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Como cada década, cada lustro promete también una prodigalidad de efemérides periodísticamente memorables e históricamente reveladoras en su puntualidad de tarea cumplida, de plan quinquenal. Hay que decir que a tal esperanza falta toda garantía, que nunca ha sido a prueba de desilusiones. En el 2015, dos vidas y dos muertes literarias, europeas y latinas, quedaron entrelazadas por la contingencia de la evocación y el homenaje, más cerca uno del otro, más confrontados que yuxtapuestos, de lo que estuvieron nunca en vida. Contemporáneas, las vidas del italiano Pier Paolo Pasolini (1922-1975) y el francés Roland Barthes (1915-1980) nos resultan hoy, unidos por una cuestión de ambiente, mucho más paralelas de lo que eran en la década de 1970, la última en la que vivieron, y en la que estos intelectuales públicos gozaron de una fama –y de un estilo y una calidad de fama– que hoy, en la era del jet-lag antes que del jet-set, parecen inigualables, mucho más acá de juicios de valor y de decadencias y flaccideces occidentales.
MUERTES PARALELAS
El novelista, poeta y cineasta italiano y el semiólogo, crítico literario y escritor a secas francés murieron como rockstars: muertes súbitas, violentas, con sobretonos de tragedia, con subtextos de grotesco, exageración y fracaso. No pudieron practicar, ni por ende ofrecernos, un estilo tardío, que parece privilegio más propio de europeos meridionales –un Ernst Jünger muriendo erguido y centenario en una Alemania decepcionante, un Frank Kermode apagándose de aburrimiento en los domingos de la campiña inglesa, después de asistir a la misa anglocatólica–. Pasolini asesinado en la playa romana de Ostia por un asesino joven que podría ser su amante proletario, su prostituto malpago, un sicario de la mafia, un ángel exterminador del Vaticano, un asesino a sueldo de los comunistas, de los democristianos, de los terroristas rojos o rosas, de los servicios secretos italianos, o americanos, o rusos, o todas estas condiciones en abrumadora e imbatible superposición. Una muerte violenta para el autor de Una vita violenta, su novela de 1959 (y filme de 1962) sobre el joven prostituto romano Tommaso Puzzilli, tan tornasolado en acciones e ideologías como las que se supusieron para el asesino y para los autores intelectuales de la muerte del autor. Una muerte como la del pintor italiano Caravaggio o la del dramaturgo inglés Christopher Marlowe en el siglo XVI, o la del arqueólogo clásico alemán Joseph Winckelmann en el XVIII: Goethe había elogiado ese morir súbito sin dolor, vejez, sufrimientos, decadencias, torpores.
Nacido antes, muerto después, el fin de Roland Barthes fue también rápido: una camioneta de lavandería roja lo atropelló al salir del Collège de France, donde en 1977 para este intelectual académico soltero que nunca se había doctorado crearon una cátedra nueva, bajo la enseña de una disciplina sin duda vieja, pero que en la década de 1960, la época épica del estructuralismo militante, había brillado con una luz que desde entonces no ha hecho más que afinarse y reenfocarse, acaso, pero a costa de perder su fulgor inicial, la Semiología.
VESTIR AL DESNUDO
Una y otra muerte resultaron, en aquella década que selló en petróleo y plomo la euforia revolucionaria de Cubas y Vietnames y Parises y Terceros Mundos tan sexuales como vibrantes, ejemplares, y aun satisfactorias para sus lectores. Tanto Pasolini como Barthes resultaron prototipos, modelos ready-made antes que para armar. Las aporías de un intelectual de izquierda católico, que defiende el dialecto antes que la dialéctica, que ataca las instituciones y las reacciones impostadas contra las instituciones (la estudiantina, el anticlericalismo, la pornochanchada, la ironía, el liberalismo tecnocrático), las imágenes de una realidad donde importaban las imágenes, las revelaciones convencionales sobre nosotros mismos, las masas en busca de ídolos en procura de masas, solo podía acabar en la sangre y arena de la playa ostiense. Otro tanto para el profesor, obsesionado por su madre muerta en el mismo año 1977 de la consagración universitaria, que nunca conocía del amor sino sus frustraciones: la muerte desgraciada y triste parecía un destino merecido.
