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Destacaba Ernesto Sábato en su discurso de concesión del Premio Cervantes en 1984 el poder de la lengua para unir pueblos diferentes. Y qué duda cabe de que esa ha sido la experiencia de Iberoamérica, una comunidad que ha ido forjando sus lazos en buena medida gracias a lo que en no pocas ocasiones se ha denominado «la lengua de Cervantes». Ese reduccionismo, esa identificación de una lengua con un solo autor, que a primera vista podría parecer excesivo e injusto, denota el papel clave que ha tenido en la construcción del idioma español el escritor Miguel de Cervantes, de cuya muerte, y de la de otro autor eminente, William Shakespeare, conmemoramos este año el cuatricentenario.
Su vida, «llena de humillaciones y fracasos», como destacó el escritor mexicano José Emilio Pacheco, quedó enmarcada en una España que despertaba del sueño imperial de Felipe II e iniciaba un incierto siglo XVII, a caballo entre la utopía y la realidad, y que tan bien quedó reflejada en su obra cumbre, El Quijote.
Pero nuestro escritor no solo es español: también es plenamente americano. Si bien Cervantes no logró viajar a América, pese a haberlo solicitado en dos ocasiones, América viajó a su obra. Los trece años que vivió en Sevilla le permitieron a Cervantes imbuirse de esa nueva experiencia oceánica que llegaba periódicamente con las Flotas de Indias y en la que, todavía a finales del siglo XVI, la fabulación seguía salpicando la realidad de los relatos de los viajeros. Aunque América solo aparece directamente en una de sus piezas teatrales, El rufián dichoso, influyó inevitablemente en toda su obra. Y de la misma manera que América viajó a su obra, su obra viajó a América. Apenas un mes después de ponerse a la venta la primera parte de El Quijote, en 1605, un cargamento de ciento sesenta ejemplares salía con destino a Cartagena de Indias. A partir de allí, y a pesar de que la primera edición impresa en Latinoamérica no llegará hasta 1833 en México, «el mundo quijotesco» se difundió rápidamente por el continente americano, siendo frecuente la aparición desde el siglo XVII de personajes cervantinos en las fiestas populares.
Y América se hizo cervantina, hasta hoy. Desde la «veneración indeclinable y cada día más cálida por la persona y obra de Miguel de Cervantes» de Álvaro Mutis, al momento en el que Bioy Casares leyó el primer capítulo de El Quijote y descubrió que quería ser escritor, pasando por la definición de Cervantes por Vargas Llosa como «el padre y maestro mágico de nuestra literatura», o el reconocimiento de Roa Bastos de que Yo El Supremo siguió el modelo de El Quijote, Cervantes pasó a representar esa Patria Grande que es la lengua española, en palabras del chileno Gonzalo Rojas.
Miguel de Cervantes es español, y es hispanoamericano, pero sobre todo es universal. Su gran obra, El Quijote, es una de las obras con mayor éxito editorial de toda la historia. Pocas como ella han logrado atraer por igual a niños y mayores, y a personas de épocas y culturas diferentes, probablemente porque detrás de sus palabras «revela y enuncia misterios del alma de todos los hombres», en palabras de Sábato. Y es que, ¿quién no ha tenido su Dulcinea? ¿Quién no se ha enfrentado alguna vez a molinos de viento? ¿Quién no se ha sentido alguna vez abanderado de causas perdidas?
Es precisamente esa universalidad la que le ha permitido atravesar la barrera del idioma, convirtiendo El Quijote en el libro más traducido en la historia a las distintas lenguas después de la Biblia, incluido, por supuesto el guaraní: Aipo La Mancha rekoha peteîme, héra rehe nachemandu’asevéimava...
* Embajador de España en Paraguay