Cincuenta años de (muy buena) sociedad

Se cumple este año medio siglo del «debut cosmopolita» de Cien años de soledad, hito que forma parte de un complejo proceso de cambios en el consumo, la producción y el mercado literarios.

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Cincuenta años atrás, todos escucharon el BOOM de la aparición de Cien años de soledad en Buenos Aires. Muerto en 2014, su autor ya no vivió para hacer, en prosa periodística y cartaginesa, la crónica de sus ecos personales. Pero muchos se acuerdan del sonido y la furia estadounidenses, de la soledad del corredor de fondo colombiano, del miedo del arquero argentino al penal latinoamericano.

Un libro objeto, un parti pris

Y muchos se acuerdan del día de 1967 en que vieron o compraron la primera edición que la porteña editorial Sudamericana publicó de Cien años de soledad. O las segundas y terceras, ya con el diseño del artista mexicano Vicente Rojo como arte de tapa, lomo y contratapa. En su materialidad, el libro se volvió uno de los objetos más memorables de la historia de la literatura en castellano, de la Península o de las Indias.

En debut cosmopolita

La novela que más iberoamericana lucía (editores españoles, editorial argentina, autor colombiano, diseñador mexicano) era en verdad la más cosmopolita. Con su publicación, Buenos Aires al fin se encontraba con su destino sudamericano, pero a la vez la misteriosa París junto al río inmóvil probaba ser menos servilmente europeizante, menos afrancesada, en suma, de lo que tantos hermanos subcontinentales y nacionalistas y provincianos argentinos le reprochaban.

Sin proponérselo, sin planteárselo en estos términos, Gabriel García Márquez había obrado una eficaz y muy completa gentrification de la literatura latinoamericana: las más efectivas gentrificaciones son las que resultan sin planearlas, consecuencias inesperadas de la acción.

En Fin de mundo, su canto general de 1969 (año erótico), Pablo Neruda había entonado su peán de la victoria al componer su himno y su oda, muy poco elemental, a los trenes que subían de Sicilia a Hamburgo con lectores que abrigados por la buena calefacción de los vagones del estado de bienestar enarbolaban en tiempo real las últimas novedades del boom editorial hispanoamericano en tamaño natural.

Esto lo había facilitado, entre otras causas, que los autores del boom fueran menos difíciles de traducir que los de treinta años antes, o, aun, que fueran los más traducibles, para traductores profesionales o profesores europeos o norteamericanos de buena conciencia tercermundista, de toda la historia literaria latinoamericana.

El mundo es ancho y es nuestro

Cortázar era más fácil que Marechal o Roberto Arlt, Carlos Fuentes más engorroso pero a la larga menos difícil que Martín Luis Guzmán (el invitado a Paraguay en 1948 para la asunción de Natalicio González, el intelectual que fue otro enemigo presidencial de Roa Bastos) y Rodolfo Usigli (cuya novela mayor filmó Buñuel en La vida criminal de Archibaldo de la Cruz), y a la larga más fácil que Mariano Azuela, Agustín Yáñez y aun que el óptimo, denostado Luis Spota; las casas muertas venezolanas de Miguel Otero Silva, más rápidas y con menos diccionario que las lanzas coloradas o eldoradas de Uslar-Pietri, los ciudadanos montevideanos de Onetti más que los albañiles de Juan José Morosoli, Roa o Néstor Taboada Terán más que Augusto Céspedes (y que Gabriel Casaccia, en paradoja menos aparente de lo que parece), y Borges o Bioy Casares mucho más limpios que los presos y los presidiarios de Honorio Bustos-Domecq.

Las tretas del fácil

La era de los textos latinoamericanos dóciles a la traducción había llegado. Son más fáciles. De esto, por sí solo, sería falaz inferir méritos o deméritos. Y son más fáciles por ser más neutros, más fulgurantemente mágicos y maravillosos que suciamente realistas, o por ser más globales que locales. De estas raíces de la facilidad universal algunos críticos sí han inferido límites y extravíos, aunque para otros esta vía haya merecido los panegíricos más polícromos, a veces entonados con más volumen que alta fidelidad.

