A nadie le gusta Bukowski

Si no hubiera muerto en California en 1994, hoy sería el cumpleaños del célebre y nihilista escritor estadounidense nacido en Alemania el viernes 20 de agosto de 1920 Heinrich Karl –más conocido como Charles– Bukowski. Pero como de los horrores de la muerte nadie puede, en rigor, dar testimonio, por lo que son inciertos, y solamente nos constan los de la vida, entonces, por los oscuros copetines y las perdidas esquinas de Asunción, saldremos a buscar hoy a Hank Chinaski, porque a nadie le gusta

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A nadie le puede gustar Bukowski. Pueden engañar a todos, pero no a mí. Que no le gusta a nadie lo sé porque nadie puede fingir tan bien. Un gerente de banco puede usar una remera de Sex Pistols, como es obvio, pero esa contradicción solo tiene algo de sentido, e incluso de existencia, en la fantasía. No en la realidad. En la realidad, solo es una mentira, algo a todas luces inverosímil e imposible.

Heinrich Karl Bukowski Fett nació en Andernach –una de las ciudades más antiguas de Alemania–, a orillas del Rin, el viernes 16 de agosto de 1920 –hace hoy, domingo 20 de agosto del 2015, noventa y cinco años– fruto del matrimonio de un estadounidense de origen polaco y una alemana que luego lo rebautizaron como Henry, para darle un nombre que sonara menos extranjero, más local.

Prolífico escritor, produjo en total más de cincuenta libros, un cuantioso número de relatos cortos e incontables poemas, y en el mundo de habla española comenzó a hacerse popular en los ochenta y sobre todo a partir de los noventa gracias a su faceta de autor de novelas que por ese entonces aparecieron traducidas y editadas en castellano, como Mujeres (Anagrama, 1983; Women, Santa Rosa, California, Black Sparrow Press, 1978), o como su primera novela, Cartero (Barcelona, Anagrama, 1989; originalmente, Post Office, Santa Rosa, Black Sparrow Press, 1971), o como La senda del perdedor (Anagrama, 1990; originalmente, Ham on Rye, Black Sparrow Press, 1982), o Hollywood (Barcelona, Anagrama, 1994; Hollywood, Black Sparrow Press, 1989), o Pulp (Anagrama, 1996; Pulp, Black Sparrow Press, 1994), aunque seguramente la más conocida de todas es la desencantada, negra, divertida y amarga Factótum (Barcelona, Anagrama, 1980; Factotum, Black Sparrow Press, 1975), relato de aquellos años de juventud pasados entre el arroyo y el fango, y que fueron llevados al cine en el 2005 con Matt Dillon saltando de un laburo malo a otro peor, emborrachándose tenazmente, pensando todo el tiempo en sexo e intentando ser un escritor y vivir como tal, en el papel de Hank Chinaski (Bent Hamer, Factotum, 2005). Junto con aquella otra y no menos famosa –que haya inspirado al menos dos temas punk, uno en inglés, de los californianos NOFX, «Green Corn», otro en español, de los argentinos Dos Minutos, «Mosca de bar», da una idea de su difusión– película que en 1987, con un guion autobiográfico del propio Bukowski, dirigió Barbet Schroeder, Barfly –Mickey Rourke como Hank Chinaski compartiendo, cuándo no, decadentes bares y noches barriobajeras con una Faye Dunaway convertida en Wanda Wilcox–, este quizás sea hasta el momento el paso más popular de un autor muy popular por la pantalla grande.

Tanto sus novelas como sus cuentos –All the Assholes in the World and Mine (Open Skull Press, 1966), Erections, Ejaculations, Exhibitions and General Tales of Ordinary Madness (San Francisco, City Lights Books, 1972; hay una selección en castellano con el título de La máquina de follar, Anagrama, 1978), etcétera–, sus poemas y sus diversos escritos –«A la puta que se llevó mis poemas», «La muerte de un idiota», etcétera–, definen una conducta irreverente hacia la sociedad en su conjunto e incluso hacia el propio lector. Yo creo que a nadie que pague sus impuestos puntualmente puede gustarle Bukowski, creo que a nadie que respete la honestidad puede gustarle Bukowski, y creo que nadie con algo de honestidad, pero de honestidad para consigo mismo, claro está, afirmaría algo semejante. Henry te puede ofender en la cara y hacer que te guste recibir sus ofensas, y es capaz de burlarse, y lo hace todo el tiempo, de tus cobardes aspiraciones cotidianas, y de obligarte a que lo ames por eso.

Bukowski viajó con sus padres a Estados Unidos a muy temprana edad y su familia y él se quedaron allí a vivir, y en ese país, en uno de cuyos más característicos emblemas culturales, no solo por su obra sino, y tal vez principalmente, por su vida, por su imagen, por su personalidad y hasta por su iconografía –esa secuencia mágica y sórdida de escenas (casi todas en un blanco y negro más tópico, pero también más efectivamente nostálgico que el inevitable sepia atribuido a las memorias ideales por las convenciones fotográficas estándar) de una América salvaje y podrida, esa especie de relato mudo de la historia del underground que nos ha quedado de su paso por las calles y los caminos del «Gigante del Norte»–, terminó convirtiéndose, estudió algo de literatura y periodismo y tomó algunos cursos de arte. Entre las muchas desgracias –si lo fueron realmente, cada lector tendrá que pensarlo– de su existencia, Charles Bukowski/Henry «Hank» Chinaski consiguió y perdió numerosos trabajos, tuvo adicciones exquisitas, conoció, en el sentido literal y también en el sentido bíblico, a innumerables mujerzuelas, tal vez amó también a una, o a varias de ellas –nuevamente, cada lector lo inferirá por sí mismo–, se encontró con el alcohol para siempre, atravesó una infancia dura, fue atrapado por el vicioso magnetismo de los juegos, contrajo úlceras y por último leucemia, y fue traduciendo así sintomáticamente a cada paso de su extraña vida su desprecio por la conducta humana.

