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«Creo en la salvación de la humanidad, en el porvenir del cianuro». E. M. Cioran.
LO PROFUNDO DE LAS SUPERFICIES: EL ESTILO
«¿Por qué no podemos permanecer encerrados en nosotros mismos? ¿Por qué buscamos la expresión y la forma…? ¿No sería más fecundo abandonarnos a nuestra fluidez interior, sin ningún afán de objetivación…?», se preguntaba en ese primer libro publicado ahora, en el 2014, hace exactamente ochenta años, en aquella pública objetivación de su subjetividad titulada En las cimas de la desesperación (1934), concreción exteriorizada e impresa de su fluidez interior, libro acerca del suicidio que le ahorró suicidarse y al cual, pues, sobrevivió –si bien ya todos sus libros le sobreviven para siempre– Emil Cioran, ese pensador nacido en un condado transilvano como un lívido y amargo vampiro de «cine B», en la hoy rumana y antes húngara ciudad de Rasinari, y reintegrado 84 años después a la nada de la que todo viene y en la que todo se resuelve, a esa Nada que fue quizá lo único en lo que logró creer (pero creer en la Nada, ¿es creer realmente en algo?).
Savater se sorprendía de que, siendo la única obsesión de Cioran la vanidad de todo cuanto existe, no se hubiera cansado de escribirla en todas las formas posibles ni nos hubiéramos cansado los demás de leerlas; para hacer esto, decía Savater, «hay que ser un estilista del mayor calibre».
Ciertamente que sí, si entendemos por estilo no solo la capacidad de evitar aliteraciones, rimas internas próximas, cacofonías y hiatos (aunque también, por supuesto), sino además un modo peculiar, propio, de darse la verdad en la palabra. Porque Cioran tiene estilo, uno no hace a un lado sus libros una vez leídos como si ya hubiera comprendido todo. Uno guarda sus frases, pues ese darse de la verdad en la palabra es al mismo tiempo siempre un sustraerse, algo que se muestra y que se hurta, que se obsequia y se escatima, que se ofrece a la luz de la mirada y se repliega sobre sí en el silencio y lo obscuro –misterio y revelación, pues, de la palabra, dualidad que recuerda a la de aquel que «sabe demasiado» y que por eso mismo no lo dice todo: la revelación está en lo que la palabra dice, pero lo inagotable es lo que calla–. Cioran aparece en general como un gran inapetente de la vida, y por eso su discurso es el que está más próximo, dentro de lo que cabe, al silencio.
VIVIR ES CONTRADECIRSE
Pero, me dirán ustedes, agudísimos lectores, pese a su desdén por la vanidad del mundo, Cioran escribió. Y no solo escribió, sino que encima publicó. Y no solo no se suicidó nunca, para librarse de una vez por todas del inconveniente de haber nacido, sino que alcanzó la provecta edad de 84 inviernos, y, en resumidas cuentas, pues, infectado por el veneno de la voluntad, cedió impúdicamente a la flagrante tentación de existir. «No es posible decir nada de nada», afirma uno de sus aforismos; y entonces, me dirán ustedes, los conozco, ¿por qué sencillamente no se quedó callado? «“La verdad permanece oculta para aquel que está lleno de deseo y de odio” –cita Cioran a Buda, pero completa la frase con su propio y negro humor:– Es decir, para todo ser viviente». Existir, dice Cioran, «sería una empresa del todo impracticable si dejáramos de darle importancia a lo que no la tiene»; y también: «Nadie como yo ha estado tan seguro de la futilidad de todo. Nadie tampoco ha tomado tan en serio tanta cantidad de cosas fútiles». Escribir, publicar, pensar, vivir, morir incluso, quizás enloquecer, incluso amar, son las cosas más fútiles y las más importantes, y Cioran, que negaba todo con sus pensamientos, lo afirmaba todo con sus actos, no solo con el acto de escribir, sino con el de seguir hasta el último suspiro obstinándose en la duración, o sea, con el acto de vivir («Lo que aún me apega a las cosas –dice uno de sus aforismos– es una sed heredada de antepasados que llevaron la curiosidad de existir hasta la ignominia»); vivir, catástrofe irresistible; irresistible, pues, aunque su mente la comprendía atroz y errónea, como él mismo dijo, «no hay negador que no esté sediento de algún catastrófico sí».
EXPIAR LA INCONSCIENCIA
Lo magnético de las palabras de Cioran no es que sean capaces de revelarnos lo que desconocemos, sino que no nos dicen nunca más que lo que ya sabíamos, lo que desde siempre ya sabemos. Descreer del sentido y la relevancia de la vida y aferrarse a ella pese a todo es su contradicción pero también la nuestra, es la violenta, insoluble paradoja que, a fuer de seres humanos, nos forja y nos constituye. De sobra sabemos todos que avanzamos sin pausa hacia la agonía y la tumba y que nada que hagamos nos desviará jamás de esta dirección un ápice. Intentamos demorarnos en el camino, como el niño que da rodeos antes de entrar a la aborrecida escuela, y que trata de pensar en otras cosas y distraerse de la angustia de saber lo que le espera allí adentro; y, como ese niño, logramos a veces, por breves instantes, apartar de nuestra mente el inevitable destino, pero no lo podemos en verdad olvidar jamás del todo ni dejar de sufrir por su causa. Y como ese niño, damos importancia a cosas fútiles mientras nos dirigimos a la meta, pues, aunque no sufrir nos sea imposible, podemos al menos engañarnos y creer que no sufrimos. Pero lo que Cioran nos dice, esa verdad horrible que es la nuestra, la sabíamos ya aunque vivamos tratando de no saber que la sabemos: «Mi misión es sufrir por todos aquellos que sufren sin saberlo. Tengo que pagar por ellos, expiar su inconsciencia, la suerte de ignorar hasta qué punto son desgraciados».
Y EXPIAR LA CONSCIENCIA
De ese sufrimiento, que es el peor sufrimiento de todos, el sufrimiento de la lucidez, he pensado en ocasiones –sé que es una idea horrible– que, al borrar su mente como si pasara un trapo por una pizarra, al apagar su inteligencia, la enfermedad de Alzheimer lo liberó, como si se tratara de broma, a fin de cuentas, de mal gusto, de una especie de falsa clemencia conveniente y ofensiva o de una infame redención burlona. «¡Y pensar –escribió en ese primer libro, publicado, hace ahora, en este 2014, ochenta años– que hay gente a la que la obsesión perversa de la muerte le impide dormir!». Y añade, antes de saber que se cumpliría su deseo: «¡Cuánto me gustaría perder toda conciencia de mí mismo y de este mundo!».
Despojo. Si hasta el pensar era vano, absurdo, fatuo, superfluo, también de esa única riqueza infrecuente el tiempo lo despojó. Escribió con la misma austeridad, con la misma opaca sobriedad con la que vivió siempre y que, en nuestro mundo de exhibición inútil, de insignificancias que proliferan, prestan una rara, genuina distinción a la escueta figura con la que nos contempla desde las fotografías que de él han quedado, a su seco y adusto perfil de ave. Él se despojó de todas las halagüeñas y triviales pompas, de todos los engañosos «éxitos» que pudo darle el destino, y el destino, a su vez, antes de matarlo, por reciprocidad o por venganza, lo despojó a él –con el lúgubre fantasma del Alzheimer, que devora el entendimiento cada día, poco a poco y sin cesar–, lo curó o lo despojó de la insoportable lucidez de la consciencia, que fue quizás su única vanidad –y que ahora ya es su gloria– pero también su incesante, su solitaria condena.
montserrat.alvarez@abc.com.py