Benjamin y el fin del aura

A partir del clásico ensayo del pensador judío Walter Benjamin “La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica”, el autor de este artículo aplica la noción de oscilación, en su relación con las mutaciones profundas de la percepción estética implícitas en las nuevas tecnologías de reproducción, al propio pensar que la propone (el de Benjamin) tanto en sus temas cuanto en su estilo, rescatando así la paradoja, más allá de su cualidad literaria, por su valor heurístico.

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¿Por qué la oscilación como carácter? El carácter es lo que marca fuertemente, es la marca que se inscribe en la piel del pensamiento, con fuego, a través de la vida, de lo que vive el pensador. El pensador está marcado por su época, la que es suya porque la sufre, la siente y, a veces, hasta el punto de la pena, del dolor. El pensar reposa en el lecho del dolor aunque su destino está en la marea, en la evaporación, en el calor que transforma y eleva a los cielos, y devuelve a la tierra, como bonanza, el gusto por la vida, el desarrollo, la variedad y el movimiento. En una época el pensador puede hallarse al fondo de todo, pero su pensar no se aquieta, es más, le inquietan sus ideas que se desdoblan y reconvierten, se transforman e imitan el cambio vertiginoso, acelerado y sobrecogedor que se manifiesta subrepticiamente en el ocaso y el amanecer de los mundos.

Benjamin vivió y escribió en una época de traspaso de mundos, en medio de la decadencia y el ascenso, de lo acabado y lo posible. Camina en un callejón sin salida que es también un sendero boscoso, que a la luz de una tenue alborada nos lleva casi a ciegas a lo alto de un cerro. En medio del desencanto y la ilusión, el pensador es un científico y un romántico. Un implacable aclarador de misterios y un nostálgico adivino de la historia.

La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica es un acta de defunción del arte como había sido considerado hasta el siglo XX en el mundo burgués europeo. Basado en el científico análisis marxista del cambio histórico, diagnostica una mutación diferencial en la historia humana, palpable en un dato espiritual irrecusable: la pérdida del aura de la obra de arte. Para alguien que lee la historia con los lentes de la dialéctica, esa pérdida es un signo de que la revolución ya está tomando ese bastión caro a la burguesía, símbolo preferido de su poder, es más, el símbolo de su poder desde el Renacimiento. Por tanto, deberíamos creer que el pensador, cuando nos habla con maravilla y precisión de la fotografía y el cine, que conquistarán el nuevo mundo estético, lo hace jubiloso, ansioso de futuro. Pero no, tanta dicha no se admite en un pensador lúcido. Por detrás de estas artes de la luz se cierne la sombra de una peor e inimaginable forma de dominación: el fascismo. Parece que el progreso de la historia no nos lleva a la feliz sociedad sin clases del comunismo, sino a una nueva sociedad de clases. Y lo peor: el progreso es ineluctable.

En esta nueva sociedad de clases, el pensador, tal como había existido hasta el momento, tal como Benjamin cree serlo aún, no tiene lugar, como no lo tiene el aura de la obra de arte en la sociedad de la reproducción masiva.