FÁBULAS CON MORALEJA
Las biografías de Barthes y de Pasolini se volvieron nítidas, ejemplares. Dada por cierta la calidad de la obra, como que no requiere demostración, desde las muertes violentas el interés popular, mediático, y aun académico, se volcó de lleno, sin examen ni culpa, sobre las trayectorias vitales. En las facultades de Filosofía y de Ciencias Sociales americanas, la vida de Barthes ofrecía un cómodo resumen de los cambios estéticos e ideológicos de la segunda mitad del siglo XX, en el último período histórico en que pudo sostenerse la ilusión de que las evoluciones e involuciones y contorsiones parisinas eran las de una vanguardia cuyo valor de referencia el mundo no podía desatender so pena de extravío o bancarrota. El abandono del concepto de literatura comprometida del existencialismo sartreano, su reemplazo por la noción problemática de escritura (si blanca, mejor), la defensa programática de la llamada nueva novela, el estructuralismo, la lingüística saussuriana, la semiología ídem, la narratología, el abandono (o superación) de los dos anteriores en el post-estructuralismo ya más post-moderno (una y otra expresión lucen ahora como claudicaciones terminológicas), el estudio de las lexias en S/Z –el análisis, fragmento por fragmento, en este libro de 1970, de una nouvelle balzaquiana sobre la castración–, el autobiografismo constante y creciente, el placer del texto, el hedonismo y el maoísmo, el fragmentarismo, las fotografías de mamá desvalida y las de negros desnudos y membrudos, la tensión asintótica hacia la escritura de ficción, hacia la novela por venir, truncada por un accidente vulgar: «la barca del amor se chocó con la vida cotidiana», como en el poema de despedida del suicida Maiakovski, en otra situación posrevolucionaria. Los cambios que registran la vida y la obra de Pasolini son más vastos, en géneros, en estilos, en artes, en registros, en ideologías, en lenguas, en tiempos y espacios geográficos. Escribió algunos de los libros de poesía mayores del siglo XX, en italiano y en friulano, algunas de las novelas mayores –2015 es aniversario de la publicación de Ragazzi di vita, de 1955, como Pedro Páramo, evocación de muy otros adolescentes sin figuras paternas en el conurbano romano antes que en el mítico desierto realista mágico mexicano de Juan Rulfo–, algunos de los más virulentos ensayos, filmó algunos de las películas más nacionales y populares, en un estilo más de Glauber Rocha o Nelson Pereira dos Santos o de Leonardo Favio antes que el viscontiniano que imaginaríamos como pendant cinematográfico para el prosista implacable. Las mil y una noches, de 1974, y otros filmes siguen perturbando al mostrar una y otra vez cómo se llega una y otra vez al acto sexual sin necesidad de seducción. Barthes fue siempre franco-francés, con un provincianismo que los viajes de turismo sexual, más o menos decepcionantes, más o menos gratificantes, a Marruecos, Japón o China ponen en doloroso relieve. Pasolini podía traducir cualquier texto de Barthes, Barthes no podría entender un poema o una novela de Pasolini. Pero a pesar de esa amplitud, el reduccionismo no fue menor en el caso del italiano. A veces, de manos francesas, como en la novela En las manos del ángel, con la que Dominique Fernandez, hijo del crítico filonazi Ramon Fernandez, ganó el premio Goncourt en 1982: una novelización homoerótica de la vida-destinada-a-la-muerte.
VIDAS SECAS, TEXTOS TRUNCOS
La biografía barthesiana fascinó cada vez más a partir de 1981. La fruición fue cada vez menor por los textos publicados por Barthes en vida, o por aquellos considerados centrales, y cada vez mayor por los inéditos, los fragmentos, los publicados a posteriori, los espurios, los testimonios, los diarios, las cartas, las novelas, las ficciones, las fantasías y las exaltaciones y los engaños y desengaños. De la historia literaria pasó, sin que se advirtiera, a la historia social. En ella estaba instalado desde siempre, por voluntad propia de activismo político callejero, Pasolini. Pero también en su caso, la aparición y publicación en cuidadas ediciones críticas de inéditos produjo un desplazamiento del interés a estas nuevas obras, más «osadas», menos «autocensuradas», al menos en apariencia. Curiosamente, estas obras son generalmente consideradas, antes que truncas e inconclusas, fragmentarias, como si fueran una variante del deliberado non-finito miguelangelesco. En todo caso, el año 2015 no ha sido propicio para releer a estos autores, tan disímiles cuando nos acercamos a los textos, en especial a los publicados en vida, tan invulnerados por la sátira o la parodia o siquiera el humor. Una doxa contemporánea sobre la santidad de la disidencia sexual –o sobre la identidad homosexual, un concepto del que uno y otro abominaban– los ha envuelto en un inesperado pero no por ello menos firme manto académico de hagiografía. Si se parecen en algo, para el lector hispanoamericano, es en la dificultad, que las traducciones a veces escamotean, otras soslayan, y pocas veces enfrentan. Un libro clásico como El grado cero de la escritura resulta ininteligible para un lector que no tenga un conocimiento relativamente completo de la historia literaria francesa, y en particular de la de 1945-1953, el año de la muerte de Stalin. Otro tanto vale para las poesías dialectales de Pasolini, o las novelas romanas, que llevan al fondo un glosario para los mismos lectores italianos. Astucias de la razón, sin embargo: en el país del jopara, nadie ignora que esa dificultad está siempre en el origen, que nunca es el laborioso resultado de quien cumple con el programa de una estética modernista. En suma, que es clásica.
* Desde La Paz, Bolivia