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«I’ve laid in a ghetto flat
cold and numb
I heard the rats tell the bedbugs
to give the roaches some
Everybody wanna know
why I sing the blues…»
(B. B. King: «Why I Sing the Blues»).
(«Tirado en un depa del gueto/ frío y tieso/ escuché que las ratas decían a las chinches/ demos algo a las cucarachas/ Y todos quieren saber/ por qué canto blues»).
EL SONIDO DEL MISISIPI
Bajo nuestra experiencia contemporánea de la música, del pop al rap, del funk al soul, como un poderoso torrente de aguas subterráneas, corre una constante: el blues. Viejo y profundo sonido del delta del Misisipi. La gran música del río, o de un territorio, no meramente geográfico, en el que hombres del peso y del tamaño de un John Lee Hooker, de un McKinley «Muddy Waters» Morganfield, de un Chester Arthur «Howlin’ Wolf» Burnett o de un Riley Ben «Blues Boy» King, más conocido como B. B. King, jornaleros de las plantaciones, músicos callejeros, trabajadores del campo sin espacio suficiente para la talla extragrande de sus almas en una sociedad tan estrecha como la nuestra, salieron a la carretera y tomaron la ruta de la música para viajar rápido y llegar lejos.
Hombres como B. B. King, que obligaron al mundo a tributar a su música un respeto unánime. Que conquistaron ese respeto con una rara melancolía de voces ásperas y pulsos tortuosos sobre doce compases para cantar al amor, la muerte, la alegría y las encrucijadas del destino.
«Bluesman» hasta su último día, B. B. King fue uno de aquellos músicos que aún sabían lo duro –y lo mal remunerado, y lo mal visto– que era vivir de cosechar algodón, y que tanto podían subirse a un tractor como a un escenario. Fue uno de aquellos hombres sin instrucción, dinero ni modales, pero que, con una guitarra… no, qué estoy diciendo: fue uno de aquellos hombres que con una lata vacía de tabaco, de aceite o de galletas, atada a un palo con dos clavos y un alambre bien tenso de clavo a clavo, podían sacudir, al ritmo de su voz, a todo el tercer planeta.
ROCK Y BLUES
Blues: una música con una rara historia. Para empezar, porque, es bien sabido, debemos las primeras recopilaciones a personas que no siempre hicieron justicia a los músicos. Como el delegado de la Biblioteca del Congreso Alan Lomax, que, es cierto, recorrió miles de kilómetros por Misisipi y grabó canciones que, si no, se hubieran perdido, pero que registró los derechos a su nombre y cobró los dividendos. Al igual que otros.
En la década de 1920 llegaron a los campos hundidos en el olvido, a los perdidos pueblos, a las chacras solitarias que escondían algún que otro alambique clandestino para destilar alcohol, a las prisiones, los cazadores de las nacientes compañías discográficas olfateando el negocio, grabaron a los intérpretes –que trabajaban en las plantaciones como jornaleros o purgaban algún delito en una celda o iban de pueblo en pueblo cantando por las calles para ganarse la vida– a cambio de veinte dólares por canción y vendieron miles de copias.
Pero la crisis del 29 derrumbó las ventas de las discográficas. La gente del sur fue a Detroit y a Chicago, el nuevo escenario del blues en los cincuenta, donde los ritmos medios del blues giraron hacia el rock que tomaría Elvis Presley, un sonido inteligente y salvaje, lleno de fuerza, de humor, de pasión y de sexo.
La música de Bob Dylan y de Eric Clapton fue clave en la difusión del blues en la década de 1960, y los Rolling Stones hicieron de gran parte del acervo del blues verdaderos himnos del rock and roll. Jim Morrison y The Doors, Tom Waits y muchos otros también. Y B. B. King estuvo entre los primeros y mayores monstruos que llevaron el blues a todas partes y lo hicieron cruzar todos los umbrales.
RUTAS Y CROSSROADS
B. B. King murió la semana pasada, el jueves 14 de mayo del 2015. Guitarra expresiva, riffs sencillos, ritmos con mucho swing, solos titánicos, voz de coloso. Pero de coloso que también sabe acariciar con mano suave a las mujeres, y entre todas ellas a la más fiel, a Lucille, su famosa y hoy viuda guitarra Gibson.