El aura es una forma de tiempo, condensado y conservado en la obra de arte, previa a la Revolución Industrial. Una forma de tiempo es una forma de experiencia, un modo de ver las cosas, de vivirlas. La burguesía demostraba su poder con la institución de la obra de arte, en ella y con ella atesoraba tiempo. El tiempo que extrajo de la naturaleza y que transformó en valor de cambio de la producción, en el objeto cada vez más preciado por más escaso, único valor de cambio que posee el campesino, devenido proletario, en las condiciones del capitalismo. Las Bellas Artes son el campo de expresión de los nuevos señores, desinteresados mecenas de la nueva religión humanista, que consagra las obras de arte como manifestaciones de la originalidad creadora del artista, símbolo del individuo. La obra de arte como nicho del acto único e irrepetible. Pero esta misma producción produce nuevas formas de reproducción que ya no se limitan a las cosas útiles tradicionales, alimento y vestido, sino a una nueva clase de cosas útiles: las obras de arte. La belleza de la imagen, antes reservada al genio del pintor, es liberada por la perfección de la máquina. La imagen, tan venerada, ha devenido copia, tan práctica. Ha desaparecido el aura que habitaba la obra de arte. En el tiempo objetivo de la producción, el de la vida diaria del proletario, aparece una nueva configuración estética: la del mecanismo, con sus inusitadas potencias. El cine como medio especular que refleja la condición de peligro en que vive el hombre contemporáneo, «es la forma artística que corresponde al hombre de hoy». ¿Cuál es el peligro? El anonimato de la producción, la regulación mecánica, masiva, que amenaza a la existencia individual con la posibilidad de correr la suerte de la mercancía: la circulación, la deriva, la destrucción del aura de la idea de lo humano. A través del choque, del vértigo de imágenes, el individuo se prepara, fortalece y enriquece su espíritu. «El cine es captado gracias a una presencia de espíritu más intensa», y es el instrumento de entrenamiento para sobrevivir a las profundas modificaciones en la apercepción humana en esta época de transformación mundial.

Por eso, Benjamin no está de acuerdo con la apreciación, moralmente incorrecta e intelectualmente superficial, de Duhamel sobre el cine como «pasatiempo para parias, disipación para iletrados». Pero no solo por eso, sino porque Benjamin es consciente de que, en la nueva configuración estética, el recogimiento, actitud tradicionalmente considerada apropiada para la recepción de lo artístico, ya no es posible. El arte debe acomodarse a la recepción en la dispersión. Esta nueva forma de recepción no solo invade todos los terrenos del arte, sino que revela una nueva estructura de apercepción de lo real en la historia humana.

Pero este desmoronamiento del aura no es meditado por Benjamin con tono de risueño cántico revolucionario. Ya la definición de tan misteriosa palabra revela una lírica nostalgia, «la manifestación irrepetible de una lejanía», que aparece prístina –nos hubiera querido decir Benjamin– en la contemplación ociosa, en un atardecer de verano, de una cordillera en el horizonte o de una rama que arroja su sombra: «eso es aspirar el aura de esas montañas, de esa rama». Esta delicada imagen es aplastada por la fría descripción de la actualidad de las masas, su desprecio de lo singular, su deseo de dominio por acercamiento o eliminación de la lejanía: «Triturar su aura es la signatura para la percepción cuyo sentido para lo igual en el mundo ha crecido tanto, que le gana terreno a lo irrepetible».

Por otro lado, la pérdida del aura implica el desvanecimiento de la función ritual de la obra de arte, sea mágica, religiosa o aun secularizada, y por primera vez en la historia universal el arte se emancipa de su existencia parasitaria en un ritual. El fracaso de la norma de la autenticidad en la producción artística trastorna la función íntegra del arte y la fundamentación ritual se convierte en fundamentación política.

Perdida el aura, el valor de exhibición supera rotundamente al valor cultural, hasta producir una modificación cualitativa de su naturaleza. La obra artística ha adquirido funciones enteramente nuevas, entre las cuales la considerada propiamente artística o cultural será en el futuro comprendida como meramente accesoria. Pero tal emancipación del valor cultural de la tradición, Benjamin lo siente como una represión, como una batalla perdida, en la que la última línea de resistencia se atrincheró gloriosamente en el rostro humano. Precisamente en la primera forma revolucionaria de arte de reproducción, la fotografía, vibra por vez postrera el aura de forma melancólica e incomparable en la expresión fugaz de una cara humana. El sentimiento de Benjamin se rinde ante la última belleza aurática: los retratos en daguerrotipo: «El valor cultural de la imagen tiene su último refugio en el culto al recuerdo de los seres queridos, lejanos o desaparecidos».

Pero la máquina avanza y su mecanismo reprime el aura del aquí y ahora del actor de teatro y lo reemplaza por la naturalidad de una actuación montada para su reproducción. Actor y escenario desaparecen por el diseño de planos y secuencias. El mecanismo disecciona y muestra la realidad como el bisturí expone al cirujano los órganos del cuerpo a intervenir. Según Arnheim, el actor de cine es un accesorio escogido característicamente en función de su adaptación a una maquinaria de producción, de su capacidad de inserción espontánea en el aparato de montaje. El arte así se ha escapado del halo de lo bello, único en el que se pensó por largo tiempo que podía florecer.

