Augusto Roa Bastos, el supremo de los escritores

Para que exista una literatura, ha observado Octavio Paz con su acostumbrada lucidez, es necesario que se den ciertos canales de comunicación y diálogo que sólo puede establecer la crítica. En América Latina esos canales son todavía precarios y están expuestos siempre a los terremotos culturales que suelen asolar estas tierras.

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Pero cada día es más evidente que en algunos momentos privilegiados (el movimiento de la independencia cultural que preside Bello, por ejemplo, la polémica del Romanticismo que centraliza en su torno Sarmiento, la gran ola del modernismo que recorre de extremo a extremo nuestra América al paso inquietante de Rubén Darío), América Latina tiene entonces la crítica que necesita. Una crítica que sea algo más que una dispensadora de premios y castigos, una crítica que ayude a situar todo el movimiento de una cultura y trace sus rumbos profundos, marcando con imaginación y claridad el desarrollo de las nuevas corrientes. Esa crítica existe hoy en América Latina y es la que, desde México como desde Buenos Aires a Montevideo, desde Caracas como desde París, va indicando los caminos que abren, exploran y desarrollan los creadores latinoamericanos.

En el curso de la década de 1960 se define el auge de un nuevo ciclo en la novelística hispanoamericana: el que hoy se conoce con el rótulo globalizador de nueva novela hispanoamericana. Este ciclo suele ser presentado no como una etapa de culminación o de síntesis, sino como un fenómeno atípico de negación de todo lo anterior; vale decir, de rechazo, de ruptura con el complejo y desarticulado proceso de formación de las literaturas nacionales a lo largo de más de un siglo.

“La novela tradicional de América Latina aparece como una forma estática dentro de una sociedad estática” –escribe Carlos Fuentes, uno de los novelistas sobresalientes del nuevo ciclo y su principal teorizador; más adelante agrega: “Radical ante su propio pasado, el nuevo escritor latinoamericano emprende una revisión a partir de una evidencia: la falta de un lenguaje... Inventar un lenguaje es decir todo lo que la historia ha callado”.

La aseveración del novelista mexicano es compartible en más de un sentido; sobre todo en lo que se refiere al silencio de la historia o, mejor, de las historias oficiales. También lo es en cuanto a la búsqueda de un lenguaje. Todo nuevo período histórico-cultural fragua su propio lenguaje, esto es innegable. Pero, según el criterio de Fuentes, se podría conjeturar que la nueva novela representa un “cambio cualitativo”, a partir de cero, de un magma congelado y sin expresión. La irrupción de la nueva novela comportaría un fenómeno en cierto modo autónomo y voluntarista que inaugura lo que debe entenderse como genuina expresión de la narrativa hispanoamericana: lo que él describe como el “tránsito a la nueva novela diversificada, crítica y ambigua”.

“Imposible resurrección”

En un primer movimiento, el planteo crítico de Fuentes parecería preconizar la instauración de una inédita modernidad, pero de una modernidad que excava en el pasado, más allá y por debajo de la novela tradicional, más atrás aún de las viejas Crónicas de la conquista y colonización. Una modernidad inédita que se apoyaría en una recuperación de las raíces autóctonas. “Continente de textos sagrados –escribe-, Latinoamérica se siente urgida de una profanación que dé voz a cuatro siglos de lenguaje secuestrado, marginal, desconocido. Esta resurrección del lenguaje perdido exige una diversidad de exploraciones verbales que, hoy por hoy, es uno de los signos de salud de la novela latinoamericana”. Lo que preconiza Fuentes es pues, dentro de lo posible, el rescate y la restauración de ese “lenguaje secuestrado, marginal, desconocido”, más que su imposible resurrección.

Entonces, no parece ocioso recordar, una vez más, que la literatura latinoamericana existía antes del famoso boom y ha seguido existiendo después. Una operación publicitaria no puede confundirse con un auténtico recuento de valores literarios. Sin embargo, una buena parte de la crítica española –y no digamos ya de la foránea- ha montado todo su tinglado estético y aun ideológico sobre Latinoamérica en base a ese grotesco equívoco. Y de esta manera, quienes han perdido han sido los de siempre, es decir, los lectores, que han tenido que pechar con una información insuficiente, que ha ignorado a muchos de los mayores escritores hispanoamericanos de “antes” y de “después”.