Anticipándose al universo hemisférico de HBO, un rioplatense entiende mejor las vidas secas de Rulfo que las secas y mojadas del novelista «de la onda» José Agustín, un mexicano el «nouveau roman» pos-colonial de Di Benedetto mejor que el trópico tucumano de Hugo Foguet o el terror conventillero de Marco Denevi (sin embargo, Losey lo entendió de sobra cuando filmó Ceremonia secreta), un ecuatoriano o un hondureño mejor todo Benedetti que un solo cuento como «Los aborígenes» de Carlos Martínez Moreno. Con estos monopolios nacionales que el capitalismo tardío, editorial y mercantil, facilitaba, el boom de la novela latinoamericana que estalló en Buenos Aires hace cincuenta años fue impulso climático para unos y freno más restallante que nunca para otros. Los sucesores e imitadores del Nobel de Literatura 1982 en el arte de ser best-sellers se llaman en Brasil Erico Verissimo (el de Incidente en Antares) y también Nélida Piñón, en Chile Isabel Allende, en México Laura Esquivel, en Argentina y Estados Unidos Tomás Eloy Martínez (el de la meditada, marketinera Santa Evita, no el de la imitación inmediata que fue Sagrado, novela celebrada a la fuerza por Roa en la revista Sur), en el mundo Angela Carter o Salman Rushdie o aun el sudafricano-australiano Coetzee: world literature, como hay world music. Sin el sentido goetheano de la Weltliteratur del crítico Erich Auerbach: una batea en las viejas disquerías, un estante en las nuevas librerías, una punta de góndola en los supermercados.

La lengua bate donde el diente duele

Este nítido clivaje hemisférico de las dificultades prescindió de la pululante exuberancia de algunos vocabularios de autor y de la experimentación lingüística. Todos hemos acosado diccionarios para dar con los sonorosos verbos de barroco desconcierto del habanero Carpentier, pero no era obligada la glosa dialectal como al leer al también cubano Lino Novás Calvo, que ningún listado alfabético de cubanismos alcanzará para redimirnos de nuestra ignorancia: enciclopédica, porque es histórica, no léxica. Alevoso atlas sociolingüístico rioplatense, Los premios, con sus veras y burlas porteñas, la primera novela publicada de Cortázar, es más tramposa para el intrépido traductor que la mucho más extensa y ambiciosa y transatlántica Rayuela, tan ostensiva y compleja desde su arrogante revolución inicial de la puesta en página, y que, también de los sesentas (de 1963), y también de Sudamericana, fue celebrada de inmediato como «una búsqueda a partir de cero» en la revista Sur por la reseña estelar de Ana María Barrenechea, una de las mayores y mejores lingüistas del español.

Volviendo a las analogías, el elemento más vernáculo del trío siempre es el más difícil: entre peruanos, Ribeyro es menos abordable y petulante, más conmovedor y divertido que Bryce Echenique o Vargas Llosa. En términos britpop, los Kinks son más difíciles que los Beatles o los Stones, y Pulp más que Blur u Oasis. Y aunque lo más difícil no sea necesariamente menos masivo en el mercado nacional, sí lo es en el internacional: es menos exportable.

Macondo, una loca geografía

Macondo, con su fértil geografía de la imaginación, es también una solución técnica que resuelve, neutralizándolos, estos problemas literarios. Solución legitimada por una larga tradición que Cien años de soledad comparte con best-sellers convenidamente cultos, como El señor de los anillos o las «sagas» de Moorcock, Lewis o Peake, y con otros menos consensuadamente cultos, como El juego de los tronos.

Según Miguel Wiñazki, la muy real Ciudad Jardín, en el conurbano bonaerense, es localidad «de cartografía imposible». En cambio, la ilusoria Macondo cuenta, según el crítico anglo-chileno David Gallagher, con mapas precisos hasta el último detalle. Como, según la científica social argentina Lorena Córdoba, sus genealogías, que impulsaron a esta investigadora del Conicet a dedicarse a la antropología social: en Cien años de soledad, las estructuras funcionales son tan interesantes como la narrativa, sin conocer el parentesco no se conoce la historia.

Ni el lector hispanohablante ni el traductor precisan conocimientos dialectológicos muy refinados para entender (y entender bien) la lengua concreta hablada en la comarca de Macondo –aunque un glosario de medio centenar de páginas en la edición de homenaje que la Real Academia Española hizo en 2007 explique, por ejemplo, qué significa «círculo vicioso»–. Y como todo es ficción o suave símbolo y aun acaso alegoría, tampoco hace falta competencia ni instrucción específica alguna en historia latinoamericana, que esos parajes son inventados. Cien años de soledad, una novela pura. O pura novela.

* Desde Porto Alegre (Brasil)

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