Adiós al hombre sin moralejas

Revolucionó una de las expresiones más importantes de la cultura contemporánea con una nueva, revulsiva y terrible estética que se revelaría como una de las manifestaciones más representativas de la sociedad actual. El pasado sábado 7 de marzo se cerró un inolvidable y áspero capítulo de la historia del arte moderno: adiós a una leyenda.

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Tras sus inicios en el manga comercial, producido y distribuido básicamente como lucrativo entretenimiento infantil, a finales de los años cincuenta Yoshihiro Tatsumi decidió ampliar su público y empezar a dibujar para adultos y a narrar sus historias a los adultos.

Yoshihiro Tatsumi, nacido en el barrio de Tennoji, en Osaka, el 10 de junio de 1935, fue un voraz lector adolescente de autores como Noboru Oshiro y Bontaro Shaka, los abuelos del manga. Y también de las revistas norteamericanas de cómic que los soldados estadounidenses, terminada la Segunda Guerra Mundial, vendían, antes de volver a casa, a los dueños de los quioscos y las librerías de segunda mano que las revenderían a jovenzuelos glotones como Tatsumi.

En la década de 1950, pues, tal como Takao Saito o Masahiko Matsumoto (junto con Tatsumi, Matsumoto y Saito serán los principales autores del nuevo manga underground, entonces en gestación, que se llamará después, como veremos, «gekiga»), entre otros contemporáneos comprometidos en la misma aventura, Tatsumi se lanzó sencillamente a inventar un manga totalmente diferente al conocido por entonces.

Un manga diferente al que él mismo había devorado en aquellas lecturas entusiastas de su adolescencia. Diferente a todas las hermosas historias en las cuales el bien triunfa, se impone la justicia, el héroe se lleva a la chica y todo termina en final feliz. «Un autor construye un mundo original, e historias únicas», dijo Tatsumi en alguna ocasión.

Yoshihiro Tatsumi tenía una historia muy diferente que contar. Para Tatsumi, buenos o malos, en general todos pierden, todos perdemos, y la vida no es un cuento que termine en «happy end». Y Yoshihiro Tatsumi se lanzó a la aventura de trasladar a sus viñetas el implacable, sordo y potente pulso, el oscuro misterio del viejo y eternamente renovado ritmo de las acciones, pasiones y pensamientos humanos.

Y así desarrolló «un manga que no era manga», y al cual, en 1957, le dio finalmente el nombre de «gekiga» (término japonés que se suele traducir al español como «imágenes dramáticas»).

La importancia y la influencia del gekiga crecieron y crecieron, y en los años sesenta, desde la revista Garo, fundada en 1964 por Katsuichi Nagai y dedicada al manga underground y experimental, el gekiga comenzó a expandirse ya como una nueva y netamente definida corriente de cómic para lectores adultos.

Yoshihiro Tatsumi exploró las tinieblas del alma humana, los rincones sórdidos, caóticos y vacíos de la mente humana, los abismos de la vida y de la muerte humanas, la fealdad, el horror, la mezquindad y la miseria. Es un autor sin moralejas, que golpea y que no resuelve, que perturba y que no alecciona. Es un autor muy incómodo y duro de soportar, y eso no lo favoreció desde el punto de vista del, así llamado, «éxito», como podrá comprenderse.

A Yoshihiro Tatsumi, en lo económico, su trabajo de «mangaka» apenas le permitía vivir y, como se diría en España, «ir tirando». Pero en el papel Tatsumi siempre es el que triunfa, el que se queda de pie, sangrante la nariz, cerrados los puños, rota el alma y enteros los huesos y los guantes; él arroja contra las cuerdas a cualquiera. Resulta siempre difícil (y solo quiero hacer notar quien dice esto no es precisamente la Caperucita Roja) levantarse de la lona después de un round con la demoledora fuerza de Yoshihiro Tatsumi.

Nunca fue –y, tal vez, nunca será– tan popular como Osamu Tezuka, ni como Ishinomori, ni como Miyazaki, entre otros mangakas mucho más conocidos que él, y leídos, seguidos y estimados por un número mucho mayor de lectores que los que pueda tener Tatsumi, cuya obra, cuyo universo, en realidad, son muy desagradables, y señalo su cualidad de desagradables con profundo respeto, pues no solo no interfiere con mi aprecio, sino que es parte de los motivos de este.

Yo conocí a Tatsumi por El Víbora, la imponderable revista de cómic underground que, para espanto de propios y extraños, publicaba sus viñetas brutales en la España de los ochenta, y que, no obstante el aludido espanto, lo convirtió en uno de los primeros mangakas con fans europeos, y hace poco volví a hundirme en su infierno viendo en internet Tatsumi, aquel largometraje animado que hizo en Singapur Eric Khoo en el 2011, y que está basado en el extenso manga Gekiga hyoryu, escrito y dibujado por Tatsumi entre 1995 y 2006, y conocido en nuestro idioma como Una vida errante, y en cinco relatos breves de entre los más conocidos de Tatsumi, incluidos «Infierno» y «Good-Bye», largometraje que resultó tan brutal como cabía esperar, claro, una historia devastadora, nauseabunda y salvaje, sin aliento ni piedad, en la cual, a través de su alter ego, un tal Hiroshi Katsumi, Yohihiro Tatsumi confunde el relato de su propia vida con el del auge del nuevo y negro manga cuyo barro tóxico él mismo amasó en el pasado siglo XX, en los años cincuenta, y al que le insufló su aliento radiactivo.

«Hay muchos dibujantes, pero pocos autores», dijo en una ocasión Yoshihiro Tatsumi, que acaba de morir de cáncer el pasado sábado, día 7 de este mes, marzo. El manga, tal como hoy lo conocemos, nunca hubiera llegado a existir sin Yoshihiro Tatsumi. Con su muerte se cierra uno de los capítulos más importantes, más valiosos y mejores de la historia del cómic, en particular, y de la historia del arte, las ideas y la cultura contemporáneos, en general.

montserrat.alvarez@abc.com.py

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