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El golpe que significó 1898 –la guerra hispanoamericana por las posesiones de Cuba, Puerto Rico Filipinas y la Isla de Guam– fue muy duro para todo el orbe de la lengua española. Muchos consideraron este breve enfrentamiento como la batalla entre las fuerzas del futuro incontenible, Estados Unidos, con su carga de ciencia, tecnología, capital y ambiciones imperiales de nuevo cuño, contra el pasado representado por la decadente España a casi medio milenio del Siglo de Oro, cuando la península ibérica se erigía en potencia universal.
La rápida derrota en los campos de batalla originó una reacción intelectual enorme. Se conoce como la Generación del 98 a los que se pusieron a sacudir a la cultura española del sopor en que se había sumido: Unamuno, Machado, Rodrigo de Maeztu, Ganivet, Ortega y Gasset, Valle Inclán, Pío Baroja, entre otros.
Este letargo intelectual tenía su réplica en las tierras latinoamericanas, sumidas en un proceso apocalíptico de orfandad al rechazar la herencia española sin abrazar totalmente la francesa. Según el intelectual mexicano Enrique Krauze,
«…tan violenta fue la sacudida, que activó el sistema de supervivencia espiritual de la cultura española, perdido ya el sueño imperial, España tuvo un consuelo no menor: tras casi un siglo de distanciamiento, la América Hispana se reconcilió con la humillada Madre Patria. Los dos componentes del orbe, de la lengua española, se reunían contra un mismo adversario, de una misma lengua».
Así surgió la volátil y poderosa pluma de José Enrique Rodó, que con la publicación de su libro Ariel se convirtió en el primer ideólogo del nacionalismo latinoamericano. Pero es un nacionalismo de las ideas, con campo para una disputa entre la técnica y la belleza, la supervivencia cotidiana y el paroxismo de la creación intelectual.
Para Rodó, en Ariel, la bendición de nuestra condición latina es la capacidad sorprendente de cultivar el espíritu y la utopía, en contraposición a lo pragmático y material. Era una forma de enfrentar al norteamericano avasallador y al latinoamericano que prefiere el ensueño al sudor. Lo dice también Krauze:
«…no es casual que haya sido en el Conosur, más específicamente entre Argentina y Uruguay donde nació el antiamericanismo ideológico. En ambos países, la influencia francesa no es solo una elección de gusto literario. Con Francia obtienen varias cosas a la vez: una tradición filosófica, literaria y política muy poderosa; una confrontación desde un punto de vista de superioridad con los norteamericanos, a quienes consideraban rudos y montaraces».
La cultura francesa tiene un origen católico, mientras el utilitarismo norteamericano denota orígenes protestantes. Así, el Ariel de Rodó, el centenario de cuya muerte se conmemora el próximo año, se convirtió en un fenómeno de lectura y diseminación desconocido hasta ese momento. Sin duda, el Ariel de José Enrique Rodó fue el libro del que todos hablaban. Ello catapultó a Rodó a una fama continental, al haber sacudido a los latinoamericanos, y, por extensión, a los españoles, de aquella somnolencia creativa producto de una conciencia de posible inferioridad ante el gigante del Norte.
Otro gran exponente de las letras latinoamericanas y universales también conmemora un siglo de su partida, habiendo legado una memorable obra en el campo de la reflexión sobre la excelencia como parte de nuestra identidad. Y es precisamente en la poesía donde surge el genio que valora la lengua española con una obra a la altura de Cervantes, Lope de Vega, Quevedo y Calderón.
Rubén Darío es el primer latinoamericano que se impuso en tierras europeas, que llegó a ser mentor de aquella generación de poetas españoles entre los que se encontraban los hermanos Machado, Ramón del Valle Inclán, Ramón Pérez de Ayala, Francisco Villaespesa, Juan Valera y el futuro premio Nobel, y admirador de Darío por el resto de su vida, Juan Ramón Jiménez.
Es posiblemente el poeta que ha tenido una mayor y más duradera influencia en la poesía del siglo XX. Ministro residente en Buenos Aires, Madrid y París, comenzó con versos de niño prodigio pero su consagración como poeta tuvo lugar en Santiago de Chile, a donde se trasladó para superar las limitaciones de su Nicaragua natal.
Naturalmente que, en Suramérica, la meca de lo intelectual y lo espiritual era Buenos Aires. Ya con el exitoso poemario Azul a cuestas, en la capital porteña traba una valiosa amistad con Bartolomé Mitre, a quien dedica una oda y de quien recibe importantes comisiones periodísticas como corresponsal del diario La Nación en España y en París, que en parte resolvían sus constantes apremios financieros.
La obra de Darío es fecunda, en prosa y verso. A sus constantes traslaciones geográficas de alguna manera las seguían acontecimientos históricos mayúsculos que se convertían para él en inspiración literaria.
Una anécdota simpática por ilustrativa del pensamiento de aquel entonces tuvo lugar durante la polémica en la que se vio envuelto con Pío Baroja. Según se cuenta, Darío habría dicho de Baroja: «Es un escritor de mucha miga, Baroja: se nota que ha sido panadero», y este último habría contratacado con la frase: «También Darío es escritor de mucha pluma: se nota que es indio».
En la polémica entre las dos culturas le tocó un escenario novedoso; como corresponsal del diario La Nación de Buenos Aires en Madrid, debió enviar informes periódicos sobre las consecuencias y secuelas de la derrota española del 98.
Muy pronto abrazó la causa latinoamericana y fue el primero en trasladar la metáfora shakesperiana de Ariel y Calibán a un ensayo que fue tan popular que indudablemente sirvió de poderosa influencia para la obra maestra de su coetáneo José Enrique Rodó.
Entre este año y el próximo tendremos la privilegiada oportunidad de redescubrir las invalorables contribuciones de estos dos pioneros latinoamericanistas cuyo legado se agiganta en el espacio y el tiempo.
beagbosio@gmail.com