Ama, y haz lo que quieras

(«Dilige, et quod vis fac». Agustín de Hipona, Tractatus in epistolam Ioannis ad Parthos, VII.)

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A raíz de la matanza en una discoteca gay en Orlando el domingo pasado, muchas personas y grupos LGBT expresaron su solidaridad con los musulmanes y pidieron que este ataque no fuera utilizado para estigmatizar al Islam. Muchos intelectuales y grupos musulmanes, a su vez, expresaron su solidaridad con las víctimas y con las personas y grupos LGBT en general. En contraste, políticos como el señor Trump volvieron contra los musulmanes y el Islam el atentado, y numerosos comentaristas –seguidos por lectores igualmente naïves–, en medios de diversos países –incluido el nuestro–, hicieron lo propio con el cristianismo.

Como todo fenómeno sociocultural, la religión no es estática: es histórica; es una compleja red de factores muy diversos que se imbrican de modos que también están en constante mutación, y culpar de un crimen tan grave al Islam, el cristianismo o la religión en general no solo es monolítico y caricaturesco, y no solo es peligroso y discrimatorio: es simplista y, con perdón, pasmosamente tonto. Lo lógico sería que dichos tan arbitrarios y oportunistas como los publicados esta semana hubieran movido a sátira, o a piadosa indiferencia –aunque solo fuera, vamos, por el hecho elemental de que no todo asesino es homófobo (y viceversa) ni religioso (ídem), ni todo homófobo es religioso (ídem) ni asesino, etcétera, etcétera –, pero la gente ama lo fácil. Aun omitiendo detalles (tales como si la atribución del atentado es legítima, entre otros), el grupo mercenario autodenominado Estado Islámico –que ni es estado ni es islámico–, útil a intereses bien concretos, es un síntoma de crecientes conflictos regionales y globales y de la descomposición de las instituciones de Medio Oriente, cuya retórica religiosa explota un clima tóxico. «En los campos occidental y musulmán, minorías que redoblan los tambores del choque de civilizaciones», señaló hace años, en uno de sus artículos sobre el tema publicados en La Vanguardia, el profesor Fawaz Gerges, «ganan audiencias más amplias y más adeptos para sus sombrías perspectivas... Debe hacerse un esfuerzo concertado para solucionar los conflictos... que envenenan las relaciones entre musulmanes y cristianos». A ese fanatismo, que tiene en su contra al mundo civilizado –incluido, por supuesto, y ante todo, el establishment religioso musulmán–, se lo resiste y se lo deslegitima luchando por la reconciliación de las comunidades enfrentadas, más allá de cualesquiera diferencias étnicas o religiosas, y no alimentándolas con infundios nacidos de un irresponsable desconocimiento.

Porque lo que subyace a tales infundios es lo mismo que subyace a la homofobia y a las otras formas de rechazo (racismo, xenofobia, etcétera) del Otro estigmatizado; estigmatizado, en este caso, por musulmán, por cristiano, por religioso. Aun si se admiten excepciones («hay musulmanes / cristianos / creyentes no homófobos»), estas confirman la regla; también las admitía el fascista Robert Brasillach en 1938 –como recuerda Zizek en su conferencia «Sobre Cristo» (esa que termina con: «Es el Cristo rebelde. Lo que necesitamos»)– al escribir: «Nos permitimos aplaudir a Chaplin, mitad judío; Proust, mitad judío; Yehudi Menuhin, judío; y la voz de Hitler, que viaja por ondas radiofónicas que llevan el nombre del judío Hertz. No queremos matar a nadie ni organizar pogromos; planteamos un antisemitismo razonable para evitar los impredecibles actos del antisemitismo instintivo». ¿Les extraña que comentaristas de izquierda digan, en esencia, lo mismo que un intelectual fascista de los años treinta? Es que no todo lo que se dice de izquierda lo es; más debería extrañarles vivir en un mundo tan crédulo como para dar por hecho que las cosas sean algo solo porque pasen por serlo.

No solo los grandes sistemas metafísicos de Ibn Arabi serían impensables sin el Islam, o los de Nicolás de Cusa sin el cristianismo: serían impensables Derrida –que entendió bien qué creencia en Dios es ingenua e inauténtica (esa que, como dijo en «Otros Testamentos» en el 2002, no sufre la duda absoluta) y cuál no–, Lautremont, Wittgenstein, Baudelaire, Buñuel, Goya, y lo sublime romántico, y el dadaísmo y Tzara, y la teología apofática y su mágica, enorme, abrumadora celebración del gran «No», del gran misterio del «No», y ni siquiera existirían la novela gótica ni cuanto vino después, y vive hoy, en el cine, el cómic, la música, la literatura, y en todo, desde el ajedrez hasta la filosofía, la política y los sueños, y la Utopía. Las formas en que la mente aborda el misterio, y piensa, y crea, y se figura lo oculto, e interpreta lo visible, sean las que fueren, no pueden ser censuradas ni vejadas por la incomprensión, ni cabe discriminar a quienes las profesen o las cultiven en nombre de la defensa de otros discriminados. El enemigo no son las concepciones, ni artísticas ni filosóficas ni religiosas ni de ningún tipo, de nadie, sino los intereses de los poderes que las manipulan para dividir a todos, y los comentaristas que insultan la inteligencia con generalizaciones sobre diversas creencias o tradiciones culturales sirven irresponsablemente al enemigo. Los modos de organización y producción social y económica y los conflictos de intereses que en cada momento histórico estos conllevan, y que sirven para instigar enfrentamientos entre las colectividades bajo el disfraz de las diferencias de ideas, hábitos, valores o profesiones de fe, son lo que hay que analizar y criticar y, si se tercia, denunciar y combatir; reducir la difícil tarea de ese análisis a la salida fácil de la caricatura al atacar expresiones de la sensibilidad humanas cuyo valor, complejidad y hondura escapan a tan banales abordajes es un error muy inoportuno. Como la homosexualidad, la religión no es sino una de las innumerables vías de búsqueda y de las virtualmente ilimitadas figuras que puede tomar el enigmático e insondable fondo del deseo humano, ese fondo que es el de todos, y que también merece el respeto de todos, ese fondo del que surgen los milagros, y que nunca se podrá domesticar.

montserrat.alvarez@abc.com.py

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