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Me excuso de antemano por las inexactitudes que pueda cometer al contar esta anécdota, pues la escuché en mi infancia, de la charla de los adultos. No obstante, como me gustó mucho, confío en que los yerros de mi memoria no sean graves. Cuando Parra estudiaba Cosmología en Oxford, becado por el consejo británico de Chile, su tutor, el gran astrofísico Edward Milne, dirigió al rector y al consejo en cuestión una queja porque Parra no mostraba dedicación y prefería escribir poemas a tomar notas ya que, según decía, el lugar lo inspiraba. Fastidiado, Milne creía que Parra había perdido el interés por su materia en particular y por la ciencia en general y sugería retirarle la beca. Contra lo esperable, sin embargo, el consejo se la extendió un año más. La explicación que dio el consejo, si mal no recuerdo, fue esta: «Todos sabemos que Oxford ha sido inventado para perder el tiempo. De la manera más provechosa posible, por supuesto».
Es preciso decir unas palabras sobre Milne. Como es sabido, la velocidad a la que los cuerpos celestes se alejan de la Tierra fue calculada gracias al hallazgo del efecto Doppler, que permitió también formular la teoría del universo en expansión. En 1930, Lemaître habló del átomo primigenio, «casi metafísico, inexistente desde un punto de vista físico», y afirmó que en t=0, el mundo ya existía –pues ya estaba en él–, y en 1948 Gamow habló del gran estallido de ese átomo, del que resultaron la materia y su dinámica expansiva. El mundo tenía comienzo. Y tendría, naturalmente, fin. (Quizá una de las especulaciones más terribles sobre ese fin sea el escenario siniestramente onírico de la muerte térmica; pero este es otro tema.) También en 1948 Bondi, Gold y Hoyle propusieron otro modelo cosmológico, uno sin principio ni final. Seguían en eso los trabajos de Milne.
Siempre he admirado a Milne por diversas razones, pero la principal es de índole poética. O, si se prefiere, teológica –tanto da decir poética o teológica que filosófica o científica, ya que en estos casos todo eso integra en el fondo algo más complejo–. Aunque el principio cosmológico defendido por Milne y los desarrollos que produjo –contrarios o alternativos a lo que, con desdén, Hoyle llamó entonces el «Big Bang»– no lograron consenso en el paradigma vigente, dada la apuesta por lo eterno que implican no me sorprende que Parra trabajara con él en su tesis «Some unsolved problems on Kinetic Relativity». A fuer de matemático, físico y poeta, Parra debió amar esas cosas –los astros, las ecuaciones, las palabras– que se sustraen a la muerte. Triste es pensar en los soles que seguirán brillando sin que podamos verlos, pero la macabra cosmología que se impuso desde la década de 1970, y que me llenó de horror desde la infancia, sin duda es aún peor. (Tiene también, claro está, su propia y desolada poesía, y su profundidad teológica en la explosión primigenia, la creatio ex nihilo del Big Bang, milagro que profetiza la pesadilla simétrica del Apocalipsis al cabo de los tiempos; pero este es otro tema.) En un mundo que respira con la espada de Damocles de la extinción sobre el cuello, Parra a su modo, Milne al suyo, hicieron sus apuestas, vanas e imprescindibles, contra la disgregación del universo y sus leyes, de la tribu y sus palabras. Son proyectos de largo aliento –científicos y poéticos, o antipoéticos– a los que una mente se mantiene leal toda la vida, vea o no coronados sus esfuerzos con el éxito.
Siempre al filo de su autodestrucción por intrusiones léxicas, narrativas, sintácticas –giros o palabras, descripciones, amontonamientos de trozos de experiencia– que los desequilibran al cuestionar lo mismo que expresan, los antipoemas interfieren consigo en un autosabotaje que devuelve emoción y realidad a lo cuestionado, al tiempo que informa del desorden de la vida y la consciencia en un universo no necesariamente entrópico, pero incierto y mutante sin duda; universo tal que armonía y orden serían en él impertinencia. Exponen así las trampas del lenguaje poético, su impotencia expresiva para dar cuenta del mundo, sus vacíos y los del lenguaje a secas, y hacen la crónica de esa crisis del sujeto moderno en torno a la cual tanto se ha teorizado en las últimas décadas. La longevidad –no la biológica, sino la (anti)poética– de Parra se explica quizá porque a sus ocurrencias ingeniosas les subyace la claridad de objetivos propia de empresas de esta índole –filosóficas, si se quiere–, y bajo su ímpetu se esconde el rigor que les es propio.
Parra tenía el ímpetu y el rigor del primogénito. El mayor de sus hermanos, nació el sábado 5 de septiembre de 1914 en San Fabián de Alico, provincia de Chillán, en el sur de Chile, hijo de Nicanor Parra, profesor primario, y de Clara Sandoval, modista de trastienda («Hijo mayor de un profesor primario / y de una modista de trastienda…», escribió en «Epitafio», de 1969). A los veintiséis años optó, con su tesis sobre Descartes, al grado de profesor de Matemáticas y Física, enseñó Mecánica Teórica durante más de medio siglo en la Universidad de Santiago, dio a la antipoesía su antilugar en la tradición moderna y en 1954, con Poemas y Antipoemas, nació como el primero y el único –esto es, como el primogénito– de los antipoetas, para como tal escribir el resto de sus más de veinte libros. Ante lo irrepetible y sin precedentes del primer y último caso en la historia de muerte de un antipoeta, sea esta hoja hoy, modesto antihomenaje, una hoja de Parra.