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La Biblia junto al calefón: se observan en la capital del Paraguay edificios modernos al lado de viejas casonas. Un tránsito lento y cargado de bocinazos, además de sofocante, provoca en los automovilistas una diaria pesadilla. Esta es nuestra Asunción, con sus luces y sus sombras, una A sunción que querríamos más si no fuera porque la desidia de los intendentes la ha convertido en un sitio que deja mucho, demasiado que desear.
Pero ¿cómo era la capital del Paraguay, en la época del ilustre historiador Fulgencio R. Moreno?
Pues bien, no daré yo en este espacio sino algunas pinceladas sobre la capital de nuestro país, pues el rigor del espacio me obliga a ello.
Antes de entrar en el tema, quisiera decir que Intercontinental Editora ha publicado el libro La ciudad de Asunción. Apoyó (y cuánto) la publicación del citado material, la Fundación Nicolás Darío Latourrette Bo.
El Paraguay se independizó de la Corona española y (también) de Buenos Aires, pues según los acertados estudios de Fulgencio R. Moreno, sobre el país caían desconsiderados impuestos que los productos debían pagar en el Río de la Plata, tales como los arbitrios, destinados a costear 200 soldados para la defensa de Santa Fe; las sisas, para las fortificaciones de los puertos de Buenos Aires y Montevideo; el desembarco obligado en Santa Fe, convertido en nuestro "puerto preciso", y el monopolio del transporte terrestre desde esa ciudad hasta Buenos Aires por los santafesinos, en carretas de fabricación paraguaya costosamente arrendadas.
Fulgencio R. Moreno nos cuenta que Asunción no dejó de ser un villorrio en su época independiente. Había un hacinamiento de viviendas en lamentable estado. Las zanjas que rodeaban a las construcciones eran intransitables a medida que la gente se alejaba de lo que vendría a ser el centro de la ciudad.
¿Cómo era la vida comercial a poco de su independencia?
Los negocios "continuaban circunscriptos al terreno adyacente a las barrancas del río Paraguay". En ese sitio que podría definirse como la parte de Asunción donde fluía la vida activa estaban la Casa de Gobierno, el Cabildo, el Obispado, la Catedral así como el convento de Santo Domingo.
Existía una única arteria, que era en realidad una larga franja de tierra arenosa, batida y socavada por los torrentes de las grandes lluvias, que era transitada por el afán mercantil de los negociantes allí asentados.
¿Cómo eran las construcciones?
Pues bien, los edificios, casi todos bajos, estaban hechos de ladrillos y adobes; los techos eran de teja. No existía un acceso directo a la calle, razón por la cual los llamados zaguanes brillaban por su ausencia.
¿Cuál era el mejor edificio de esa época? Pues la Casa de Gobierno, como era de esperar.
Asunción estaba naciendo a la vida independiente. Más tarde vendrían las casas o edificaciones señoriales, los balcones y toda aquella sólida construcción que habría de deslumbrar con sus amplios corredores.
La ciudad vivía, o se dejaba llevar por los días ociosos, entonces, hasta que llegaban las celebraciones en honor a la Virgen de la Asunción, a San Francisco, a San Blas, La Merced y Santo Domingo. Entonces el jolgorio, el bullicio, ponían un ánimo festivo en las calles. No hay que olvidar que también las serenatas a la amada hacían lo suyo, bajo la luz de la luna, mientras las aves guardaban sus chistidos...
Jamás se consideró, sin embargo, esa Asunción atrapada en una barranca, el asiento definitivo de los asuncenos.
Dueños de grandes sumas de dinero, muchos terratenientes tenían su lugar de descanso, como hasta ahora los tienen, numerosas familias, en Areguá o San Bernardino.
No había moradas suntuosas, ni piletas, por supuesto, pero los asuncenos contaban, en lo que podrían llamarse residencias campestres, su ganado, sus cultivos, sus grandes extensiones de tierra.
Extendidas en inmenso semi- círculo sobre el anchuroso río, desde los históricos valles de Tapuá hasta las faldas pétreas de Itacambú, en medio de selvas seculares que atravesaban los senderos de roja tierra, aquellas mansiones solariegas eslabonaban sus opulentas chacras con los cercados de los pequeños agricultores que rodeaban a la ciudad.
Cuánto revuelo de alegría, de vida plácida y feliz, cuando bajaban, al despuntar el alba, las estoicas y pintorescas burreras, quienes traían en las árganas, montadas sobre pollinos bien nutridos, los ricos productos que daba la tierra cultivada.
Hay que cerrar los ojos e imaginar esa apacible existencia de antaño que, ante los ojos de un paisajista, o un notable pintor, hubiera cobrado vida colorida en un cuadro.
¿Cómo era la instrucción pública, entonces?
