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Astrónomo, poeta, erudito, filósofo, satírico, Bruno excede las etiquetas. Gran científico y diestro lógico, la lucidez de su razón fue pareja a su sentido de lo sagrado –a su manera heterodoxa, libérrima, fue profundamente religioso– y del misterio –supo aprovechar bien la tradición hermética, fecundo sistema de conceptos–. Fino latinista, fue un notable escritor en italiano; feliz poeta, nada le faltó a su prosa, ni el humor.
Y esto solo en cuanto a la obra; qué decir del hombre. Del hombre que maniatado y desnudo llevaron de madrugada a quemarlo vivo en la plaza con un freno entre los dientes, como un caballo, para que no «blasfemara»; del hombre que, sabiendo lo que le esperaba si no lo hacía, no se retractó.
Hoy, domingo 19 de febrero, la ciudad en la que se refugió unos meses, Noli, lo recuerda con procesiones, ceremonias, conferencias, en la Loggia, en la Piazza Milite Ignoto, en el Salón del Consejo... Hoy hace 417 años que otro 19 de febrero, sábado del año 1600, un «Avviso» en Roma daba con saña la nueva del cruento fin del «hereje obstinado» que dijo «que moría mártir y de buena gana y que su alma ascendería con el humo al cielo; pero verá ahora si eso era verdad». Es febrero, en suma, y el fantasma de Bruno acosa la memoria más que nunca, mientras su estatura de coloso aplasta toda vana pretensión onomástica de abarcarlo en mil palabras de ocasión.
Tal vez sea más digno solo un fugaz esbozo, una breve sonrisa, un caprichoso ápice.
La cena de las cenizas, La cena de le Ceneri, libro publicado en Londres en 1584, contiene cinco diálogos sostenidos en el ocaso de un miércoles de ceniza. Lo escribió un fraile dominico nativo de la pequeña ciudad de Nola, en la Campania, cerca de Nápoles, que sería uno de los mayores humanistas del Renacimiento y una de las mejores víctimas del Tribunal del Santo Oficio.
El movimiento de la Tierra y el cosmos heliocéntrico y finito de Copérnico fueron en la obra de Bruno solo punto de partida para teorizar la infinitud espacial y temporal de un universo ilimitado con el Sol como una estrella más y con incontables mundos como el nuestro, universo infinito como infinita es la divinidad. Primero de los seis diálogos en italiano que publicó en Inglaterra, La cena de las cenizas es la obertura de esa sinfonía que despliega su pensamiento cosmológico.
Lo escribió en Londres, escenario del relato y ciudad en la que vivió entre 1583 y 1585. Y aunque el título se refiere a la cena del primer día de la Cuaresma, la cena apenas figura en el texto porque es más bien pretexto para analizar la cosmología aristotélica y contexto para discutir su validez en el diálogo sobre la misma que entablan los comensales.
Pero una escena se detiene morosamente en la gran copa de vino que va de mano en mano y de boca en boca y abre en el libro una ventana a la historia de la vida cotidiana en el siglo XVI en Occidente.
Está al final del segundo diálogo, en el que Teófilo y el Nolano (alter ego literario de Bruno) acuden a una cena a la que el segundo ha sido invitado para explicar sus ideas sobre el movimiento terrestre. Tras un accidentado viaje por el Támesis y las oscuras calles de Londres, llegan tarde a la casa de sir Fulke Greville («il signore Folco Grivello»), en Whitechapel; los doctos caballeros que los esperan para discutir temas cosmológicos los reciben con alivio, pues por fin pueden sentarse a cenar.
Aunque para sentarse tienen que pasar por un juego en el que los extranjeros casi dejan al anfitrión, Greville, sin su silla a la cabecera de la mesa. Superadas algunas otras pequeñas ceremonias («alchuni altri piccoli ceremoni»), han de compartir con los demás contertulios una gran copa de vino, según la usanza inglesa del siglo XVI, arrojando al negro y abisal tacho del olvido toda esperanza de higiene.
Como en materia de costumbres todo es relativo, probablemente el lector creerá que esa copa, que a Michael Jackson o Howard Hawks les hubiera detonado brotes psicóticos, en Paraguay, habituados como estamos a beber tereré compartiendo bombilla, no nos afectaría. También yo lo hubiera creído antes de leer esas páginas sobre el ritual registrado con tanta minuciosidad como estoicismo. Teófilo describe cómo bebe un huésped y deja un trozo de carne flotando en la bebida, cómo otro deja de recuerdo un pedazo de pan nadando en el líquido, cómo su vecino deja caer un pelo de su barba untado en sabrosa salsa dentro del vino... Teófilo (que guarda la compostura pero no logra ocultarnos, a través de los siglos, cómo tiembla al ver la copa acercársele cada vez más), bromista él, comenta que todos dejan en el vino tantos restos que, cuando a uno le llega el turno de beber, ha de alegrarse de poder masticar al mismo tiempo buenos trozos de lechón, cabra y cordero.
Bruno dedica dos páginas a esta costumbre en un libro que en nada se relaciona con los modales en la mesa y, perdón por la expresión, lo hace de puro traumado. Su libro discute la cosmología tradicional todavía imperante en el Renacimiento y la única razón para que se detenga en contar con tanto realismo lo bebido, vivido y sufrido con la copa de sir Fulke es que no logra dejar de sentir escalofríos al recordarla, ni tampoco dejar de recordarla, y escribir, como reza esa fórmula, algo fácil pero muy querida por el público, acuñada por algún escritor del siglo XX, le sirve «para exorcizar sus demonios». Y que el del asco es un demonio de los peores me consta tras haber leído esas páginas. Además, ¡perversa naturaleza humana!, el que sufre tiene la esperanza de sufrir menos si hace sufrir a otros por eso que lo atormenta. Me reconozco en ello culpable de lo mismo que Bruno al trasmitir aquí lo leído sobre la copa de vino de la cena de las cenizas.
En este libro (probablemente impreso en el taller de John Charlewood), dedicado a Michel de Castelnau, señor de La Mauvissière, embajador francés en la corte inglesa en cuya casa vivió durante su estancia en Londres, Bruno llega más lejos que Copérnico (que pensaba el cosmos como esfera finita de estrellas fijas) al postular un universo sin centro, con mundos infinitos e infinitos sistemas solares. Cuando fra Giordano, nacido en 1548, bautizado como Filippo, nombre terreno al que renunció para ordenarse en su juventud, tras largos años de persecuciones, andanzas y aventuras por varias ciudades de Europa, volvió a su país en 1591, fue arrestado por la Inquisición, enjuiciado, declarado hereje y quemado vivo en el Campo de’ Fiori, en Roma, el jueves 17 de febrero de 1600. La radical audacia de su pensamiento, que trastorna la noción tradicional de la realidad física, hizo escribir sobre él a Koyré: «Infinidad del universo, unidad de la naturaleza, geometrización del espacio, negación del lugar, relatividad del movimiento: estamos muy cerca de Newton. El cosmos medieval ha sido destruido» (Estudios galileanos, México DF, Siglo XXI, 1981, p. 169). Cuando se le declaró apóstata y herético y, expulsado del seno de la Iglesia, se le entregó al brazo secular para que lo ejecutara, al escuchar la lectura de su condena, Bruno dijo:
–Tenéis más miedo vosotros al pronunciar mi sentencia, que yo al escucharla.
En cuanto se sabe de su destino y en los varios aspectos de su obra, en los más graves de sus pensamientos como en las más frescas de sus carcajadas, todo en el alma de Giordano Bruno trasunta una potencia tan viva que confunde.
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