Apocalipsis Zombi

Nacido en 1884 en Maryland, William Seabrook (que en 1920 jugó con el célebre ocultista y escritor inglés Aleister Crowley, a.K.a. Frater Perdurabo, a comunicarse durante toda una semana solo con el monosílabo «Wow», juego que narró después en el cuento titulado, precisamente, «Wow»), después de haber vivido un año en Haití, escribió La isla mágica (The Magic Island, 1929), libro que, entre otras cosas, cuenta cómo la vieja Mamá Celie lo llevó a visitar los campos en los que trabajaban los muertos, convertidos en esclavos de los vivos.

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Dentro de dicho libro de Seabrook, el relato «Hombres muertos trabajando en campos de caña» recuerda una noche haitiana en la que un granjero le habló de los zombis, cadáveres que ciertos brujos, le contó al narrador aquel lugareño, saben cómo mover y utilizar para perpetrar crímenes o realizar trabajos y que «ni son fantasmas, ni tampoco son resucitados, como Lázaro».

Poco después, los hermanos Edward y Víctor Halperin, dueños de una pequeña productora de cine independiente, repararon en una obra de teatro de Kenneth Webb que se estrenó en Broadway en febrero de 1932; se titulaba Zombie y estaba basada en La isla mágica, de nuestro amigo, arriba presentado, Will Seabrook. Los «Halperin Brothers» encargaron a Garnett Weston que escribiera un guión basado en esa obra de teatro y, aunque Webb intentó detener el rodaje por considerarlo un plagio, la película fue estrenada en agosto de ese mismo año. Llevaron así los Halperin Bros a los muertos no muertos de la embrujada isla de Seabrook, junto con otros misteriosos personajes haitianos de su libro, a la pantalla grande.

En la película, que se llamó White Zombie (1932) y fue la primera película de zombis de la historia, Bela Lugosi, por las negras artes del vudú, tiene muertos trabajando para él en sus tierras. Pocos después se estrenará The Walking Dead (1936), de Michael Curtiz. Y, en la década siguiente, el año 1943 verá el estreno de otras dos películas, I Walk With a Zombie, de Jacques Tourneur, y Revenge of the Zombies, de Steve Sekely, ambas sobre muertos no muertos convertidos en esclavos mediante el vudú y puestos al servicio, en el primer caso, de las plantaciones, y, en el segundo, del lado oscuro de la ciencia. Como también será un esclavo de la ciencia el zombi en I Eat Your Skin (Del Tenney, 1964), y un esclavo del poder –cambiando la plantación por la mina– en The Plague Of Zombies (John Gilling, 1966).

El zombi en su forma actual suma, a las leyendas tradicionales, la influencia de la ciencia ficción y los temores del hombre moderno, y se convierte, en su primera aparición bajo esta forma contemporánea, en derivado monstruoso de la radiación de un satélite dentro del mítico filme Night of the Living Dead (1968), de George A. Romero, película rodada en blanco y negro con un presupuesto irrisorio y un plantel de actores aficionados, varios de ellos amigos o parientes del director. El largometraje, ya de culto, define un esquema que, respetando las premisas básicas –contagio por mordida, mezcla paradójica de fuerza brutal y putrefacción, etcétera–, se repetirá hasta hoy con variaciones.

Y siempre, cual la materia prima de la obra alquímica que, al decir de Jung, se «encuentra hasta en el estiércol más repugnante», el zombi aparece en contextos (como en el caso del cine comercial de bajo presupuesto y sin aspiraciones artísticas) y con formas (la más frecuente, un cadáver putrefacto) «inmundos» o «repugnantes», según conviene a todos los contenidos que emergen del subconsciente.

Ir en hordas babeantes y arrancar órganos y miembros para devorarlos son rasgos que el zombi conserva en las posteriores películas de Romero sobre el tema y en otros productos de ficción moderna, como el videojuego Resident Evil (Capcom, Westwood Studios, 1996) y la saga cinematográfica del mismo nombre (desde la primera adaptación, de Paul W. S. Anderson, en el 2002); en la novela del hijo de Mel Brooks y Anne Bancroft, el escritor y guionista neoyorquino Max Brooks, World War Z: An Oral History of the Zombie War (2006), y en la correspondiente película protagonizada por Brad Pitt, World War Z (Marc Forster, 2013), así como en el videojuego homónimo; en el cómic The Walking Dead (2003), con guión de Robert Kirkman (Kentucky, Estados Unidos, 1978) y dibujos de Tony Moore (primero) y Charlie Adlar (desde el número 7) y en su adaptación para televisión en la serie del mismo título (The Walking Dead, Frank Darabont, 2010) y la precuela, en formato de videojuego, del mismo año, entre otros de los muchos ejemplos más conocidos.

La idea desarrollada en aquella película de 1968 procedía, según el propio George Romero declararía en numerosas entrevistas, de la novela de Richard Matheson (1926-2013) I Am Legend (1954) –que también sirvió de base para el guion de la famosa película del 2007 con Will Smith como el doctor Robert Neville, que recorre una Nueva York irreconocible, ciudad-cadáver, zombi ella misma, con su perra pastor alemán, Sam (Samantha)–, narrada en primera persona por el último ser humano de la Tierra, que tiene que enfrentarse a un fenómeno monstruoso que alguna vez fue nuestra especie, mutada a consecuencia de una guerra bacteriológica.

Los zombis de Romero surgen a consecuencia de la radiación de un satélite «contaminado» que ha regresado a la tierra luego de haber sido enviado por el gobierno de Estados Unidos a realizar investigaciones en Venus: del vudú a la ciencia, la imagen del poder persiste en el mito del zombi como causa de la degradación de lo que otrora fue humano. Tal vez por eso uno de los rasgos más inquietantes de las diversas ficciones acerca de los zombis sea la naturaleza intercambiable de los papeles de víctima y verdugo –pues el zombi (que no mata sin padecer, sino que es él mismo figura terrible de la muerte, como putrefacción de la carne y como disolución de la consciencia), si devora la vida con mordiscos contagiosos que condenan a su víctima, no la arroja con ello sino al mismo mecanismo implacable que a él ya lo tiene atrapado–.

En el zombi, voluntad y pensamiento desaparecen para dar paso a los apetitos bestiales y la irracionalidad de lo inconsciente. De ahí el rechazo profundo que provoca. Pero, al mismo tiempo, a través de la antropomorfización de lo monstruoso en su figura, el zombi podría anunciar el reconocimiento redentor de una dolorosa identidad entre lo propio y lo extraño: los malos no serían otros, los malos seríamos todos. Y, cual hordas de zombis, tal vez sean los múltiples y decadentes elementos –prácticas, ideas y valores que solo causan muerte– de nuestro universo los que deben morir en un apocalipsis zombi para conocer un triunfo de otra índole, la inmolación que permite renacer.

El zombi es un monstruo de tipo peculiar, porque, si bien tiene caracteres tanto teriomorfos como teratomorfos, en lo sustancial es antropomorfo, y porque ese antropomorfismo no lo hace más soportable, sino menos, como le permitiera acercar a la consciencia el punto ciego en que lo familiar se hace siniestro; lo propio, extraño; uno mismo, ajeno, o enajenado; como si, al simbolizarlos, acercara espantos impronunciables que debieran estar confinados en la distancia de lo latente. Su presencia constante en la ficción desde comienzos del siglo XX tal vez sea un signo de que hemos superado el primer e ingenuo pánico de creernos víctimas para ver, cara a cara frente al zombi, que nosotros somos los monstruos del atroz filme gore del mundo actual.

juliansorel20@gmail.com

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