Uno de esos escritores ha sido nuestro compatriota el paraguayo Augusto Roa Bastos. Roa Bastos, nacido en 1917 (y muerto el 26 de abril de 2005, víctima de un infarto mientras se recuperaba de una operación cerebral), participó muy joven (a los quince años) en una de las guerras más crueles que se han desarrollado en el continente americano: la Guerra del Chaco. Un conflicto en el cual dos países pobres, Bolivia y Paraguay, se enfrentaron despiadadamente por cuenta de los imperialismos extranjeros –concretamente, en este caso, por cuenta de las multinacionales del petróleo-. De aquella terrible experiencia, Roa Bastos extrajo materiales para una de las mejores novelas de la literatura latinoamericana: Hijo de Hombre, publicada en 1960. Hay que decir que, desde 1947, Roa Bastos vivía exiliado de su país. Su posición política, independiente, pero de signo nítidamente democrático y antiimperialista, no podía resultar cómoda para los sucesivos tiranos –que luego le tocaría el turno al grotesco Stroessner- que han gobernado nuestro país.

Desde entonces, Roa vivía en el exilio. Algunas veces volvía a su patria para recoger materiales para sus libros, y establecer contacto con un mundo que siguió siendo suyo. “Un escritor no debe perder nunca sus raíces –nos decía-. Un escritor latinoamericano, si quiere escribir una obra auténtica, tiene que estar cerca de su tierra”. El Cono Sur de Latinoamérica era en aquel tiempo un infierno: Chile, Uruguay, Argentina. Y hacia el norte, Bolivia y Paraguay, más el gigante brasileño, torvo y acechante en ese entonces, dispuesto a cumplir su papel subimperial de gendarme de sus vecinos.

Como José María Arguedas, como Juan Rulfo –dos escritores de los cuales hablaba con subida admiración-, Roa Bastos había ido a buscar las claves históricas de América Latina en la presencia de lo amerindio. Al contrario que los indigenistas –de méritos históricos indudables-, Roa Bastos, como los escritores antes mencionados, quiso superar los viejos esquemas naturalistas, en última instancia paternalistas, con los cuales se quería dar cuenta de la basta realidad latinoamericana. “Mi propósito es integrar en la literatura un orden mítico, simbólico, que rebasa los planteamientos puramente naturalistas”. Y al hablar de Rulfo y de Arguedas señalaba una característica que se puede aplicar también a su propia novela: “Transformaron la novela regional americana, dándole una dimensión poética universal”. Frente a una literatura ideologizada en exceso, ellos plantearon una nueva valoración de lo autóctono más auténtico, más real, tanto desde un punto de vista estético como histórico.

Personaje de fama

Sin duda, Roa Bastos era el nombre mayor de la literatura paraguaya moderna y uno de los que marcaron el tono de la literatura latinoamericana de la segunda mitad del siglo XX. Ganador del Premio Cervantes en 1989, famoso por títulos como El trueno entre las hojas (1953), Hijo de Hombre (1960) o Yo, el Supremo (1974), entre más de veinte obras que incluyen poemas, relatos y textos teatrales. También fue un destacado guionista de cine en la Argentina, donde adaptó sus cuentos con Manuel Antín en Castigo al traidor (1966), con Armando Bo en El trueno entre las hojas (1958) y con Lucas Demare en Hijo de Hombre (1961).

