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Pensé esto porque, a despecho de lo fácil que sería decir algo así como que el verdadero protagonista de Atajo es el tiempo, la verdad es que el tiempo es, en efecto, parte de cada personaje, solo que no el tiempo del reloj, que es homogéneo, sino un tiempo que da a cada personaje su estructura cronológica, su manera de “estar” en el relato y el timbre de su voz y de sus pensamientos.
La voz del narrador, que es y no es la de Margot, de cuya historia trata la novela, en la página 12 de Atajo dice, como pensando en ella o como siendo pensado por la voz de ella, que Margot “ya ha llegado a ese momento del cual no se regresa”, mientras que, al “contrario, el niño apenas se libra al inicio de todo”. Esta forma extraña del verbo librar, dicho sea de paso, es parte de un uso nuevo, raro, libre, pero en ningún momento inhóspito ni abstruso, de la lengua, que compendia, en Atajo, ideas tácitas que son parte de la revisión obstinada que hace Margot de su historia con una mirada singular por fin, aunque ya sea al cabo de la vida. Pero volviendo al tiempo que en cada personaje es núcleo de su complexión, el del niño, “ser baldío”, tiene el metro naturalmente pausado, la no forzada regularidad de esa actitud contemplativa, de esa suerte de despreocupada armonía que son las de la infancia, mientras que el tiempo de Margot es obsesivo, lleno de cadencias recurrentes, falto de treguas y lleno de paciencia, crudo, obstinado y fijo en el último tramo de la gran carrera, y sus compases marcan un debatirse incesante entre el ayer y el hoy, un proceso de disolución y de entropía en medio del cual la discreta lucidez solitaria de esa mujer que en el fondo ya siente y piensa su elegía es lo que atrae y sostiene la atención en las palabras con las que recuerda, traiciona y materializa su pasado, del que ha decidido apoderarse, mientras piensa la vida como movida a tracción por una lógica que no respeta a nadie pero que les da a todos lo poco que tienen y los azota sin cesar con su constante pérdida. La conquista que emprende Margot solo le da manchas y trozos de algo que se habría deseado una historia más firme, uniforme y completa. Entre lo que ha sucedido y lo que está sucediendo no hay pausa que permita, ni a Margot ni a nadie, conquistar su reflejo en la memoria de un relato lineal, y un borrador enigmático es todo lo que le queda al término de esta guerra perdida de antemano que ha sido vivir, o sea, de esta guerra condenada al fracaso que ha sido (y que siempre es, ya que somos mortales) la vida, rutina del dolor y de la gratitud cuya tensión, cuyo sordo sufrimiento cotidiano, cuya belleza y cuyo dinamismo animan las palabras con las que arma el conjunto, sembrado de lagunas, que forman esos restos, su único botín, la trama de conjeturas que desnuda el contubernio de la memoria con lo imaginario, de la realidad con la ficción.
Lo que hay de estructural en un planteamiento tan sumariamente rozado por mí ahora mantiene una relación de encomiable coherencia con la forma del discurso en Atajo. Una voz externa al relato, la del narrador, cuya ambigua posición, no obstante, ya mencioné, habla desde adentro de un viejo cuerpo femenino, arrastrado, como el del Ángel de la historia de Klee, hacia adelante mientras mira hacia atrás y se resiste sin lograr detenerse. Hacia eso desconocido que está adelante uno es arrastrado sin mediar su voluntad y sin control. Como objeto epistemológico, el futuro es imposible: solo se puede conocer lo que (ya) existe, de modo que la mirada de la protagonista se obstina en ver lo pasado, de espaldas al futuro, mientras se la lleva el huracán del tiempo.
Huracán que borra la imagen que busca y a veces atisba para perderla de nuevo en la distancia sin poder fijar su rostro. En Atajo, el abismo del futuro al que se precipita el Ángel de la historia se convierte en el abismo al que se arroja la memoria de Margot, el de la muerte, figura del tiempo como monstruo, como brutal deidad del viejo panteón griego, que muestra lo ilusorio del tiempo manejable, domesticado, homogéneo, que, por fantasmagoría, miden y a la vez producen los relojes. Es la historia del tiempo como pánico arcaico y como trampa.
Pero la riqueza del discurso en Atajo supone muchos otros aspectos, de muchos otros tipos, y, así, se palpa un deleite vicioso en este flash-back desde la vejez, que da al texto los valores formales de su materia semántica y sonora, una complacencia en lo que se ha ido y no se ha ido, y cuya sombra persiste y materialmente pesa en ciertos gestos y aun en ciertos modos de simplemente estar que completan el presente e incluso lo que no está ya solo en el presente sino que potencialmente lo supera y lo lleva consigo, a través de la figura del nieto, hacia el futuro.
El soliloquio de Margot o, disyunción inclusiva, del narrador, o de todas las voces en las que Margot ha sido y que en ella son, plural y descentrado, rompe con el lugar común y las frases hechas y aun con las expresiones más usuales del habla común, pero sin volver impenetrable la lengua como un galimatías, sino, por el contrario, con una contundencia precisa que en sus mejores momentos hace pensar en lo compacto de ciertos proverbios antiguos que, parafraseando a Heráclito, ni afirman ni niegan: solo indican. El lenguaje es en Atajo poderoso por oscuro: al quedar inexplicado, preserva la opacidad, el peso intraducible de sus rarezas, de sus barbarismos, de sus idiotismos, que alcanzan a veces espesor de símbolos y que son como cicatrices del choque entre el país perdido, y que ya nunca fue propio, y el país nuevo, y que nunca podrá llegar a serlo. Da cuenta del naufragio y la definitiva soledad de quien se hunde en el abismo imposible de un futuro que ya no puede compartir con nadie, pues ya está al margen del camino común de la existencia. Pasea una mirada clara por los fragmentos de la conciencia que se le disgrega en torno: es el infierno como un lugar del tiempo, no del espacio, y, en la vejez, ubicuo; la muerte no como breve acontecimiento sino como proceso de comienzo impreciso y oscuro desarrollo; y la eternidad como triste metáfora del eco y la memoria obsesivos y yertos de lo vivido ya, amargo saldo de un puñado de arena que al fin se escurre entre dedos rabiosos. El discurso de Margot no tiene el ritmo de un transcurso intercambiable con cualquier otro transcurso, como el transcurso unánime, objetivo, que miden los relojes, porque transmite la urgencia y la paciencia del personaje central, la densidad y el apremio de su retrospectiva tensa, fría y feroz, los compases de la canción ardua y sensual de las postrimerías, los latidos tercos de una mente despiadada que entra en la muerte sin cerrar los ojos.