En su "Conferencia sobre historia de la enseñanza nacional", Manuel Domínguez escribe lo siguiente: "A principios de 1812, la Junta declaraba la instrucción pública obligatoria, disponía la multiplicación de las escuelas y el mejoramiento de su personal; dictaba instrucciones para los maestros, basadas en los más avanzados principios de educación; reabría el colegio de San Carlos de enseñanza superior; creaba un centro de cultura literaria; y encargaba en Buenos Aires la adquisición, por cuenta del Estado, de obras de reputados autores europeos, para difundirlas en el país".
Ah..., aquella vida pacífica, aquel tiempo dorado, había de ser luego sepultado violentamente por el dictador Francia. Hombre neurótico, su ánimo se veía seriamente afectado, según cuentan quienes lo conocieron, por el viento norte. Al arbitrio de su delirio, de su mente enferma, de su manía persecutoria, los árboles frutales y su tupido follaje que daban sombra a las casas de la ciudad de Asunción fueron derribados. ¿Cómo explicar esa delirante decisión tomada?
El dictador quiso hacer un mejoramiento urbano. Este inaudito sistema de transformación y las persecuciones de las que fueron víctimas la aristocracia criolla y las clases acomodadas dejaron a Asunción reducida a su mínima expresión urbana. Se empecinaba el Dr. Francia en hacer desaparecer del Paraguay a las familias de apellidos prestigiosos, porque alguna señal de peligro para sus propósitos de déspota veía en ellas.
Quería militarizar al país. Fue así que, según las notas de Rengger y Longchamp, quienes visitaron el país por esa época, una parte del colegio de los jesuitas fue transformado en arsenal, donde estaban depositados más de 12 mil fusiles, otros tantos pares de pistolas, sables, lanzas y gran cantidad de municiones.
En el libro La ciudad de Asunción, el lector tendrá acceso a los orígenes de la ciudad, a la situación de los conquistadores en 1542, a los primeros gobiernos asuncenos y sus relaciones con los autóctonos, a la expansión asuncena y sus primeros efectos, a la agricultura y las primeras industrias, así como a los orígenes de la ganadería, a los límites de Asunción, a la división de la provincia, a la presencia de los aborígenes en la ciudad, a la Asunción después del siglo XVI, y paro de contar, pues la lista de capítulos es larga.
El lector que desee saber cómo fue la capital del Paraguay debe adquirir esta obra de suma trascendencia escrita por el genial Fulgencio R. Moreno, bisnieto de Fulgencio Yegros, el indiscutible Padre de la Patria.
A mis hijos
Van creciendo hijos,
gracias a Dios.
Los veo tan libres,
tan altos.
Un poco más ustedes,
un poco menos míos.
Más seguros,
más despiertos.
Con un tono de voz
más grave,
con un mejor acento.
Porque van creciendo.
Y porque van siendo más
Y los voy teniendo menos.
Malvi Salomón
Pues bien, no daré yo en este espacio sino algunas pinceladas sobre la capital de nuestro país, pues el rigor del espacio me obliga a ello.
Antes de entrar en el tema, quisiera decir que Intercontinental Editora ha publicado el libro La ciudad de Asunción. Apoyó (y cuánto) la publicación del citado material, la Fundación Nicolás Darío Latourrette Bo.
El Paraguay se independizó de la Corona española y (también) de Buenos Aires, pues según los acertados estudios de Fulgencio R. Moreno, sobre el país caían desconsiderados impuestos que los productos debían pagar en el Río de la Plata, tales como los arbitrios, destinados a costear 200 soldados para la defensa de Santa Fe; las sisas, para las fortificaciones de los puertos de Buenos Aires y Montevideo; el desembarco obligado en Santa Fe, convertido en nuestro "puerto preciso", y el monopolio del transporte terrestre desde esa ciudad hasta Buenos Aires por los santafesinos, en carretas de fabricación paraguaya costosamente arrendadas.
Fulgencio R. Moreno nos cuenta que Asunción no dejó de ser un villorrio en su época independiente. Había un hacinamiento de viviendas en lamentable estado. Las zanjas que rodeaban a las construcciones eran intransitables a medida que la gente se alejaba de lo que vendría a ser el centro de la ciudad.
¿Cómo era la vida comercial a poco de su independencia?
Los negocios "continuaban circunscriptos al terreno adyacente a las barrancas del río Paraguay". En ese sitio que podría definirse como la parte de Asunción donde fluía la vida activa estaban la Casa de Gobierno, el Cabildo, el Obispado, la Catedral así como el convento de Santo Domingo.
Existía una única arteria, que era en realidad una larga franja de tierra arenosa, batida y socavada por los torrentes de las grandes lluvias, que era transitada por el afán mercantil de los negociantes allí asentados.
¿Cómo eran las construcciones?
Pues bien, los edificios, casi todos bajos, estaban hechos de ladrillos y adobes; los techos eran de teja. No existía un acceso directo a la calle, razón por la cual los llamados zaguanes brillaban por su ausencia.
¿Cuál era el mejor edificio de esa época? Pues la Casa de Gobierno, como era de esperar.
