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Setiembre de 1971 será recordado porque en el escenario del Club 24 de Mayo, entonces todavía abierto al cielo, se iniciaba puntualmente a las 21 y 15 la primera edición del Festival del Lago Ypacaraí, cuyo homenajeado fue el cantante y compositor Demetrio Ortiz. El hombre que en 1948, acorralado por la nostalgia, en un hotel de la provincia de Córdoba, Argentina, compuso Recuerdos de Ypacaraí, canción que nadie quería cantar al principio porque para los burócratas del arte sonaba como un bolero cursi y que después se convirtió en la música paraguaya más exitosa del mundo, con letra de la escritora argentina Zulema de Mirkin, que no vio el lago hasta 1990, doce años antes de morir. El hombre de Piribebuy estuvo en primera fila en el primer Festival, uno de tantos compatriotas con el humeante estigma del exilio en la frente.
LAS PEÑAS DEL LUISÓN
Pero la prehistoria se remonta a fines de los 60, cuando los estudiantes de la Estación Tacuaral –así se llamaba cuando, antes de convertirse en distrito en la primavera de 1887, era aún una compañía de Itauguá (Guazú Vira)– fueron a la ciudad del ñandutí, encantados por las muchachas vecinas y listos, por ellas, a cantar, bailar, recitar o hacer cualquier cosa, hasta salto largo, si ellas así lo querían. Y para ver si se encontraban con el Luisón que merodeaba la zona y obligaba a los lugareños a encerrarse en sus casas al anochecer.
Lo primero sucedió, a la luz de las lámparas petromax de 500 bujías, en las Peñas Luneras del Club Social, que se fueron poblando semana tras semana de cantores y galanes; incluso de intérpretes del histórico local asunceno de peña y folclore La guarida del matrero, y de los hermanos Carlos y Necho Pettengil –que después fueron Vocal Dos–, debutando a escondidas del padre. De lo segundo, el hombre lobo itagüeño, hijo séptimo y último de Taú y Keraná, que apagaba con sus apariciones, según la creencia popular, el brillo de las estrellas que conforman las pléyades o las siete cabrillas, nadie quiso hablar más.
Esa actividad, por su gran convocatoria de público, pasó a una gloriosa jornada artística musical en la piscina del Centro Social de Ypacaraí, con una balsa como escenario flotante, aromadas las aguas con pétalos de rosas chinas robadas de jardines aledaños y bajo cientos de titilantes velas en cáscaras de apepú. Un espectáculo deslumbrante como jamás volverá a verse por esos lares y que hizo doler en carne viva la melodía de la guarania y sobre todo esos versos célebres de Una noche tibia nos conocimos junto al lago azul de Ypacaraí y la voz que se alza en Dónde estás ahora, kuñataí, que tu suave canto no llega a mí, dónde estás ahora, mi ser te adora con frenesí, cuchillos en la madrugada, sacudiendo lágrimas de rocío de la solapa del saco, en la antigua Tacuaral.
TRIBUNA DEL ARTE POPULAR
Por esa revelación, suponemos, entre otras, un grupo de ciudadanos formó la Comisión Municipal de Folclore y Artesanía que impulsa el Festival del Lago, «Tribuna del arte popular, nacional e internacional», como lo llamó en 1996, en la revista Folclore, Rudi Torga, poeta y hombre del teatro y la cultura guaraní que añadió: «La ciudadanía vibra cada setiembre resucitando el día venidero de la patria soñada». Se sucedieron desde entonces los setiembres con guitarras, arpas y trovas. El primer tímido festival creció y convocó a exponentes no solo de la canción, sino también de la danza, del fuego de la palabra poética, de las dos caras del teatro y de la riqueza polícroma de la artesanía, y tuvo su apogeo en los 80, como epicentro del quehacer festivalero, con peculiaridades inexistentes en otros festivales del mundo, como el baile final en la plaza pública de los artistas y los espectadores –costumbre que inició el Ballet del Arte del Estado de Pernambuco (el Festival se volvió internacional en 1973)– deseándose unos a otros «¡Saravá!», palabra afrobrasileña con propiedades mágicas, descubrimos más tarde. O cómo explicar que nadie se tambaleara ni se cayera de cansancio hasta las 8 de la mañana después de tantas horas de jarana. Había que nombrar comitivas para ir a buscar cerveza en los pueblos vecinos, pues ya no quedaba más en las cantinas, y pese a ello casi nadie estaba achispado. Era una fiesta desordenadamente armoniosa, que hacía explotar de júbilo los corazones de la gente de toda condición y edad. Era Ypacaraí, un sello, una marca, una identidad.
