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«Alejandro y su Banda Koygua
paraguayan la función,
invierno en focos alrededor
de la fiesta popular»
(Maneco Galeano, «San sí Juan no Que sí», 1972)
TODAS LAS PLAZAS
Vinieron –él desde Yaguarón, ella desde Itá– a Asunción en busca (como suele decirse) de una vida mejor. Se encontraron en una plaza: él tocaba con la Banda de Policía; ella estaba entre el público. El hijo de Rogelio Cubilla y Buenaventura Cano que nació el martes 9 de julio de 1929 en la esquina de Estados Unidos y Barranca Oliva, en el corazón del barrio de la Chacarita, fue, así, en cierta forma, hijo de la música.
En la plaza Uruguaya, en torno a la iglesia de San Roque, en la estación del ferrocarril, al salir de clases trabajaba lustrando zapatos, como sus hermanos, y siempre se presentó como Alejandro Cubilla, lustrabotas y músico, en ese orden.
Las noches de los cincuenta fueron de Alex Cooll y sus Caballeros del Jazz. Tocaban a la «hora del vermouth» –entre las seis y media y las ocho de la tarde, aproximadamente– en la confitería Belvedere, con blancos trajes de hilo, y en los primeros night clubs –en el Intermezzo, en la avenida España casi Brasil, en otro que quedaba en Azara y Estados Unidos, en un tercero que estaba en San Lorenzo...– que empezaban a abrirse en Paraguay.
Fueron también los años en que dejó la Banda de la Caballería –empezaban a pedir afiliación al Partido Colorado– y el Partido Revolucionario Febrerista –se deshicieron de él en unas internas por no apoyar al candidato que resultó electo– pese a que la Banda Koygua siempre había tocado en los actos del partido la marcha para la que él había hecho los arreglos.
TODOS LOS GOLPES
No fueron más fáciles las siguientes décadas. Ninguna lo fue. Que la Banda Koygua tocara en festivales de música por la libertad de los presos políticos levantó animosidades que se concretaron por fin en 1974 en la Resolución Nº 430. Lo resuelto era: «Art. 1º: Declarar cesante al Señor Alejandro Cubilla, integrante de la Orquesta Sinfónica de la Ciudad de Asunción (OSCA), dependiente de la Dirección de Cultura y Arte, por razones de indisciplina en el desempeño de sus funciones». (Mucho tiempo después, el gobierno intentaría reparar esto en parte reconociendo, con la Orden Nacional del Mérito, la deuda de la música paraguaya con el maestro, anciano y ciego ya, en el año 2009).
Y también en 1974 un grupo de matones encabezados por Jorge Hicks Cáceres, el vicepresidente de la seccional colorada de la Chacarita, le tendió una sórdida trampa. Dos días antes, una vecina le había avisado: «No te metas en ninguna pelea ni hagas caso si te ofenden, porque se ha resuelto que van a garrotearte». La noche del 30 de enero, cuando volvía a su casa después del ensayo, unas personas lo llamaron invitándolo a tomar algo en un bar de la Chaca, el San Miguel. Al cabo de un rato, un grupo numeroso, desde otra mesa, lo comenzó a insultar a gritos. Y al fin se lanzaron sobre él.
Rumbo a Primeros Auxilios, el taxista advirtió que los seguía un grupo armado con revólveres, y llevó a «Alecú» a la Comisaría Sexta. El comisario lo conocía, y lo protegió. Así salvó Alex Cool la vida.
Después, nada raro. Un tratamiento de rehabilitación: tenía un desprendimiento de retina, la cara paralizada por los golpes, arrastraba medio cuerpo y casi no podía hablar. Intentó abrir una querella judicial contra Hicks Cáceres y encontró que este, apoyado por el dueño del bar, había sentado en la policía un informe según el cual Alejandro Cubilla había provocado la pelea. Y en el barrio le decían que se cuidara, que los matones iban a «terminar el trabajo». Lo de siempre.
TODAS LAS NOCHES
Antes de conocer su existencia real tuve a Alejandro Cubilla por personaje de ficción una de esas noches en las que se inventan realidades, cuando el escritor Edgar Pou contó que un oblicuo azar lo había llevado una vez a escuchar a Alex Cool de cierta forma improbable, distinta e inesperada. Fue la noche en la que el bebop se encontró con Alex Cool.