B. B. King triunfaba en grandes festivales europeos y en modestos clubes ante ingenuos auditorios de endomingados oyentes provincianos. Toda su vida hizo las dos cosas. King nació en una familia pobre, en una chacra en medio de una plantación de algodón entre los poblados de Itta Bena y Berclair, y de adolescente cantó en el coro de gospel de una iglesia cuyo predicador le enseñó a tocar sus primeros acordes de guitarra. Fue en esos años en los que recogía algodón y ganaba un centavo por cada libra recogida en Arkansas, en Lexington, en Indianola, en esos años difíciles, dolorosos y hermosos de bares de música en el delta del Misisipi. Y en 1946, con Lucille, se fue a Memphis.
A Memphis, de donde surgiría poco después el rostro proletario pero blanco del rock and roll, Elvis Aaron Presley. A Memphis, en una de cuyas calles, la calle Beale, según cuenta la conocida leyenda, recibió el sobrenombre de «Blues Boy» King, para ser conocido como «B. B.» King después. A Memphis, donde el denso y bronco sonido rural de su música de infancia y adolescencia se contagió de la nerviosa electricidad urbana y donde «Three O’Clock Blues», «Sugar Mama», «Gotta Find my Baby» y sus demás composiciones de esos días empezaron a asfaltar una nueva ruta entre el canto primigenio de los «crossroads» y las profundas noches del campo, y la estética vertiginosa del neón y los rascacielos, entre el pasado y el futuro, entre Misisipi y Chicago.
SEIS CUERDAS Y UN MILAGRO
Sus canciones asfaltaron esa ruta con el sonido del blues moderno, que marcaría el rock and roll. Y, aun corto de vista y con toda clase de achaques por la vejez, a B. B. King nunca le faltó combustible para recorrerla hasta el día su muerte, la semana pasada, tocando hasta el final.
Tocando esa música, ahora celebrada internacionalmente, y que fue despreciada en otros días, como es inevitable que suceda con la expresión de todo grupo social condenado a la pobreza, como el grupo social en el cual B. B. King nació, y cuya voz convirtió en la voz de todos. Porque no importa dónde ni con quiénes «el rey» se presentara: todo se transformaba al entrar en escena B. B. King. Entraba como un toro sale al ruedo, como irrumpe una fuerza de la naturaleza, y su presencia se imponía sobre todas las demás como la visible presencia de algo enorme, de algo que no era sino un sonido imperioso, urgente y bárbaro como el de un huracán. Y dueño ya, entonces, de todo cuanto lo rodeara mientras tuviera a Lucille en sus manos, B. B. King, sin que nadie osara disputarle ese título, era el Rey.
Así que la próxima noche que estemos en un concierto de rock o que en algún pub nos pongan alguno de esos temazos que es humanamente imposible escuchar inmóviles, y mientras seguimos el ritmo, recordemos que ese simple movimiento y ese júbilo nacieron en los más atrasados confines del mundo rural, en plantaciones de algodón donde trabajadores allí reunidos, primero por la esclavitud y luego por la pobreza y por la segregación, golpearon –tal como nosotros el piso de los boliches–, en largas horas de sudor y de hambre, la amarga tierra con los pies al compás de sus labores para poder soportar una tras otra sus noches sin mañana entre las frescas brisas del misterioso universo del delta del Misisipi.
«Well, bye-bye baby,
I hope we meet again
You won’t be so evil
when you won’t have too many men
You’re gonna miss me baby
Yeah, you’re gonna miss me
Yeah, you’re gonna miss me woman
when I’m dead and gone…»
(«Bueno, adiós, nena/ ojalá nos volvamos a ver /No serás tan malvada /si no tienes tantos hombres /Me vas a extrañar, nena /Me vas a extrañar /Yeah, vas a extrañarme, mujer /cuando esté muerto y lejos...»)
The King of Blues is dead! Ha muerto el rey del blues. Buen viaje, majestad. Naciste del encuentro fortuito de seis cuerdas y un milagro en un cruce de caminos. Los que quedamos aquí, te seguiremos escuchando.
montserrat.alvarez@abc.com.py