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Cada bocado de chocolate, cada helado, chicle o sándwich que comemos es bastante más que solo un atemporal compuesto de elementos químicos o una suma invariable de nutrientes: es, en verdad, un fenómeno sociohistórico complejo. Es por eso que, si hablo, con expresión tal vez algo chocante, de algo como unos «usos dietético políticos», es, más incluso que por el tan conocido y siempre socorrido «Panta rei», por ese profundo, fecundamente equívoco «Hen-Panta». Por este carácter situado en un hic et nunc de la cultura y la historia de toda experiencia humana es que le digo que esa empanada que usted elige no solo contiene carne, huevo y especias: también está rellena de política. Tal como su sándwich trae gruesas rebanadas de moral entre el jamón y el queso. Tal como su gaseosa está endulzada con el irreductible azúcar de la desobediencia –o la autodestrucción– o edulcorada con el puritanismo acalórico del culto a la imagen so pretexto de la salud y de la sujeción a las conveniencias impuestas socialmente. Cada vez que usted elige qué va a comer, al mismo tiempo elige de qué lado está, o de qué lado siente que está, o de qué lado desearía estar.
Por poner un ejemplo aleatorio, observo que aquellos que se sienten triunfadores pero tienen algún amigo pobre lo tienen porque eso no los hace menos lindos ni más negros sino menos prejuiciosos y más abiertos, e infiero de este esbozo de perfil que son posiblemente «target» de empanadas folklóricas pero cosmopolitas, locales pero no «valle», puesto que globalizadas y adecentadas, como ciertos engendros de dulce de guayaba y queso roquefort que están de moda desde hace varios meses en cierto local céntrico. En cambio, una persona indiferente al «valor» (pues tiene, comer esas cosas, un valor para la propia imagen ante el entorno y para ese espectro que recorre el globo y se llama «autoestima») de esas connotaciones probablemente prefiera una empanada menos pretenciosa y más comestible.
Otro ejemplo es la relación entre lo manso y sensible, lo casi desdentado a fuerza de virtuoso, de la actitud de quien opta por el yogur con avena y el té con galletitas de salvado y una postura, de izquierda o de derecha, católica o atea, pero en todos los casos disciplinada y moralista, preocupada por cumplir ciertos deberes sociales y tal vez por ser parte de algún movimiento que esté, más o menos vagamente, a favor de los derechos humanos, o por colaborar o promover alguna iniciativa de asistencia social.
Otro podría ser el vínculo inconsciente entre el consumo impulsivo y voraz de comida chatarra saturada justamente de todos los condimentos que los discursos médicos censuran, provocativa rebeldía contra la autoridad del «sentido común», y en el fondo con frecuencia fastidio general ante toda autoridad, y el placer de la violencia sublimada en la probable afición al hardcore punk o al heavy metal en música y a la simpatía, ya claramente pensada, ya más o menos difusa, hacia diversas tendencias –o simplemente hacia sus correspondientes iconografías- anarquistas o revolucionarias en política.
Hay muchos otros casos que podrían ilustrar la relevancia extraculinaria de las elecciones y de las preferencias gastronómicas individuales. Pero en Paraguay tenemos, concretamente, algo de lo más interesante: un espléndido dualismo entre la intemperie y lo doméstico.
Lo doméstico es el mundo de la señora –la madre, la suegra, la tía, la abuela, la esposa, etcétera–. Ella utiliza ollas, fuentes, horno, hornallas, hace salsas, hierve, fríe, gratina, revuelve, todo ello en la cocina, en el interior de la casa, interior donde ella impera y en el que se domestican o se doman las pasiones. Interior en el que se educa y se moldea a los hijos. Interior en el cual paulatinamente, en un proceso constante y cotidiano, se va ajustando, adecuando, adaptando la vitalidad desordenada, en lo posible, a las diversas obligaciones y limitaciones socialmente impuestas.
Ese interior doméstico, y dentro de él, a su vez, de modo más fuertemente simbólico, en mi impresión, sobre todo la cocina, es el dominio absoluto de lo civilizado. Ella, la señora, cocina con utensilios, con recipientes, con métodos técnicamente avanzados y complejos, propios de una cultura bastante desarrollada, de una civilización. Ese interior es el reino de la moral. Una moral predicada, y a veces innegablemente encarnada, por lo general, por esa misma figura que cocina. Esa figura, así, te «nutre» –introduce en ti las sustancias correctas, recomendables, necesarias en el sentido físico, y, en ese y en muchos otros sentidos, al nutrirte te forma y te conforma. Es decir que al nutrirte, aunque lo haga amablemente, te gobierna, te guía, te modela. Te modela el cuerpo y el espíritu, puesto que te llena al mismo tiempo el estómago y la cabeza, el uno con sus alimentos y la otra con sus creencias.
Ese interior y esa cocina, en suma, son el mundo del deber.
Pero en Paraguay…. Ah, en Paraguay tenemos el asado.