Asunción estaba naciendo a la vida independiente. Más tarde vendrían las casas o edificaciones señoriales, los balcones y toda aquella sólida construcción que habría de deslumbrar con sus amplios corredores.
La ciudad vivía, o se dejaba llevar por los días ociosos, entonces, hasta que llegaban las celebraciones en honor a la Virgen de la Asunción, a San Francisco, a San Blas, La Merced y Santo Domingo. Entonces el jolgorio, el bullicio, ponían un ánimo festivo en las calles. No hay que olvidar que también las serenatas a la amada hacían lo suyo, bajo la luz de la luna, mientras las aves guardaban sus chistidos...
Jamás se consideró, sin embargo, esa Asunción atrapada en una barranca, el asiento definitivo de los asuncenos.
Dueños de grandes sumas de dinero, muchos terratenientes tenían su lugar de descanso, como hasta ahora los tienen, numerosas familias, en Areguá o San Bernardino.
No había moradas suntuosas, ni piletas, por supuesto, pero los asuncenos contaban, en lo que podrían llamarse residencias campestres, su ganado, sus cultivos, sus grandes extensiones de tierra.
Extendidas en inmenso semi- círculo sobre el anchuroso río, desde los históricos valles de Tapuá hasta las faldas pétreas de Itacambú, en medio de selvas seculares que atravesaban los senderos de roja tierra, aquellas mansiones solariegas eslabonaban sus opulentas chacras con los cercados de los pequeños agricultores que rodeaban a la ciudad.
Cuánto revuelo de alegría, de vida plácida y feliz, cuando bajaban, al despuntar el alba, las estoicas y pintorescas burreras, quienes traían en las árganas, montadas sobre pollinos bien nutridos, los ricos productos que daba la tierra cultivada.
Hay que cerrar los ojos e imaginar esa apacible existencia de antaño que, ante los ojos de un paisajista, o un notable pintor, hubiera cobrado vida colorida en un cuadro.
¿Cómo era la instrucción pública, entonces?
En su "Conferencia sobre historia de la enseñanza nacional", Manuel Domínguez escribe lo siguiente: "A principios de 1812, la Junta declaraba la instrucción pública obligatoria, disponía la multiplicación de las escuelas y el mejoramiento de su personal; dictaba instrucciones para los maestros, basadas en los más avanzados principios de educación; reabría el colegio de San Carlos de enseñanza superior; creaba un centro de cultura literaria; y encargaba en Buenos Aires la adquisición, por cuenta del Estado, de obras de reputados autores europeos, para difundirlas en el país".
Ah..., aquella vida pacífica, aquel tiempo dorado, había de ser luego sepultado violentamente por el dictador Francia. Hombre neurótico, su ánimo se veía seriamente afectado, según cuentan quienes lo conocieron, por el viento norte. Al arbitrio de su delirio, de su mente enferma, de su manía persecutoria, los árboles frutales y su tupido follaje que daban sombra a las casas de la ciudad de Asunción fueron derribados. ¿Cómo explicar esa delirante decisión tomada?
El dictador quiso hacer un mejoramiento urbano. Este inaudito sistema de transformación y las persecuciones de las que fueron víctimas la aristocracia criolla y las clases acomodadas dejaron a Asunción reducida a su mínima expresión urbana. Se empecinaba el Dr. Francia en hacer desaparecer del Paraguay a las familias de apellidos prestigiosos, porque alguna señal de peligro para sus propósitos de déspota veía en ellas.
Quería militarizar al país. Fue así que, según las notas de Rengger y Longchamp, quienes visitaron el país por esa época, una parte del colegio de los jesuitas fue transformado en arsenal, donde estaban depositados más de 12 mil fusiles, otros tantos pares de pistolas, sables, lanzas y gran cantidad de municiones.
En el libro La ciudad de Asunción, el lector tendrá acceso a los orígenes de la ciudad, a la situación de los conquistadores en 1542, a los primeros gobiernos asuncenos y sus relaciones con los autóctonos, a la expansión asuncena y sus primeros efectos, a la agricultura y las primeras industrias, así como a los orígenes de la ganadería, a los límites de Asunción, a la división de la provincia, a la presencia de los aborígenes en la ciudad, a la Asunción después del siglo XVI, y paro de contar, pues la lista de capítulos es larga.
El lector que desee saber cómo fue la capital del Paraguay debe adquirir esta obra de suma trascendencia escrita por el genial Fulgencio R. Moreno, bisnieto de Fulgencio Yegros, el indiscutible Padre de la Patria.
A mis hijos
Van creciendo hijos,
gracias a Dios.
Los veo tan libres,
tan altos.
Un poco más ustedes,
un poco menos míos.
Más seguros,
más despiertos.
Con un tono de voz
más grave,
con un mejor acento.
Porque van creciendo.
Y porque van siendo más
Y los voy teniendo menos.
Malvi Salomón