TEMPRANO VUELO INTERNACIONAL
El temprano vuelo internacional del festival atrajo artistas quiméricos: Xaxado, de Paraiba, la tradición del nordeste brasileño; el Ballet Brandsen, de Óscar Murillo y Mabel Pimental; el grupo de danza Perú, de cultura virreinal y africana; los Cantores del Alba, desde las peñas de Salta; el grito de libertad y esperanza de los platenses Opus 4; Los del Suquia («los cantos de los brujos», en lengua aborigen); Los Carbajal, familia de músicos populares de Santiago del Estero; Aukumaru, los aires indígenas andinos; Roberto Parra, emblema de la identidad chilena; fantásticos mariachis con rancheras y corridos, como el Nacional de México y Los pasajeros, de Michoacán; Santiago Ayala, el «Chúcaro», bailarín con alma de malambo, y su compañera, Norma Viola, ciudadana ilustre de Buenos Aires; José Eduardo Murillo Mendizábal, apodo del potosino Pepe Murillo, que con charango, quena y zampoña alegró amaneceres y se quedó hasta jubilarse, llevándose de recuerdo a una doncella…
Sigue en muchas retinas Teresa Adelina Sellaes, o sea, Teresa Parodi, desangrándose en Pedro canoero, a orillas del río y del chámame, y Ramona Modesta Onella, más conocida como Ramona Galarza, «La novia del Paraná», haciendo en perfecto guaraní Kilómetro 11 con acordeones de fondo, por citar algo de todo lo llegado de Argentina, Uruguay, Chile, Bolivia. Y el enriquecimiento mutuo con eventos similares, como el Festival Folclórico de Pirané, o el de Yacuiba, Chile. Y los premios, desde 1976, nacionales e internacionales. Presentarse era un honor y un desafío, diría José Magno Soler, vocalista de la Orquesta Perú Rimá, y no hay macho que no sienta escalofríos en las piernas ante tal mar de gente.
Y los reñidos festivales de aficionados, de los que surgieron nombres como Lizza Bogado, Lilian Romero, Rafael Acosta Vallovera, entre otros. Venían a ellos de Kioto, Kanazawa, Málaga, Barcelona, Nueva York: en todas partes existe la ilusión de ser artista. Y de ignotos rincones del país, talentos jóvenes, diestros en los más diversos instrumentos y modalidades. ¡Y con cada sorpresa! Como aquel majestuoso concierto de botellas con Musiqueada che ama pe, del maestro José Asunción Flores.
Venían de mil formas: João Mafer Amatuzo vino a dedo con su birimbao desde Esperantinópolis; en 1983, Carlos Alberto Rodríguez trajo de Paysandú el candombé en bicicleta; la descendiente de aymaras Marina Calahumana trajo, trabajando de pueblo en pueblo para pagar su pasaje, un huayno desde Tarija.
Y rarezas como esa del 78, o tal vez 79, cuando trajeron el Stradivarius del arpa, o el instrumento perdido del genial Félix Pérez Cardozo, hecho por un mítico lutier campesino de Paso Yobai, que no pudo tocar nadie porque era solo para elegidos.
Desde el comienzo hubo intensas actividades paralelas: talleres y conversatorios en los que la gente pudo hablar con leyendas: Agustín Barboza, Demetrio Ortiz, Mauricio Cardozo Ocampo, Eladio Martínez, Félix Fernández, «Maneco» Galeano, Efrén Echeverría, Rosa Brítez, Amambay y Óscar Cardozo Ocampo, Alberto de Luque, Florentín Giménez, Emilio Bobadilla, Rudi Torga, José Luis Appleyard, Elvio Romero, Óscar Ferreiro, Óscar Mendoza, Alejandro Cubilla, Diosnel Chase, Víctor Heredia, Daniel Viglieti, Horacio Guaraní, Ramón Ayala… imposible nombrar a todos. Debatían sobre la cultura popular latinoamericana en el lugar conocido como La granja, la facultad de teología de los salesianos, entre azules serranías y vientos perpetuos. Estuvo, por ejemplo, Óscar Safuán, explicando en una pizarra los signos de su ritmo, la avanzada, entre repudios de conservadores y aplausos de revolucionarios.