El asado no lo hace la señora, la madre, la figura materna equivalente o la matrona, en fin, del mundo familiar, del ámbito doméstico de lo domesticado. Para empezar, el asado lo llena todo de humo, cosa fundamentalmente desordenada e indisciplinada, y que, por lo tanto, se opone al espíritu regulado y armonioso, previsible y calmo, del reino de la moral y del deber en el que la benefactora figura maternal impera como en su territorio propio, y por eso el asado se tiene que hacer a la intemperie.
Lo cual no es una molestia, sino todo lo contrario. Porque, de hecho, el asado exige la intemperie, como una especie de expresión tangible de cierta inconsistente, deletérea, soñada libertad. El asado no puede existir sin aire libre. El asado no puede sobrevivir al confortable encierro entre los dulces muros del asilo doméstico.
Además, el asado, en general –o esto es, cuando menos, lo deseable– no calcula los costos, no contempla el ahorro ni escatima el dinero. El asado no cuenta moneditas. Todo eso es propio del espíritu ordenado, rutinario y metódico que acompaña al arte culinario civilizado propio de la figura materna que gratina, que no consume ni grasas ni azúcar, que va al supermercado el día que hay ofertas, que parece haber nacido para llevar el debe y el haber hasta de un poema o de una carcajada, que quizá reza todos los domingos, pese a ser incapaz de alzar los pies de la tierra y a estar por ello mismo en las antípodas de todo lo sagrado.
Sigo. El asado casi no utiliza herramientas civilizadas, con lo cual inconscientemente revela su nostalgia loca, su vocación atávica. El asado se puede hacer en medio de la selva, en medio del monte. Así, por ello mismo, el asado rompe con los usos diarios: adiós a los cubiertos, fuera las sillas, búsquese cada cual cualquier asiento.
El asado, de hecho, reclama una experiencia hoy imposible, la experiencia de un tiempo distinto, incompatible con un mundo tan preciso y organizado como este. El asado reclama en el fondo la posibilidad de vivir conforme a una estructura cronológica irregular y abierta, la de un universo que incluya en sus cimientos el azar –el tiempo del azar, que supone la inminencia insegura pero constante de todo lo inesperado, bueno o malo, tiempo este, por ende, el del azar, que supone lo trágico, el peligro, la gloriosa sorpresa y el milagro.
El asado, pues, para volver a entrar en la cocina por medio de este aspecto, uno entre los muchos que cabría tocar en este vasto tema, reclama la ilusión de vivir, conforme a una estructura cronológica contraria a la regularidad y a la precisión de las tres (o cuatro o cinco) comidas diariamente estipuladas, que se cumplen y se programan a determinadas horas aproximadamente y a las que se destina también siempre un tiempo más o menos medido y limitado, en principio por las obligaciones y las diversas actividades diarias, pero en lo más profundo también por un instinto íntimamente asociado a la cocina doméstica, que es el de lo debido, el del decoro.
El tiempo doméstico es el tiempo moral, ya que se trata de un tiempo estructuralmente definido, regido y restringido por lo que hay que hacer; se trata, pues, sensu stricto, y esto tanto en un sentido puramente cuantitativo y matemático como en un sentido cualitativo y temperamental, del tiempo del deber.
Pero el asado quiebra ese tiempo limitante del reloj de la rutina, porque, en rigor, a un asado no se le puede meter prisa. No solo eso, sino que un asado te puede, y te suele, llevar un día entero o una tarde completa. El asado, por su sola elaboración, ya impone, en apariencia sin proponérselo (pero esa es una apariencia engañosa) ese ritmo caprichoso que es el del tiempo libre –el ritmo, el pulso de la libertad.
En Paraguay, el asado celebra y añora sin saberlo un mundo diferente, un mundo quizá precolombino, seguramente nómada, tal vez preneolítico. El asado recupera la ilusión del tiempo impreciso y vasto de un mundo sin nada prescindible pero provisto de todo lo importante: risa, alegría, peligro, viento y amplios horizontes, intemperie, juego, bromas, movimiento, barbarie, fuerza, fraternidad. El asado nos devuelve, al menos por un momento, el mundo sin horarios ni normas del placer. El asado crea, allí donde se hace y donde nos congrega, un mundo atemporal, tal vez eterno, de hombres libres, de hombres y de compinches de partidín, de bromas, de truco y de cerveza, un mundo de eventuales divagues delirantes, un mundo, por un instante, más abierto que el mundo habitual a las rarezas y a los proyectos exaltados, un mundo –otra vez, solo por un instante, ilusoria y fugazmente– de espíritus desprovistos de ayer y de mañana. El asado resquebraja el muro de la vida ordenada y normal. Abre en el muro de ese tiempo usual, regular, una grieta. Una grieta que, en otras circunstancias probablemente asustaría a cualquiera, pero que, cada vez que, contentos y sucios, participamos de un buen asado, sentimos en secreto el deseo inconfesable de que crezca y crezca insidiosamente, hasta romper de golpe las paredes domésticas y dejar que se cuelen en un aterrador, alegre, incontenible alud lo prohibido, lo imposible, la aventura.