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DOS LOCOS UN VERANO
Filas y filas de ladrillo pasan por el camino velozmente y van quedando atrás una tras otra en medio del gran páramo del distrito de Queens, se congelan de golpe cuando frenan el auto ante los quince pisos del Hospital Psiquiátrico de Creedmoor y dos tipos y una mujer con batas blancas lo llevan por una red de puertas y pasillos que dan a más pasillos y más puertas. Va a no sabe qué tratamiento. Lo más probable es que sea una ofensivamente huera homilía laica con pastillitas de postre, pero con tal de que sus padres lo dejen en paz por un tiempo... Entran a una sala y, antes de que pueda adivinar qué pasa, le quitan la remera, le ponen una especie de pijama verde, lo empujan y lo echan en la camilla, le atan a ella las muñecas y los tobillos, le ponen una gelatina helada en la frente, se la ciñen fuertemente con algo, le meten en la boca un gran trozo de caucho que no lo deja hablar ni tragar saliva y que casi no lo deja respirar, mira interrogante a la enfermera y ella le explica con dulce sonrisa: «Es solo para que no te tragues la lengua». Salen todos. Se queda solo, atado a la camilla y mirando el techo. Pasan los minutos. Vaya. ¿Cuánto tendrá que esperar en esa estúpida celda para que lo desaten y pueda irse? Qué absurdo. Empieza a aburrirse. Y a tranquilizarse. Pero entonces el impacto de una manada de mamuts enloquecidos lo resquebraja a la vez desde afuera y desde adentro como si un tren se estrellara a toda velocidad contra él con un golpe de energía tan fulminante que podría volar el planeta en mil pedazos. Verano de 1959, Long Island, Nueva York: es el primer día de las ocho semanas de tratamiento electroconvulsivo del paciente Lewis Allan Firbank, de diecisiete años.
En ese mismo lugar, el Hospital Psiquiátrico de Creedmoor, pasaba sus últimos y oscuros años otro lúcido testigo y gran narrador del lado oscuro del «American Dream», en este caso de las miserias y penas cotidianas de la vida durante la Gran Depresión, Woody Guthrie, poeta de hombres y mujeres cuya modesta dicha o cuya irreversible perdición dependían de la suerte, de una cosecha, de unas monedas de menos o de más, destinos de grandes penurias y de pobres alegrías que cantó con palabras hondas y sencillas y con el vasto espíritu heredado de la música del sur. Esa carrera se apagaba; la otra aún no había empezado.
ESCRIBIR CON EL HÍGADO
«Lou», dijo hace unos días Patti Smith, «fue un tipo de poeta muy especial. Fue un escritor de Nueva York, como Walt Whitman fue un poeta de Nueva York». Discípulo del poeta Delmore Schwartz, su profesor en los días de estudiante de la Universidad de Siracusa, se sintió siempre, en efecto, escritor. Son conocidas sus declaraciones acerca de que cada uno de sus discos se podía leer como un capítulo de su «Gran Novela Americana». En vez de cantarlas, recitaba las frases de sus letras como un poeta leería los versos de sus poemas. Si esas letras se sostienen sin soporte musical, o no, es tema de discusión, y en todo caso para ello está, por ejemplo, la edición de Mondadori de sus canciones, recopiladas en el 2000 bajo el título de Atraviesa el fuego (si bien es un libro que no comentaré aquí, porque no lo tengo e ignoro incluso quién es el traductor al español). Era un intelectual culto que escribía con el hígado. Pero, le gustara o no, además tenía el ritmo y la música en las venas, porque a mitad de camino se tropezó con el rock. Y fue entonces el fin de la última barrera entre la literatura «en serio» y las canciones. Y se tropezó con John Cale. Y fue entonces la época callejera de The Velvet Underground. Y se tropezó con Warhol. Y fueron entonces los sórdidos, glamorosos, refinados y horribles días de aluminio plateado de la Factory. Y él ahí, pétreo, siempre de anteojos negros, sucio pero elegante, aristocrático pero marginal, licenciado en literatura alcohólico y alumno favorito y amigo de un poeta y catedrático de literatura alcohólico, rockero drogadicto rodeado de los drogadictos rockeros John Cale y Sterling Morrison, con la esmirriada «Moe» Tucker tocando la batería como una posesa al fondo. Y luego se tropezó con Bowie. Y fue entonces Transformer, perversa estética glam para encauzar la locura y volver a la cima dos años después del fin de The Velvet, con los labios pintados y el maquillaje lívido de blanco speed. Y fue entonces ese ridículo, perfecto, definitivo, mágico doo-doo-doo-doo / doo-doo-doo-doo / doo-doo-doo-dooo, y fue el milagro y el mundo entero vio al fin por un momento la luz y sin que nadie entendiera por qué todos sin excepción exclamaron en coro unánime sí, sí, take a walk on the wild side.
LA MELODÍA DEL RUIDO
Y luego fue la caída en la camilla que apaga la lucidez pero ya sin necesidad de médicos ni de padres para destruirse, capaz de hacerlo solo, y fue el tambalearse rebotando contra los parlantes sin poder recordar sus propias letras en conciertos que parecían siempre el último y a los que muchos iban solamente para verlo morir en el escenario.
Y luego el despertar. La frialdad recobrada, la seca inteligencia. Los días en los que dirá que no se parece en nada a ningún personaje de ninguno de sus discos, que sencillamente le pareció en cada momento que sería divertido ser ese personaje y, por ende, lo fue.
Dio palabras afiladas y precisas a los abismos de la soledad, del suicidio, de la adicción, a las espadas de Damocles que penden a cada instante sobre el cuello de la vida, construyó la cruda narrativa de historias antes calladas acerca del sexo en un muladar o un callejón, acerca de la adrenalina de bajar a buscar drogas a la Chaca, acerca de sumergirse en desoladas orgías. Con mirada terrible, envenenó de nostalgia un día perfecto. Apoyó su elaborada poesía contra el muro de un huracán eléctrico. Como ha señalado Bono en su artículo del último número de Rolling Stone, «Nueva York fue para Lou Reed lo mismo que Dublín para James Joyce: el universo completo de su escritura». La estética contestataria de su imagen terminó de poner de manifiesto las complejas relaciones que vinculan el rock con el arte y la cultura en general desde el siglo XX; su obra marca con sello indeleble desde ahora la historia de la música y de la sensibilidad contemporáneas. Hizo melodías del ruido de los barrios bajos y lo llevó a los oídos de músicos y de poetas por igual, y sin duda inspiró e inspira por igual también a los unos y a los otros.
SUCH A PERFECT DAY
El intelectual salvaje de la voz inmutable que rompió y se sacó la camisa de fuerza, el que concibió la gesta fabulosa de las noches sonámbulas sin rumbo ni final, Lou Reed, nacido como Lewis Allen Firbank Reed un día de marzo en un hospital de Brooklyn y criado en Long Island, en la ciudad de Nueva York (1942-2013), jugó sus últimas cartas y perdió la partida el pasado domingo 27 de octubre. Su reciente muerte acaba de conmover y enlutar, sin que esto sea exagerado, al mundo entero. Y el mundo entero está de luto por Lou Reed. Pero lo sigue escuchando.
Thank you, Lou
It was a perfect day
I’m glad I spend it with you.
montserrat.alvarez@abc.com.py