Y de la mano de los nombres de sus libros llegamos al llegadero, al libro más polémico de Roa Bastos, el que lo ha convertido en personaje de fama y de gran ruido en el campo de las letras latinoamericanas. Desde su aparición en junio de 1974, lanzado por las tres casas de Siglo Veintiuno Editores (México, Madrid, Buenos Aires), la novela Yo, el Supremo fue devorada por los lectores. No sólo su gran circulación y aparato publicitario en tres centros claves de la industria editorial en lengua castellana, sino también dos razones más: la obra cada vez más lograda del autor, en sus cuentos, y el hecho de estar en la corriente de lo “real maravilloso”, del “realismo mágico” y del izquierdismo intelectual. Puede agregarse otro abono, el del tema; se trata de la vida, obra y milagros de un dictador puestos de moda por los autores de prestigio Gabriel García Márquez (El Otoño del Patriarca), Alejo Carpentier (El recurso del método) y su antecesor don Ramón María del Valle Inclán (como le gustaba llamarse) con su Tirano Banderas, y veinte años después publicó el guatemalteco Miguel Ángel Asturias El Señor Presidente y sucesores grandes y chiquitos. Ahora bien, Augusto Roa Bastos resiste todas las pruebas, pues se trata, en efecto, de un buen libro, de una novela apasionante, de un ensayo distinto en cuanto a la lengua se refiere.

En Yo, el Supremo, Roa es agudamente consciente de la necesidad de revisar tantas páginas clave de la historia de América Latina. Por eso su novela tiene a veces más andadura de ensayo que de narración propiamente dicha, lo cual acaso vaya en detrimento de su valor literario puro. Pero Roa Bastos, que piensa que la actividad del escritor no es una actividad privilegiada, al margen de la Historia, ha preferido el riesgo de hacer una novela ensayística. El resultado no se puede decir que sea decepcionante. Así, Yo, el Supremo no es una novela de dictadores más. Roa Bastos, que valora muy alto una novela como Tirano Banderas, de la cual parte todo un género literario latinoamericano, ha hecho algo más que una reflexión sobre el poder absoluto en su libro: ha procurado situar en su verdadero contexto histórico a un hombre y a unos episodios concretos, eformados y desconocidos, de la realidad americana.

“Una novela documental”

Insistimos en que Yo, el Supremo no es una biografía, ni un libro de Historia. Es sencillamente una novela, un libro literario, una ficción, una realidad creada por Roa Bastos, distinta a la realidad creada por la historia. El personaje, el tiempo, las palabras, los documentos utilizados fueron históricos. Es una novela con personaje histórico, un dictador supremo, él entero, no retazo de dictador. Es decir, no se trata de su historia real, ni de su biografía verdadera, sino de simple modelo para la imaginación, para la novela, la ficción, la realidad –ficción que es otra realidad parecida pero distinta a la realidad histórica.

Ahí está la rebeldía del escritor y la raíz de las transformaciones sustanciales que configuran la imaginación literaria: no repetir las historias sino transformarlas, leer en la realidad no lo que los testigos o la tradición nos entregan como la “historia” sino hacerla nuevamente, confiando en los poderes de la imaginación (labor literaria) y en la búsqueda de la verdad (labor histórica) . Por eso, cuantas veces Roa Bastos se ha referido a Yo, el Supremo, aun reconociendo que es una novela que se abre a la historia, una novela “documental” que intenta la desaparición del autor (como concepto y como presencia), ha hecho hincapié en que su novela es anti– histórica o buen antihistoricista. “La base de mi proyecto narrativo”, dice Roa Bastos, “consistió en llevar a fondo mi rebelión contra esa farsa que ocultaba y oculta la historia vivida” (se refiere a la “historia oficial, llena de tabúes, incoherencias, falsedades y falsificaciones”), y por ende “consistió, en un primer momento, en escribir una contrahistoria, una réplica subversiva y transgresiva de la historiografía oficial”. Y esto, claro está, intentando asimismo “lograr el estatuto de la ficción pura.”

Muchos de los discursos de Yo, el Supremo, en todo caso, adquieren la forma de réplicas o diálogos de una de las partes con el silencio –el silencio de la posteridad, el silencio del difunto (Belgrano) o el silencio del ausente (los Robertsons). Si bien entonces la novela incluye todos los discursos del Estado y aquellos de los sujetos racionales constituidos por sus interpolaciones ideológicas, estos discursos no son textos autosuficientes o descontextualizados sino constituyen respuestas, tanto a coyunturas históricas específicas como a interlocutores contemporáneos de Francia, como Patiño, o silenciosas preguntas de la posteridad.