«¡Al carajo con la verdad! El estilo es más importante: cómo hacer una por una cada cosita», nos decía Henry Chinaski, el célebre personaje y alter ego de Charles Bukowski. «¡Al carajo con la verdad! Y todos aquellos que vean en mí una sugerencia subversiva en contra de lo establecido se pueden ir al carajo. Y al carajo podés irte vos también, porque si realmente pudieras ver qué es lo que digo, entonces lo estarías haciendo en vez de leerlo», continuaría yo.

Para sintetizar, Bukowski tuvo una hija y varias mujeres con las que terminó drásticamente. Tuvo también una complicada vida de placeres, siempre en condiciones económicas nada estables. Falleció de leucemia en 1994 en California, habiendo profetizado antes: «Lo peor de todo es que algún tiempo después de mi muerte se me va a descubrir de verdad. Todos los que me tenían miedo o me odiaban cuando estaba vivo abrazarán de repente mi memoria. Mis palabras estarán en todas partes. Se crearán clubes sociales y sociedades. Será como para volverse loco. Se hará una película de mi vida. Me pintarán mucho más valiente de lo que soy y con mucho más talento del que tengo. Mucho más. Será como para hacer vomitar a los dioses. La especie humana lo exagera todo: a sus héroes, a sus enemigos, su importancia».

Escribir un artículo sobre Charles Bukowski no puede reducirse a una burocrática tarea de recopilación bio-bibliográfica. Qué odioso sería, si llegara a leerlo, algo semejante para el propio Bukowski, y cómo lo aburriría y lo asquearía. Así que quien quiera datos, que pare de leer. Bukowski estaba solo, y esa soledad no se encuentra en los datos, porque no podemos saber dónde se esconde; sus poesías y sus novelas no te consagran en una hermosa miseria, no te hacen partícipe de un heroísmo oscuro de asfalto suburbano, porque no eres Bukowski: es al revés, te delatan, te descubren. No se puede masificar la soledad. No se puede entender a alguien que vive ahí. Si lo entendieras, Bukowski ya no estaría solo; sería arrancado de la madriguera de su idea, porque ella solo puede existir en la soledad. Pese a todo lo que se suele creer, ser sus lectores no nos hace partícipes de nada que concierna realmente a Hank; nosotros solo podemos asistir como espectadores, observar y gozar de ese gran cuadro que pinta, el gran cuadro dantesco de la condición humana. Desde la vereda de los cobardes, nos queda eso: deleitarnos con nuestro odio.

EL GENIO DE LA MULTITUD

Hay suficiente traición y odio, violencia,

necedad en el ser humano corriente

como para abastecer cualquier ejército o cualquier

jornada.

Y los mejores asesinos son aquellos

que predican en contra.

Y los que mejor odian son aquellos

que predican amor.

Y los que mejor luchan en la guerra

son –AL FINAL– aquellos que

predican

PAZ.

Aquellos que hablan de Dios

necesitan a Dios.

Aquellos que predican paz

no tienen paz.

Aquellos que predican amor

no tienen amor.

Cuidado con los predicadores

cuidado con los que saben.

Cuidado con aquellos que están siempre

leyendo libros.

Cuidado con aquellos que detestan

la pobreza o están orgullosos de ella.

Cuidado con aquellos de alabanza rápida

pues necesitan que se les alabe a

cambio.

Cuidado con aquellos que censuran con

rapidez:

tienen miedo de lo que no conocen.

Cuidado con aquellos que buscan

constantes

multitudes;

no son nada solos.

Cuidado con

el hombre corriente

con la mujer corriente.

Cuidado con su amor.

Su amor es corriente, busca

lo corriente.

Pero es un genio al odiar

es lo suficientemente genial

al odiar como para matarte, como para

matar

a cualquiera.

Al no querer la soledad

al no entender la soledad

intentarán destruir

cualquier cosa

que difiera

de lo suyo.

Al no ser capaces

de crear arte

no entenderán

el arte.

Considerarán su fracaso

como creadores

solo como un fracaso

del mundo.

Al no ser capaces de amar plenamente

creerán que tu amor es

incompleto

y entonces te

odiarán.

Y su odio será perfecto

como un diamante resplandeciente

como una navaja

como una montaña

como un tigre

como cicuta

Su mejor

ARTE.

Así que no me vengas a decir que te gusta Bukowski. Solo quieres creer –y consigues creer, logras creerlo de veras– que te gusta. ¿Sabes qué? No te gusta. Ni vos a él. De modo que no me vengas a decir eso, porque no te voy a dejar que lo «rescates». Yo solo quiero seguir contemplando el espectáculo, igual que lo hacen todos, tanto si llegan a admitirlo como si se obstinan en negarlo. Soy cobarde, así que me limito a mirarlo. Lo veo allí, enfrente, gritándome, desde esa otra vereda en la que yo nunca estaré ni vos tampoco, sufriendo, riéndose y maldiciéndome. Sus burlas, sus gritos y sus maldiciones me recuerdan que yo no tengo agallas, y se lo agradezco. En su lápida decía: «Don’t try», y hasta hoy no lo hago.

pelo19@gmail.com

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