Brindis por 150 años de Richard Strauss 1894-2014

A los 24 años, Richard Georg Strauss (Múnich, 11 de junio de 1864 - 8 de septiembre de 1949), compuso Don Juan, op. 20, poema sinfónico que, después de su estreno en Weimar, interpretado por la orquesta de la ópera, dirigida por el propio Strauss, Kapellmeister de la corte, fue un éxito mundial; Strauss, con aire de quien se atusa, complacido, el bigote, escribió, satisfecho de su experiencia del estreno, esta frase discretamente voluptuosa: «[Don Juan] Desató una tormenta de aplausos nada usual en Weimar».

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Nació en una familia bávara dedicada a la música y la cerveza: en varios de sus miembros era una ocupación importante la primera, y en toda ella, un oficio de varias generaciones la producción industrial de la segunda. Franz Strauss, su padre, era solista de trompa en la Ópera de la Corte de Múnich, y Richard comenzó a estudiar piano a los cuatro años con su madre, y violín, a los siete, con su tío; en 1894, se casaría, a su vez, con una músico, la soprano Pauline de Ahna, famosa por su linda voz y feo carácter, conflictivo e irascible, pese al cual, por esos misterios afortunados que se dan a veces, al parecer fueron muy felices juntos. Mucho más tarde, pasados los horrores de las dos grandes guerras y los largos años de represión y barbarie del Reich, cuando muera Richard, Pauline lo seguirá pocos meses después. Luego, la historia irá poniendo las cosas en su sitio. Quizá Strauss no fue tan vanguardista. Quizá Brahms (mas de él se ocupa en este mismo número otro artículo, así que me limito a mencionar esto) no fue tan conservador. Pero todo eso está lejos todavía; son dorados días de juventud para el Kapellmeister, al que Don Juan consagra como uno de los compositores del momento. Tendrá a Von Hofmannsthal por libretista, y por admirador a Debussy, y entrará por último en la posteridad. En Strauss coinciden la ruina moral de un país que cae en el abismo de la historia, un carácter gris que termina aislado de su época de rupturas culturales y, frente a esto, algo inesperadamente valioso, escandaloso, asombroso, loco: una música incendiaria y sensual, atronadora, de asesina, cruel, brillante y suntuosa libertad.

Un ejemplo que a todos les será familiar para entender de qué hablo: el comienzo de 2001: Odisea del espacio, de Kubrick, esa metálica violencia de la fanfarria que saluda el amanecer de la humanidad, la metamorfosis irreversible, el alba de la enorme, oscura mutación que gesta la cultura.

Al inicio de este clásico de la ciencia-ficción, millones de años atrás, vemos a una banda de primates. Pasa la triste noche de estos monos fallidos y al salir el sol la cámara muestra que ha aparecido en ese paraje un monolito negro. Luego, la vida sigue, monótona y mísera, en ese Estado de Naturaleza previo al Leviatán del que habló Hobbes.

Otro día, otra escena: de los restos de una comida tribal, uno de los primates toma un hueso y juega con él un juego apenas digno de tal nombre, o quizá experimenta en, tosco garabato de experimento, que, igualmente, solo cabe llamar así a falta de mejor término. Golpea otros huesos con él, mecánica, vanamente, y observa cómo se rompen y saltan en pedazos, una y otra vez. Nada más.

Nada más.

Nada más, excepto por la música. La música abrumadora, tormentosa, excesiva, cósmica. La música que da todo su terrible sentido al gesto de esa mano cubierta aún de pelo, de eso que aún no es mano, sino garra, pata, zarpa, y que a la vez ya es mano, ya empuña la primera herramienta rudimentaria, absurda, perfecta, en el primer movimiento brutal y maravilloso ya capaz de crear y de destruir; y el rostro del primate se desfigura en mueca de gozo y de terror ante ese precipicio que acaba de ofrecérsele a la vista: la humanidad ha nacido. Así ha hablado Zaratustra.

Also sprach Zarathustra, op. 30 «¿Se inspiró esta obra, maestro, en la filosofía de Nietzsche?», tengo entendido que le preguntaron a Strauss, quien, según también se dice, contestó: «No: en la música de Nietzsche». Por salvajadas, por lujuria de golpes de trompeta celeste e infernal como los de este poema sinfónico de Strauss de 1896, entendemos, como Stanley Kubrik sin duda también lo entendió, que Romain Rolland haya dicho: «Strauss es un bárbaro shakespeariano: su arte es arrollador; produce a un tiempo arena, oro, piedra y desechos; carece casi por completo de gusto, pero posee una violencia de sentimientos lindante con la locura».

Kubrick dijo que el comienzo de esta película de 1968, 2001: A Space Odyssey, se le había ocurrido, no recordaba bien si en el zoológico, ante la jaula de un mono, o mientras estaba escuchando el Así ha hablado Zarathustra, op. 30, de Richard Strauss. No importa: el gesto inaugural en que se resume todo el pasado y el futuro anuda como un núcleo los cabos de la historia: The Dawn of Man, http://www.youtube.com/watch?v=U2iiPpcwfCA

montserrat.alvarez@abc.com.py

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