que me ofrecía mi pariente, atendía a la gente e iba aprendiendo los rudimentos en los manejos de los aparatos de investigación, con lo cual, casi cincuenta años después, hasta ahora puedo leer comprendiendo los resultados de aquellos análisis que redactaba para entregárselos a los pacientes, entre los que había numerosos paraguayos.

Casi al año, y meses, de mi estancia, un sacerdote amigo de la familia, y también del mismo dictador Stroessner, accedió a entrevistarlo y solicitar mi regreso. Según me informaron, el jefe de Estado se manifestó “ignorante” de mi caso y atribuyó la arbitrariedad a algún subalterno inmediato, indagando sobre ello telefónicamente con el ministro Montanaro, que asumió la responsabilidad del hecho diciendo ignorar cuál era la razón que lo motivaba. Al parecer, el jefe montó en cólera y le dijo que era lamentable que invocándose su nombre dispusieran de la libertad y el exilio de las personas y que inmediatamente instruía a su interlocutor para que avisara a mi familia que yo podría volver al país “en el primer avión” si se me antojaba.

Comuniqué estos sucesos, que me fueron avisados por teléfono, a mi tío, puse en orden toda la documentación que manejaba y, mediante el dominio absoluto que tenía “el alemán” sobre sus funcionarios inferiores, creo que dejé pasar “el primer avión”, y habrá sido en el segundo o en el tercero que volví a casa, siendo recibido en la estación aérea por casi un centenar de alumnos de las Facultades de Derecho, enterados de mi imprevista restitución al terruño.

Retomé mis actividades profesionales con la que creo que fue la décima reapertura de mi escritorio, y mis cátedras universitarias, en las cuales, sin ánimo de autoplagio, relaté estos episodios, que me valieron el reconocimiento público de mi dignidad ciudadana y el engrosamiento de mi lista de “compañeros”, de quienes tengo los más entrañables recuerdos en medio de nuestras peripecias políticas bajo el gobierno más arbitrario por el que atravesó nuestro país. Hoy, la libertad de expresión me permite contarlo.

aencinamarin@hotmail.com

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