Y es que innovación y tradición, modernidad y folclore tocaron juntos en la historia de Alex Cool y los Caballeros del Jazz, y en la vida paralela de Alejandro Cubilla y su Banda Koygua.
Koygua fue Charlie Parker, de Kansas City, Misuri, tierra de góspel y blues, que transformó la música moderna pero hundió sus raíces creadoras en canciones repetidas generación tras generación. Koygua es el bebop, aunque suene sofisticado y haya sido acogido por los intelectuales: es música de pobres, música de alcohol barato y tristezas violentas, de alegrías tristes y bancarrotas traicioneras, de vidas difíciles y ásperos placeres, de callejones pobres y visiones radiantes. Música que alterna la muerte cercana y el goce de vivir en desencuentros, réplicas y contrastes, en interpelaciones y simultaneidades.
Como Charlie Parker, Alejandro Cubilla era un hombre del pueblo que conocía el espíritu de su música. ¿Tocó Alex Cull alguna noche a «Bird» con los Caballeros del Jazz? El jazz de «Birdie» es duro; habla de ciudades inhóspitas, de marginalidad, de supervivencia, de ojos enfrentados a un espejo sin luz. Como los ojos, cegados por los golpes, del maestro Cubilla, que sonreía a oscuras al arrancar al saxo el milagro de apagar las miserias de la vida.
TODOS LOS TONOS DEL BEBOP
Como en un sueño, algo reúne hoy retrospectivamente a «Bird» e Intermezzo, el night club de la avenida España, al bepop y el mundo asunceno de los cincuenta, a Alejandro Cubilla y Alex Cull, a los lustrabotas del San Roque y los trabajadores del algodón en Kansas. En la noche universal, es «el encuentro fortuito (citaría Bretón a Lautreamont) de una máquina de coser y un paraguas sobre una mesa de operaciones», o el de Birdie y Alecú sobre la mesa del poeta melómano Édgar Pou Cazal, que invoca a la Banda Koygua para que, cual si fueran (guiño de ojos) los Caballeros del Jazz, improvisen –desde ahora ya para la eternidad de todas las noches vividas «en el límite incierto entre la más clara conciencia de ser una cosa totalmente innecesaria en la maraña del mundo y el súbito atisbo de ser un ángel caído que merece ser rescatado de su avatar infame»– Billie’s Bounce:
«Yo estaba en el hotelucho Príncipe Rojo con la gorda millonaria. Como todos los viernes. Era mi cuota de prostitución para llegar hasta fin de mes. La gorda no era fea; en realidad, me gustaba. Pese a sus cincuenta años y a sus noventa y ocho kilos, tenía la piel tersa y la vulva explosiva. Sus cuatro tarjetas de crédito, sus tres camionetas japonesas del año, sus dos estancias ganaderas y esa manera de gemir en todos los tonos de bebop que yo imaginaba (desde que escuché una vez al maestro Alejandro Cubilla & su Banda Koygua improvisar Billie’s bounce), la hacían bien apetecible, y si por algún mal designio no podía copular con ella cada viernes, me volvía literalmente loco de rabia».
(Edgar Pou, Parafuso Colectivo: http://paraguaytamaguxi.blogspot.com/2009/07/parafuso-colectivo.html)
TODAS LAS UTOPÍAS
Nunca aquella canción de Maneco Galeano fue tan dulce como cuando Alex Cool la tocaba en su saxo, ni había un alma cerca en la profunda noche paraguaya que al reconocer los sones de «Soy de la Chacarita» no sintiera el misterio de esa mezcla paradójica de realidad absoluta y de nostalgia de todas las utopías. Las canciones que Alejandro Cubilla arrancaban a su instrumento eran trozos de tiempo, buceos en el pozo de la vida que pisaban veredas y cruzaban yuyales, llenando los horizontes y las calles, y que son parte ya de las luchas y los sueños de cientos y de miles. Tuvimos que esperar este momento póstumo de su entrada en el barrio inaccesible de la muerte para conjurar el olvido y comenzar a entender la clara lección de una vida de arte y de militancia: como creo que dijo Camus (no textualmente, con excusas: cito esto de memoria), en un mundo de víctimas y verdugos, no estés jamás del lado de los verdugos. Adiós de pie a un valiente, Alejandro Cubilla, lustrabotas y músico, el orgullo de la Chaca.
montserrat.alvarez@abc.com.py