¡Camillerooooo!

Como hoy, era 23 de octubre aquel viernes de 1931 en el que una marcha de estudiantes que exigían la defensa del territorio nacional terminó en masacre en el patio del Palacio de Gobierno (irónicamente, una defensa que, de manera no oficial, ya se había iniciado). Este vívido relato nos lleva a ese tiempo de guerra y tragedia que ha marcado nuestra historia reciente y en medio de cuyas tinieblas, como siempre en la vida humana, también hubo, sin embargo, luces.

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Corría la década de 1920 en la ciudad de Asunción cuando a casa de doña Aurora, maestra viuda y con un hijo, Arturo, que estudiaba contabilidad, llegó desde Ajos (hoy, Coronel Oviedo) la joven Eulalia, hija de una lavandera que solo la había logrado llevar a la escuela primaria y a quien doña Aurora se había comprometido a ayudar con sus estudios.

Eulalia decidió estudiar enfermería en el Hospital número 5, al lado del Parque Caballero, y entre los dos jóvenes de aquel tranquilo hogar asunceno se encendió un cálido fuego que ambos escondían por pudor y por respeto a la dueña de casa. La movilización de 1928 llevó a Arturo, de veinte años, a enrolarse en el Ejército. Cuando Eulalia le dijo: «Entonces, te voy a seguir», él soltó una carcajada.

Quizá por su formación contable, Arturo fue a parar a la dotación de conscriptos del Colegio Militar, donde lo invitaron a quedarse, con sueldo y «ración» diaria, que él enviaba en su totalidad a su casa. Un par de años después, se preparó a los cadetes y soldados del Colegio para ser trasladados cerca de la línea de guerra formando el aguerrido Regimiento de Infantería nº 6 Boquerón, y Arturo se despidió de su madre y de Eulalia.

Pero Eulalia cumplió su palabra. Falsificó su certificado de estudios de Enfermería y, con el nombre de Eulalio Martínez y vestida de hombre, se presentó para integrar la Sanidad del R. I. 6. Durante los aprestos en Asunción, convertida en un soldado más, evitó tropezar con Arturo; su sombrero le servía de antifaz más que para cubrirse la cabeza.

Llegó la noticia de las hostilidades en el Chaco por el ataque al fortín Boquerón y unos días después se hizo el reparto de víveres y municiones y cadetes y soldados partieron del puerto de la capital rumbo al norte en el cañonero Humaitá. En el viaje, apenas tocaron por unos minutos el puerto de Concepción, del que fueron despedidos con hurras y gritos de «¡Viva el Paraguay!».

Desembarcaron en una zona de suelo árido; los camiones de carga los llevaron a Isla Poí y luego a Boquerón; ahí, al atardecer, la tropa buscó donde descansar. Antes de llegar a la línea oyeron descargas de fusilería y ráfagas de «cururú» (ametralladora pesada), morteros y artillería de grueso calibre.

Se repartió el rancho a la tropa y los oficiales se reunieron con comandos que informaron que a la madrugada siguiente volverían a intentar recuperar el fortín, con el refuerzo del Regimiento de Infantería formado con efectivos del Colegio Militar. Se repartieron unas cincuenta hojas con rudimentarios dibujos del sitio a atacar y los lugares que los pelotones y la artillería iban a ocupar.

A eso de las cuatro de la mañana, previo cocido caliente con cuatro galletas por barba, comenzaron los cañonazos, el comandante lanzó los gritos de «¡Al ataque!» y «¡Viva el Paraguay!» y los infantes empezaron a arrastrarse hacia el fortín desde el cual trataban de barrerlos con armas automáticas. Arturo, con grado de sargento, iba entre los primeros; Eulalia, con un fusil, un poco más atrás, entre los demás enfermeros y camilleros, con la misión de rescatar a los heridos.

En medio del estruendo infernal de la balacera se oían gritos de dolor o pedidos de auxilio: «¡Enfermerooos!» o «¡Camillerooos!», y los de algunos moribundos: «¡Mamitaaa!». Arturo sintió el golpe de un cuerpo en el pozo en el que estaba refugiado; alzó la cabeza y vio a un paraguayo; al escuchar una frase en guaraní y mirarle el rostro advirtió que era Eulalia. Con sorpresa y desesperación, exclamó:

–¿Qué haces aquí?

–Quiero estar a tu lado.

–Pero la Sanidad debe estar más atrás; ¿cómo viniste hasta acá?

–Me enrolé como varón en el Colegio Militar.

–¡Estás loca!

Arturo la abrazo y le ordenó:

–Quédate en este pozo; yo debo continuar.

Arturo reptó a la línea de los defensores y vio a su lado a otro atacante pararse y correr en busca de lucha cara a cara. Escuchó un grito. Yatagán en mano, saltó sobre el enemigo; estaba muerto con un agujero en la frente; sobre la ametralladora, también caído, reconoció al cadete Oscar «Coquito» Otazú, del tercer curso del Colegio, comandante de 16 años.

Arturo arrastró el cuerpo del caído hasta Eulalia; se lo encomendó y volvió a la línea para llevar la ametralladora a las posiciones paraguayas. El sol quemaba sin misericordia cuando los paraguayos retrocedieron para seguir el intercambio de proyectiles desde más distancia, si bien los superiores ordenaban no perder los pocos metros que habían ganado al precio de los muertos y heridos.