Pero Benjamin no se abandona al sentimiento elegiaco de las críticas a la sociedad y la cultura del marxismo y la teoría crítica desde Engels, pasando por Adorno, hasta Baudrillard: es capaz de apreciar las posibilidades existenciales que trae la nueva época. La transformación de la experiencia implica el surgimiento de nuevas capacidades en la recepción y la creación estéticas. Por medio de una sutil interpretación de la poesía de Baudelaire, Benjamin encuentra en la figura de la multitud la clave para entender el estilo del poeta, y entrevé la solución al problema de la fundamentación de la poesía lírica en una experiencia para la cual el shock se ha vuelto regla, la memoria individual se ha desgajado de la tradición de la memoria colectiva y el relato es sustituido por la información. El caso de Baudelaire es la muerte y el nacimiento de la poesía. Pero Benjamín no solo aprecia en Baudelaire su capacidad de participar en la masa de la gran ciudad, sino también la de distanciarse de ella a través del desprecio. Por un lado, Baudelaire «sucumbe a la violencia con que la multitud lo atrae hacia sí y lo convierte en uno de los suyos, pero por otro, la conciencia del carácter inhumano de la masa no lo ha abandonado jamás… se convierte en cómplice de la multitud y casi en el mismo instante se aparta de ella» («Sobre algunos temas en Baudelaire», en Angelus novus).

Poesía de fin de siglo, fotografía, cine, despiertan en Benjamin una consciente fascinación paradójica. Mecanismo, automatización, fragmentación, sinsentido solo pueden llevar a la añoranza y a la desesperación al pensador humanista, defensor del espíritu, de lo único, lo irrepetible, lo auténtico. Pero Benjamín es irónico con sus propias añoranzas. Es clara, en su descripción fenomenológica del irreversible amaestramiento del hombre por la máquina, su conciencia de la futilidad de cualquier idealización del obrero, de las fatuas intuiciones del socialismo romántico. Esta lucidez de lo posible permite al pensador no ser asimilado al mecanismo ni oponerse inútilmente a él, y, al mismo tiempo, criticar, examinar hondamente el presente sin apoyarse en los supuestos utópicos del marxismo y menos en las reservas reaccionarias del piadoso pensamiento burgués, lo que termina generando ese carácter oscilatorio en el pensamiento de Benjamin.

Sin embargo, toda oscilación se realiza en un contexto mayor de equilibrio. La pura oscilación sería una simple deriva, un mero dispersarse del que no lograría emerger el pensamiento ni siquiera como expresión de una experiencia. Mientras que en Benjamín encontramos, al contrario, un pensamiento en su forma más pura, en su forma de fuente, de tesoro, de aquello escondido en la obscuridad pero lleno de potencia de luz, iluminaciones paradójicas, asistemáticas. Esto significa que la oscilación no es el único carácter de su pensamiento. Ella remite paradójicamente a lo que revelan los accesos místicos: la visión del infinito, de lo plenamente realizado, de la eternidad. La experiencia de la historia es oscilante porque su sentido no es histórico. La historia no se realiza plenamente en ninguna etapa histórica, sentido y sinsentido oscilan en cada época, el sentido de una época es el sinsentido de la siguiente. Pero entonces, ¿cómo puede Benjamin sostener su pensamiento, sostenerse vivo? A través de su fe mística en las iluminaciones del instante. La eternidad se muestra siempre. Siempre que nos sumerjamos en un instante, que recojamos del yermo paraje del tiempo cronométrico de la vida moderna en la ciudad ese instante en el que todo se nos muestra límpidamente, plenamente histórico y más allá de la historia.

¡Qué oscilación! Desde el análisis de los cambios sociales, según los principios del materialismo histórico, hasta una forma de teología mística de la luz en el contexto de la finitud y la contingencia. Positivismo y metafísica reunidos y destruidos a la vez.

posidonio@gmail.com

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