Bernardo Bertolucci, o de la caducidad en el arte

La Revolución Rusa de 1917 y la Revolución social y sexual de los 60 fueron los dos focos y faros de la entera producción –más de una decena de filmes– del cineasta italiano Bernardo Bertolucci, autor del íntimo ‘Último tango en París’ y del épico ‘Novecento’, muerto el pasado lunes 26 de noviembre. Desde París, Francia, escribe Alfredo Grieco y Bavio, en exclusiva para los lectores del Suplemento Cultural.

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Nacido a comienzos de 1941 en la provinciana Parma, muerto a fines de 2018 en la capital Roma, 77 años vivió el director de cine e intelectual comunista Bernardo Bertolucci. El mismo, exacto arco temporal que se extiende desde el estallido de la Primera Guerra Mundial en 1914 hasta la disolución de la Unión Soviética en 1991. A esos 77 años, que coinciden en número pero no en fechas con la biografía del cineasta italiano, llamó «breve siglo XX» el historiador marxista británico Eric Hobsbawm. En menos de una centuria se apretaba el acontecimiento para ellos más importante de la vida humana sobre la tierra, la Revolución Rusa de octubre de 1917.

Hermana de sangre del alentador cataclismo universal bolchevique fue para Bertolucci la revolución, social, moral y sexual de los sesentas, que enarboló su índice, ícono y bandera cuando el Mayo francés de 1968. Escribió y rodó su entera filmografía –más de una decena de largometrajes– bajo las luces y entre las sombras de estos dos soles carmesí, a los que corresponden sus dos filmes mayores y rectores, los dos más vistos y mejor conocidos de su carrera artística.

El claustrofóbico, íntimo Último tango en París (1972) fue fábula y alegoría del estallido liberacionista sexual. Es la historia de dos personajes, que interpretan un Marlon Brando cincuentón y la veinteañera María Schneider. El paternal violador disgustado y la putativa violada gustosa gimen y copulan ante el telón de fondo en un París estetizado, casi de tarjeta postal, fotografiado por Vittorio Storaro con un buen gusto que en nada perjudicaría al turismo de masas cultivadas en el último año antes de la crisis del petróleo.

Física, mental y espiritualmente, el público masculino (pero también femenino) mira la pantalla sin angustias, sereno, curioso y con buen apetito. Son los años del boom de la píldora anticonceptiva. En la Italia del comunista Bertolucci y del católico papa Paulo VI, el divorcio vincular y el aborto legal, gratuito y de calidad son votados por cómodas, nítidas mayorías. Autonomizada de la procreación, de la familia, de la filiación, del matrimonio indisoluble y aun de la noción de pareja, independizada del amor, del afecto y hasta de la individuación y el intercambio de señas de identidad personales, liberada de la iglesia, la policía, el tribunal y el hospital, la actividad sexual soberana corre en un terreno tan desprovisto de obstáculos como de estímulos.

La crispación pornosoft de El último tango en París probó ser de auxilio para la cópula heterosexual del público (aquí es dudoso si también femenino) en tiempos de Estado Benefactor. La pornografía obra por palabras de los personajes o por inferencias de los espectadores antes que por medio de las imágenes. En la escena más citada del film, el protagonista asciende a un nuevo estadio, donde ya queda liberado, por fin, de la vagina, y vemos a Brando amasar manteca para lubricar un camino anal apenas sugerido para introducir un pene ni siquiera entrevisto.

Las dos horas de sexo blando y cuerpos semidesnudos en un hotelito parisino sórdido pero pintoresco facturaron cien millones de dólares en las boleterías planetarias. Bertolucci pudo escribir y rodar sin endeudarse las cinco horas de Novecento (1976) y pagarse al actor francés Gérard Depardieu y al norteamericano Robert de Niro para los roles protagónicos y antagónicos de trabajador y guerrillero campesino y conformista dueño de la tierra y esta vez sí filmarlos desnudos con cámara cenital, comparándose y tocándose en la cama. Si el anterior era el film de la revolución sexual, este es la epopeya y el melodrama de la Revolución a secas. Si el anterior era solitario y urbano, este es gregario y rural.

Novecento urde en un relato único los hilos de las historias de medio siglo de Historia de Italia, para culminar en el clímax colectivo de la derrota total del fascismo y del nazismo y la victoria total de las democracias occidentales y del Ejército Rojo al fin de la Segunda Guerra Mundial. Triunfo pretérito del Partido Comunista Italiano (PCI) que en 1945 impone la República y vence a la Monarquía de la dinastía Saboya y a la Dictadura de Mussolini, triunfo presente del PCI en 1976, cuando por primera vez se impone a la Democracia Cristiana como partido viable para liderar el gobierno nacional.

Cuando en 1901 comienza la acción del film Novecento, muere Giuseppe Verdi: la noticia conmueve a uno y otro bando, a jóvenes y a viejos. Con su muerte acaba el período teatral y operístico del Risorgimento. La música nacionalista del compositor de La fuerza del destino había contribuido a una alianza de clases en esta lucha política y militar en pro de la unidad de Italia: vencedores y vencidos de 1945 también idolatran a Verdi: todos podrían unir sus voces para cantar la misma canción, el himno «Fratelli d’Italia».

Coral, masiva, más-grande-que-la-vida, Novecento fue un fracaso comercial. El PCI nunca encabezó un gobierno italiano, y en los noventas se destinó y finalmente desapareció. Cuando Bertolucci muere esta semana en Roma, en la capital italiana el gobierno es el matrimonio de amor entre un partido posfascista y un movimiento anti-político.

Al año de estrenarse Novecento, el bermellón más encendido entre los colores políticos italianos era el de las Brigadas Rojas, una organización armada de izquierda guerrillera que buscaba la insurrección revolucionaria del proletariado contra el reformismo del PCI. En su film La tragedia de un hombre ridículo (1981), el empresario Primo Spaggiari (interpretado por un Ugo Tognazzi sin manierismo de commedia all’italiana) trata de salvar a su hijo, secuestrado por las Brigadas, pero lo matan; trata después de salvar a su empresa, pero quiebra, y la pierde. Bertolucci priva a esta tragedia de los alivios, aun ocasionales, de la farsa y del cinismo.

La aurora roja fue solo brigadista, y después desaparecieron las Brigadas, y el PCI, y aun la Democracia Cristiana. Como desapareció el milenario imperio chino, tema del blockbuster El último emperador (1987): la historia de cómo fue abusado y destronado por republicanos, japoneses y maoístas fue coronada por nueve Oscares de la Academia de Hollywood. Ya no hay gargantas para entonar el contrapunto épico-lírico de las dos revoluciones del siglo XX, y es su existencia antes que su importancia lo que ha de demostrarse primero.

alfredogrie@gmail.com

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