De esta forma la novela de Roa Bastos reabre el debate que el discurso liberal había cerrado: es, en todo caso, un debate en el que tanto el Estado autárquico de Francia como el Estado liberal, correspondiendo a momentos históricos diferentes y distintos centros geográficos, se encuentran encerrados en un universo común que subliminalmente comparten, el universo encadenado por la escritura.

No bien salió Yo, el Supremo en Buenos Aires, Roa Bastos declaraba: “Estoy aún muy saturado de todo este tiempo de trabajo que me ha llevado elaborar este texto desesperado, delirante, lúcido por momentos, pero siempre en lucha terrible con una realidad no sólo del pasado, sino también del presente, en el destino de nuestros países.”

Rebelión contra la Historia

Por donde venimos a descubrir que de un orden, de un tiempo lento, dictatorial, de terrible paz, salió este libro caliente, creación literaria, de belleza artística. El autor lo escribió mientras la Argentina se venía ruidosamente abajo, políticamente, en tanto en la patria paraguaya un general hacía las veces del Supremo.

En Yo, el Supremo ni siquiera se cambian los nombres. Allí están todos, los hombres del Paraguay, los de Buenos Aires, los de Corrientes, los del Brasil; allí están los muertos y los vivos con sus nombres enteros. Están también las palabras verdaderas del doctor Francia, sus órdenes, sus sumarios, sus circulares, sus anónimos, sus conversaciones. Es una recreación del Dictador Francia, repetimos, de su dictadura, del alma y del lenguaje de aquel ser extraño y de las relaciones excepcionales que tuvo con su pueblo.

El autor, de una parte, y los críticos, de la otra, han enfrentado la vida de esta novela. Hay varios testimonios de Roa Bastos que pueden ser útiles para comprender la intención del texto, o tal vez sólo para hacerlo más complejo. Así, en una entrevista en Buenos Aires afirmaba: “Mi actitud como narrador debía ser la rebelión contra lo que nosotros llamamos la Historia. Traté de encontrar las estructuras significantes a través de los mitos del subconsciente colectivo y de la vida cotidiana del pueblo, y sobre todo, una proyección coherente hacia el hombre en general, no circunscrito a una zona sino a un contexto social y cultural de América Latina”. Es decir, usa la historia para explorar otras dimensiones de la existencia humana. Es como una manía de los novelistas. Decía luego: “La primera dificultad consistió en acentuar esa actitud de rebelión contra la Historia, pero usándola incluso al pie de la letra, y como centro. Esta idea le obsesionaba: “ El trabajo de composición del texto resultó arduo, pues se trataba de contaminar todo material histórico y hacer que se fuera asimilando a lo imaginario hasta encontrar ese sentido que no se expresa claramente, que se mantiene en la ambigüedad, pero que permite quizás al lector rehacer y encontrar a través de la escritura su propio sentido de la historia y al mismo tiempo, de lo imaginario”. Es, como ven, una manía como otra cualquiera: toma los instrumentos históricos (libros, documentos, tradiciones, memoria colectiva, entrevistas) y de allí arranca a su personaje con nombre y todo, con su ropa, con sus vicios, con sus virtudes; no crea ni palabras; sólo contamina la historia para convertirla en “lo imaginario”; y de ese modo volver a la realidad histórica. ¿No sería más verdadero decir que hace de la historia, con maestría de lenguaje, de idioma, y con maestría técnica de novelista, una nueva realidad, de más fácil acceso al lector de novelas? El lector de novelas (cuando no es crítico ni profesor, sino simple lector) se inficiona de ese virus, se aficiona, crea el hábito como el hidalgo que se transformó en Don Quijote de tanto “viaje” con sus sueños-novelas. Al lector de novelas le da pereza leer historias. Es más fácil la fábula. Y lo que hace Roa Bastos es convertir en fábula la historia del Supremo Dictador Francia.

Por Armando Almada-Roche
(Buenos Aires, especial para ABC color)
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