Alex Cool y los Bailarines de Pies de Pájaro

Al recibir la Orden Nacional al Mérito en el 2009, dijo: «Jamás pensé que recibiría esto. Yo soy chacariteño y lustrabotas. Lustrando botas llegué a la Banda de la Policía». Se inició con el jazz y la música culta, pero puso su pasión en la música popular. En su frase «Yo soy chacariteño y lustrabotas» no hay absurda modestia, sino franca dignidad. Tras una visita al maestro Alejandro Cubilla (nacido el martes 9 de julio de 1929 en el barrio de la Chacarita), Juan Pastoriza revela algunas historias evocadas por el músico en esta y mil otras tardes de amistad y tereré.

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Probablemente no querrá contarme aquel fantástico suceso, o tan vez incluso lo negará, si yo lo menciono cuando estemos conversando. Cuando estemos conversando en ese pequeño cuarto que, casi sin moverse, habita en los últimos años. Dirá que es solo un producto de las habladurías o de la imaginación.

Pero, aprovechando la ocasión, sí tocará otros temas de su vida, en una catarata de palabras refrescada con tereré.

Me hablará de su papá, don Rogelio Cubilla, legendario músico. Y de cómo, siendo todavía un niño, atraído por una melodía, se puso un birrete y entró en la Banda de Policía, en la que se encontraría con los venerables maestros Salvador Dentice y Manuel Rivas Ortellado. Esa formación le serviría para ingresar en la Banda de la 1ª División de Caballería, en la que aprendió disciplina y entendió el respeto. Después, por ese camino abierto, tocaría con vigor en la agrupación del Colegio Militar. Allí se tropezó con el cofre mágico del saxofón, que después sería su compañero, casi su familia.

A fines de los años 50, se puso el frac y fue aceptado como fagotista en la OSCA. Ese instrumento le permitió adquirir contactos y estudiar con personalidades que perfilaron su vocación. Como el argentino Juan Umatino, el checoslovaco Otakar Platil –un nombre de cabecera en cualquier historia que se pueda narrar sobre nuestra cultura– o aquel hombre severo y trascendente en su universo de arreglos orquestales, Rodolfo Bagnati.

Justamente en esos años pasó como una tromba por las pistas de bailes de los clubes y los salones de la Capital y del interior.

Se acuerda, entonces, de Alex Cool y sus Caballeros del Jazz. Ese nombre cuyo sonido todavía marca en su cabeza el compás de una pieza crepuscular.

Y su mayor orgullo fue el rescate y la consagración de una forma artística íntimamente ligada a la gente de pueblo, como él mismo, que encontró su ritmo, su cadencia y sus colores ancestrales, con la famosa Banda Koygua, símbolo de la música folclórica, con la que recorrió todo el país y cruzó la frontera consiguiendo galardones y grabaciones para los sellos Marpar y Cerro Corá.

«¡Era el resplandor de la fiesta popular, para siempre!», suele exclamar, moviendo con pasión una batuta imaginaria, al frente de una decena de esos instrumentistas que saben expulsar el alma en cada tema. Es su marca registrada, hecha a la medida de sus inquietudes y sus preocupaciones estéticas y sociales, hecha para definir y para expresar a los hombres y mujeres paraguayos.

No quiere pasar por alto, en esta suerte de repaso cronológico de su trayectoria humana y artística, su puesto de asesor de Banda y de exigente profe de saxofón en los Institutos de la Municipalidad de Asunción.

Pero el artista, y más si viene de donde le duelen las cosas a la gente común, apuesta por ideas y acciones libertarias y por reivindicaciones sociales. Como era previsible en los tiempos de la dictadura, eso le costó la marginación y la prisión. Incluso su precaria salud actual es una secuela de los días de la persecución. Habla de una emboscada donde se largaron como canes rabiosos sobre su humanidad. «Y las secuelas siguen a la vista», dice con ironía. Pero también cuenta enfervorizado que nunca, ni en el momento más dramático, pensó en apearse de la cabalgadura de las urgentes reivindicaciones sociales; eso alimentó su carrera, y cree que hay materias pendientes todavía. Ahora es un ícono de la resistencia al régimen de la barbarie que nos robó nuestra forma de pensar, sigue reflexionando.

No quiere mencionar mucho sus creaciones, que prefiere compartir con la gente, de preferencia con los jóvenes, en los que tiene depositada la fe en un escenario mejor. Pero suele citar algunos, como aquellos monumentales trabajos con su entrañable amigo Rudi Torga, «que son aportes que siguen en la sombra de los impenitentes», lamenta. Mborayhu ha Jeroky Ka’aguýpe, Ka’aguy Pytu, con la Banda Koygua y el coro polifónico. Suenan a selva y describen habitantes primigenios, recortadas las siluetas bajo la luz de antiguas lunas.

Y todo esto, y más, me lo podrá contar, pero, como decía al comienzo, lo que ya sé que no querrá contarme es la historia de aquel contrato fantasmal por el cual actuaron en algún sitio perdido en la memoria en que tocaron su música durante toda la noche y la madrugada para que bailaran unos seres extraños, de los que, uno a uno, él y los demás músicos se fueron percatando de que tenían pies de pájaro. Unos seres que entonces, tras haberlos contratado para bailar al compás de sus melodías, desaparecieron cuando empezaron a cantar el Alabado. Luego, al amanecer, se encontraron en un espinoso yuyal impenetrable. Suele negarse a repetir el relato de los hechos de esa noche. Sé que lo recuerda en silencio en la sombra de la ceguera, esa sombra que, en su caso, guarda tantos tesoros luminosos, pese a ser el resultado de la golpiza despiadada que recibió por pensar diferente, según suele decir el amigo, el compañero, el maestro Alejandro Cubilla.

jpastoriza.2008@gmail.com

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