Arturo instaló la ametralladora capturada y solicitó a otro soldado una cinta de proyectiles. El «verde-ó» la trajo y ambos utilizaron la automática. Los atacantes aguantaron en el lugar al que habían llegado, a unos cincuenta metros del fortín, y solo al atardecer algunos retrocedieron en busca de auxilio, alimento y agua. Arturo fue a la Sanidad y halló a Eulalia vendando con un paramédico a un herido que gritaba. Silencioso, la aguardo hasta que el paciente, consumidas sus fuerzas, falleció; ella, lagrimeante, se volvió y, al verlo, lo abrazó. Arturo la sacó de ahí para buscar intimidad antes de que se volviera a dar la voz de «¡Ataque!».

A la madrugada, hasta el «saiyuvy» (silbido de los proyectiles) era ensordecedor, y Arturo, apretando contra el pastizal a Eulalia, la arrastró lejos de la línea de fuego pese a su protesta y llanto. Un joven teniente que guiaba a su pelotón les reprochó a gritos:

–¡Y ustedes por qué no avanzan! ¡La orden es atacar!

Arturo atinó a decirle:

–Mi compañero está herido y lo llevo a recibir auxilio.

–¡Siga entonces y vuelva al ataque!

Llegaron a un ranchito de adobe y paja. En él, el comandante de la unidad, coronel Arturo Bray, seguía el ataque con unos binoculares y daba instrucciones desde una línea telefónica. Al verlos entrar les preguntó:

–¿Quiénes son ustedes?

Arturo le respondió:

–Soy el sargento Arturo Martínez y este no es un soldado, es una mujer, y por eso la llevo a la Sanidad, donde puede ser útil.

El coronel, sorprendido, llamó a un ayudante para inspeccionar al «soldadito», y ordenó a Arturo:

–¡Y usted, vuelva al ataque!

Eulalia siguió al ayudante a la Sanidad; fue examinada y se comprobó su sexo; entonces dijo:

–Soy enfermera titulada.

Un médico respondió:

–Acompáñeme, necesitamos gente como usted.

Y empezó a atender heridos paraguayos y bolivianos sin distinción. Arturo volvió al ataque. A la tardecita, el coronel Bray animó a sus muchachos, cansados, hambrientos y sedientos, haciéndoles llegar con una riesgosa operación de logística galletas, vaca-í y caramañolas que los impulsaron a seguir el ataque que llevaba más de diez días sin llegar al fortín.

El calor y la sed eran insoportables. Los soldaditos sacaban yuyos de raíz y los chupaban, pese a su gusto a tierra, por la frescura y la ilusión del agua, más necesaria día a día, hora a hora, minuto a minuto.

Era septiembre y a la distancia se divisaban las flores de tajy como una meta a la que había que llegar para calmar los sufrimientos soportados cuerpo a tierra.

Al amanecer del 22 de septiembre de 1932, aniversario de la batalla de Curupayty, del lado paraguayo sonaron el himno nacional, marchas militares y polcas, algunas compuestas en el campo de batalla. La tropa coreaba lo poco que escuchaba y respondía con el patriótico:

–¡Piiiipuuuu!

Al día siguiente, en cierto momento pareció que mermaba la defensa y todos se levantaron para intentar un avance más veloz; Arturo, uno de los adelantados, sintió la rodilla desecha por un proyectil. Vio pasar a hombres de la Sanidad con camillas y pidió auxilio:

–¡Camilleroooos!

El grito fue oído y dos sanitarios lo alzaron en una camilla y lo condujeron hasta la Sanidad.

El galeno, al ver la desesperación del herido, le dijo:

–Ani rejapurati che ra’y, che roipohanota.

Le puso una mascarilla con un supuesto anestésico y, tras un par de minutos, acometió con una sierra la separación de la pierna desde arriba de la rodilla destrozada.

Eulalia en la Sanidad se había convertido en un elemento utilísimo que trabajaba 24 horas. El 24 de septiembre de 1932, las tropas, que veían caer heridos o muertos a sus compañeros, requirieron más camilleros y enfermeros. Cuando llevaba una camilla con un compañero a los heridos, un violento golpe en el lado derecho del pecho tumbó a Eulalia casi sin sentido. La llevaron a la Sanidad. La salvaron la pericia del cirujano y una trasfusión de sangre.

Ya en Asunción, la joven, de uniforme verde olivo, golpeó las manos ante la casa de doña Aurora. Hubo llantos y gritos de alegría hasta que la madre, angustiada, le preguntó:

–¿Y Arturo?

Eulalia, muy discreta, le contestó:

–También fue herido, pero ya se ha ordenado su evacuación. En estos días va a estar con nosotras -y omitió la amputación de la pierna.

Por esas coincidencias del destino, justo en ese momento frenó ante la casa un camión militar del que descendió Arturo, con una muleta; unos compañeros le ayudaron a bajar la bolsa de víveres que recibía cada uno de aquellos para quienes la guerra había acabado por no poder seguir combatiendo. La bolsa contenía dos kilos de galleta, tres latas de vaca’i, dos litros de aceite, un kilo de harina y una bolsita de sal.

La alegría se mezclaba con el llanto de la madre cuando Arturo, aunque aún le corrían las lágrimas también a él, dijo:

–Por fin estamos todos juntos.

Corría marzo de 1933 cuando, en la capilla del hospital militar, con la homilía del sacerdote oficiante, el padre Ernesto Pérez Acosta, y el padrinazgo del coronel Arturo Bray y de la madre de Eulalia –que, con todos sus parientes, había viajado desde Ajos hasta Villarrica y desde allí, en el tren del mediodía, hasta Asunción–, Arturo, con su muleta, y Eulalia, con un gran ramo de hermosas flores en su único brazo, se unieron en matrimonio.

aencinamarin@hotmail.com

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