También hubo hechos terribles. El domingo 13 de setiembre de 1982, a las 20 horas, cuatro balas segaron la vida del barítono Miguel Ángel Gallardo, que iba, de traje blanco, a recibir su premio a la mejor composición, Che ñea reñoi, escrita por el poeta Ángel Romero Acuña. Un confuso hecho pasional, dicen, cuyo autor fue su propio tío. El funeral fue una enorme muestra de cariño y dolor de la comunidad. No faltaron guitarras en la partida sin retorno; nadie pudo pronunciar un discurso. Se estila en Tacuaral despedir a los seres queridos que perdieron sus vidas con violencia disparando al aire hasta vaciar los cargadores, abrazados parientes y amigos, empapados de alcohol hasta arrastrarse por el suelo de dolor e impotencia, y dejar la radiocasetera con el ataúd, de ser un músico. No me consta, pero quién sabe.
Ypacaraí nunca fue santo de la devoción de la dictadura, a tal punto que quiso el Quetejedi que ese trozo de país –cuna del guitarrista, flautista, mago y actor T. S. Mongelós, el «poeta de los humildes», de obra de encendidas reivindicaciones y música del entonces innombrable político e intelectual Epifanio Méndez Fleitas– quedara al margen de la «paz y el progreso» impuestos a la fuerza. Y Alfredo Stroessner nunca perdonó que el 14 de mayo de 1983 en Tacuaral los estudiantes rompieran filas ante las barbas de los jerarcas y se refugiaran en los colegios en protesta por el conflicto con el gobierno brasileño que dinamitó e hizo desaparecer las siete caídas de los Saltos del Guairá. Las represalias no tardaron. Muchos estaban marcados por el régimen. El festival tomó una clara postura de defensa de los derechos humanos pisoteados y la presión fue creciendo hasta que en 1986 una resolución del Ministerio del Interior, también del 13 de setiembre, lo descabezó todo. Tal como lo había predicho ya el ciego «Libó», lector de cartas y vidente que vivía junto al matadero, famoso y recordado porque también anunció que el equipo de Ypacaraí saldría ese mismo año campeón del Interligas con el gol milagroso de Pancho «Kururú» Ayala, esa pelota que cayó del cielo a los 45 minutos del segundo tiempo en el estadio de Sajonia e hizo ganar agónicamente uno a cero a la liga paranaense.
En abierto desafío, el Festival, caliente jornada de humo y nerviosismo, se hizo entonces en el predio de la iglesia, entre fuerzas policiales, carros hidrantes antidisturbios, gases lacrimógenos, armas de fuego, tropas de élite y garroteros profesionales. Un político que estaba en la clandestinidad cayó entre la multitud disfrazado de mujer. Si se encendía un fósforo, el polvorín explotaba. Pocos osaron participar, por el riesgo de ir a dar a esas dependencias policiales de las que no se vuelve. Fue aquella la histórica jornada en que «Peíto» Osorio, el malevo de Barrio Palma, mentado porque enfrentó al fabuloso Minotauro de dicho barrio, después de tomar unas petacas de caña, sacó su cuchillo de siete aguaí y se le fue a la fuerza del orden.
ANTORCHAS EN EL EXILIO
En 1986, un convoy de disidentes amaneció en Posadas, ciudad fronteriza argentina donde más de cinco mil personas fueron en masa al anfiteatro Manuel Antonio Ramírez a apoyar el Festival en el exilio. Artistas de todo el continente se presentaron en una noche de barro, bajo un diluvio en el cual, por fantástico que parezca, las antorchas de los concurrentes no se apagaron: un simbolismo claro.
Sobre los escombros de la prohibición impuesta por el gobierno totalitario que sucumbió en 1989, el certamen renació.
Muchas cosas más se pueden contar a partir de este punto. Como, por ejemplo, el extraño caso de los delfines que llegaron al lago Ypacaraí desde el Atlántico con la gran creciente de 1971, el mismo año en que se fundó el evento, y que volvieron a su hábitat natural hace mucho y hoy son parte de la desmemoria de la gente mayor. Pero lo irrefutable es que cada setiembre el Festival del Lago Ypacaraí se vuelve a celebrar contra viento y marea, a tal punto que hace un par de semanas, como lo reflejó toda la prensa, tuvimos la edición número 42 en la explanada de la vieja Estación Tacuaral, ante miles de personas jubilosas, con explosión de fuegos artificiales en el cielo de la primavera, como si nunca hubiese pasado nada.
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