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Germanista («de casta le viene al galgo»: sus padres se habían conocido estudiando alemán en la facultad) y filósofo de formación –tuvo de profesores a Gandillac en el liceo Pasteur y a Bachelard en la Sorbona; y, esto será importante, siguió los cursos de Lévi-Strauss–, dejó la carrera académica y vivió de traducir y trabajar en radio y televisión antes de lanzar a los cuarenta y dos tacos su primera novela, Vendredi ou les Limbes du Pacifique (París, Gallimard, 1967, 204 pp.), ganar con ella el premio de la Academia Francesa y convertirse con ese trabajo y los siguientes –su segunda novela, Le Roi des aulnes (Gallimard, 1970, 395 pp.), sobre el extraño prisionero de guerra Abel Tiffauges, mezcla de ogro depredador y adolescente perverso, recibió el Goncourt por unanimidad el mismo año de su publicación– en un nombre esencial de las letras francesas y en un repensador y recreador de los grandes mitos humanos, primero (Viernes... revisa el mito moderno de Robinson Crusoe) los de la modernidad, y luego los de todas las épocas (Cástor y Pólux en Les Météores, de 1975, los Reyes Magos en Gaspard, Melchior et Balthazar, de 1980, Juana de Arco y Gilles de Rais en Gilles et Jeanne, de 1983, la tierra prometida en Eléazar ou la Source et le Buisson, de 1996…). La pasión de Tournier por la mitología sacra, profana o literaria se imbricaba profundamente con la audacia de las indagaciones filosóficas. No es de extrañar que, además de por sus obras de ficción, sea reconocido como ensayista agudo. Y, cabe añadir, como notable historiador de la fotografía, que ha contribuido en gran medida a reinterpretar la tradición fotográfica francesa y europea –y, con el fotógrafo Lucien Clergue, a crear los Encuentros Fotográficos de Arlés, el primer festival consagrado a esta disciplina artística, en 1968–. Tournier es, desde muchos puntos de vista, una pieza fundamental para la comprensión general de la cultura moderna. También era un alma noble, que vivía en el viejo edificio heredado de sus padres en Choisel, pequeño pueblo de quinientos habitantes en el valle de Chevreuse, desde 1957, que, cuando fue llamado por The New York Review of Books «el mejor escritor francés de su generación», se sintió ofendido («Eso menosprecia a mis compañeros y me hace sentir solo», protestó) y que murió de modo natural –tenía noventa y un años– en su presbiterio de Choisel el pasado martes, 18 de enero, apartado y digno en el silencio de la madrugada.
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